Diferencia entre revisiones de «Facundo (1874)/Capítulo XIV»

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Rosas se distingue desde temprano en la campaña por las vastas empresas de leguas de siembras de trigo que acomete y lleva a cabo con suceso, y sobre todo por la administración severa, por la disciplina de hierro que introduce en sus estancias. Esta es su obra maestra, su tipo de Gobierno, que ensayará más tarde para la ''ciudad'' misma. Es preciso conocer al gaucho argentino y sus propensiones innatas, sus hábitos inveterados. Si andando en la Pampa le vais proponiendo darle una estancia con ganados que lo hagan rico propietario; si corre en busca de la médica de los alrededores para que salve a su madre, a su esposa querida que deja agonizando, y se atraviesa un avestruz por su paso, echará a correr detrás de él olvidando la fortuna que le ofrecéis, la esposa o la madre moribunda; y no es él sólo que está dominado de este instinto; el caballo mismo relincha, sacude la cabeza y tasca el freno de impaciencia por volar detrás del avestruz. Si a distancia de diez leguas de su habitación el gaucho echa de menos su cuchillo, se vuelve a tomarlo, aunque esté a una cuadra del lugar a donde iba; porque el cuchillo es para él lo que la respiración, la vida misma. Pues bien, Rosas ha conseguido que en sus estancias, que se unen con diversos nombres desde los ''Cerrillos'' hasta el arroyo Cachagualefú, anduviesen las avestruces en rebaños, y dejasen al fin de huir a la aproximación del gaucho, tan seguros y tranquilos pacen en las posesiones de Rosas; y esto mientras que han sido ya extinguidos en todas las adyacentes campañas. En cuanto al cuchillo, ninguno de sus peones lo cargó jamás, no obstante que la mayor parte de ellos eran asesinos perseguidos por la justicia. Una vez, él por olvido se ha puesto el puñal a la cintura, y el mayordomo se lo hace notar; Rosas se baja los calzones y manda que se le den los doscientos azotes que es la pena impuesta en su estancia al que lleva cuchillo. Habrá gentes que duden de este hecho, confesado y publicado por él mismo; pero es auténtico, como lo son las extravagancias y rarezas sangrientas que el mundo civilizado se ha negado obstinadamente a creer durante diez años. La autoridad ante todo: el respeto a lo mandado, aunque sea ridículo o absurdo; diez años estará en Buenos Aires y en toda la República haciendo azotar y degollar hasta que la cinta colorada sea una parte de la existencia del individuo, como el corazón mismo. Repetirá en presencia del mundo entero, sin contemporizar jamás, en cada comunicación oficial: ¡Mueran los asquerosos, salvajes, inmundos unitarios! hasta que el mundo entero se eduque y se habitúe a oír este grito sanguinario, sin escándalo, sin réplica, y ya hemos visto a un magistrado de Chile tributar su homenaje y aquiescencia a este hecho, que al fin a nadie interesa.
 
¿Dónde pues ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que introduce en su ''Gobierno'', en desprecio del sentido común, de la tradición, de la conciencia, y de la práctica inmemorial de los pueblos civilizados? Dios me perdone si me equivoco; pero esta idea me domina hace tiempo: en la ESTANCIA DE GANADOS, en que ha pasado toda su vida, y en la ''Inquisición'' en cuya tradición ha sido educado. Las fiestas de las parroquias son una imitación de la ''hierra'' del ganado, a que acuden todos los vecinos; la ''cinta'' colorada que clava a cada hombre, mujer o niño, es la ''marca'' con que el propietario reconoce su ganado; el degüello, a cuchillo, erigido en medio de ejecución pública, viene de la costumbre de ''degollar'' las reses que tiene todo hombre en la campaña; la prisión sucesiva de centenares de ciudadanos sin motivo conocido y por años enteros, es el rodeo con que se dociliza el ganado, encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las calles, la mazorca, las matanzas ordenadas son otros tantos medios de ''domar'' a la ''ciudad'', dejarla al fin como el ganado más manso y ordenado que se conoce. Esta prolijidad y arreglo ha distinguido en su vida privada a D. Juan Manuel de Rosas, cuyas estancias eran citadas como el modelo de la disciplina de los peones, y la mansedumbre del ganado. Si esta explicación parece monstruosa y absurda, denme otra; muéstrenme la razón por qué coinciden de un modo tan espantoso su manejo de una estancia, sus prácticas y administración, con el Gobierno, prácticas y administración de Rosas: hasta su respeto de entonces por la propiedad es efecto de que ¡el gaucho Gobernador es ''propietario''! Facundo respetaba más la propiedad que la vida. Rosas ha perseguido a los ladrones de ganado con igual obstinación que a los unitarios. Implacable se ha mostrado su Gobierno contra los cuereadores de la campaña y centenares han sido degollados. Esto es laudable sin duda; yo sólo explico el origen de la antipatía.
 
Pero hay otra parte de la sociedad que es preciso moralizar, y enseñar a obedecer, a entusiasmarse cuando ''deba'' entusiasmarse, a aplaudir, cuando deba aplaudir, a callar cuando ''deba'' callar. Con la posesión de la ''Suma del Poder Público'', la Sala de Representantes queda inútil, puesto que la ley emana directamente de la ''persona'' del jefe de la República. Sin embargo, conserva la forma, y durante quince años son reelectos unos treinta individuos que están al corriente de los negocios. Pero la tradición tiene asignado otro papel a la Sala; allí Alcorta, Guido y otros han hecho oír en tiempo de Balcarce y Viamonte acentos de libertad, y reproches al instigador de los desórdenes; necesita pues quebrantar esta tradición, y dar una lección severa para el porvenir. El Dr. don Vicente Maza, presidente de la Sala y de la Cámara de Justicia, consejero de Rosas, y el qué más ha contribuido a elevarlo, ve un día que su retrato ha sido quitado de la sala del Tribunal, por un destacamento de la Mazorca; en la noche rompen los vidrios de las ventanas de su casa donde ha ido a asilarse; al día siguiente escribe a Rosas, en otro tiempo su protegido, su ahijado político, mostrándole la extrañeza de aquellos procedimientos, y su inocencia de todo crimen. A la noche del tercer día se dirige a la Sala, y estaba dictando al escribiente su renuncia, cuando el cuchillo que corta su garganta interrumpe el dictado. Los representantes empiezan a llegar; la alfombra está cubierta de sangr; el cadáver del Presidente yace tendido aún. El señor Irigoyen propone que al día siguiente se reúna el mayor número posible de rodados para acompañar debidamente al cementerio a la ilustre víctima. D. Baldomero García dice: "Me parece bien, pero... no muchos coches... ¿para qué?" Entra el general Guido, y le comunica la idea, a que contesta, clavándoles unos ojos tamaños y mirándolos de hito en hito: "¿Coches? ¿acompañamiento?... Que traigan el carro de la policía y se lo lleven ahora mismo." "Eso decía yo, continuaba García, ¡para qué coches!" La ''Gaceta'' del día siguiente anunció que los impíos unitarios habían asesinado a Maza. Un Gobernador del interior decía aterrado al saber esta catástrofe: "¡Es imposible que sea Rosas el que lo ha hecho matar!" A lo que su secretario añadió: "Y si él lo ha hecho, razón ha de haber tenido", en lo que convinieron todos los circunstantes.
 
Efectivamente, razón tenía. Su hijo el Coronel Maza tenía tramada una conspiración en que entraba todo el ejército, y después Rosas decía que había muerto al anciano padre, por no darle el pesar de ver morir a su querido hijo.
 
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El mayor Muslera murió también combatiendo contra Rosas, lo que no ha estorbado que se continúe hasta el día de hoy diciendo lo mismo que había oído aquél.
 
Pero el vulgo no ha visto en la muerte de Quiroga y el enjuiciamiento de sus asesinos más que un crimen horrible: la historia verá otra cosa: en lo primero la fusión de la República en una unidad compacta, y en el enjuiciamiento de los Reinafés, Gobernadores de una provincia, el ''hecho'' que constituye a Rosas jefe del Gobierno unitario absoluto, que desde aquel día y por aquel acto se constituye en la República Argentina. Rosas investido del poder de juzgar a otro Gobernador, establece en las conciencias de los demás la idea de la autoridad suprema de que está investido. Juzga a los Reinafés por un crimen averiguado; pero en seguida manda fusilar sin juicio previo a Rodríguez, gobernador de Córdoba que sucedió a los Reinafés por no haber obedecido a todas sus instrucciones; fusila en seguida a Cullen, Gobernador de Santa Fe, por razones que él solo conoce, y últimamente expide un decreto por el cual declara que ningún Gobierno de las demás provincias será reconocido válido mientras no obtenga su ''exequatur''. Si aún se duda que ha asumido el mando supremo, y que los demás Gobernadores son simples Bajaes, a quienes puede mandar el cordón morado cada vez que no cumplan con sus órdenes, expedirá otro en el que deroga todas las leyes existentes de la República desde el año 1810 en adelante, aunque hayan sido dictadas por los Congresos Generales, o cualquiera otra autoridad competente; declarando además írrito y de ningún valor todo lo que a consecuencia y en cumplimiento de esas leyes se hubiese obrado hasta entonces. Yo pregunto ¿qué legislador, qué Moisés o Licurgo llevó más adelante el intento de refundir una sociedad bajo un plan nuevo? La revolución de 1810 queda por este decreto derogada: ley ni arreglo ninguno queda vigente: el campo para las innovaciones limpio como la palma de la mano, y la República entera sometida sin dar una batalla siquiera y sin consultar a los caudillos. La ''Suma del Poder Público'' de que se había investido para Buenos Aires sólo, la extiende a toda la República, porque no sólo no se dice que es el sistema unitario el que se ha establecido, del que la persona de Rosas es el centro, sino que con mayor tesón que nunca se grita: ¡Viva la federación; mueran los unitarios! El epíteto unitario deja de ser el distintivo de un partido, y pasa a expresar todo lo que es execrado: los asesinos de Quiroga son ''unitarios''; Rodríguez es ''unitario''; Cullen ''unitario''; Santa Cruz que trata de establecer la Confederación Perú-boliviana, ''unitario''. Es admirable la paciencia que ha mostrado Rosas en fijar el sentido de ciertas palabras y el tesón de repetirlas. En diez años se habrá visto escrito en la República Argentina treinta millones de veces: ¡Viva la Confederación! ¡Viva el ilustre ''Restaurador''! ¡Mueran los salvajes unitarios! y nunca el cristianismo ni el mahometismo multiplicaron tanto sus símbolos respectivos, la cruz y el creciente, para estereotipar la creencia moral en exterioridades materiales y tangibles. Todavía era preciso afinar aquel dicterio de ''unitario''; fue primero lisa y llanamente ''unitarios''; más tarde, los ''impíos'' unitarios, favoreciendo con eso las preocupaciones del partido ultra-católico que secundó su elevación. Cuando se emancipó de ese pobre partido y el cuchillo alcanzó también a la garganta de curas y canónigos, fue preciso abandonar la denominación de impíos: la casualidad suministró una coyuntura. Los diarios de Montevideo empezaron a llamar salvaje a ''Rosas''; un día, la ''Gaceta'' de Buenos Aires apareció con esta agregación al tema ordinario: mueran los salvajes unitarios; repitiólo la Mazorca, repitiéronlo todas las comunicaciones oficiales, repitiéronlo los Gobernadores del interior y quedó consumada la adopción. "Repita usted la palabra ''salvaje'', escribía Rosas a López, hasta la saciedad, hasta aburrir, hasta cansar. Yo sé lo que le digo, amigo." Más tarde se le agregó ''inmundos''; más tarde ''asquerosos''; más tarde en fin D. Baldomero García decía en una comunicación al Gobierno de Chile, que sirvió de cabeza de proceso a Bedoya, que era aquel emblema y aquel letrero una señal de conciliación, y de paz porque todo el sistema se reduce a burlarse del sentido común. La unidad de la República se realiza a fuerza de negarla; y desde que todos dicen federación, claro está que hay unidad. Rosas se llama encargado de las relaciones exteriores de la República, y sólo cuando la fusión está consumada y ha pasado a tradición, a los diez años después D. Baldomero García en Chile cambia aquel título por el de Director Supremo de los asuntos de la República.
 
He aquí pues la República unitarizada, sometida toda ella al arbitrio de Rosas; la antigua cuestión de los partidos de ciudad desnaturalizada; cambiado el sentido de las palabras, e introducido el régimen de la estancia de ganados en la administración de la República más guerrera, más entusiasta por la libertad y que más sacrificios hizo para conseguirla. La muerte de López le entregaba a Santa Fe; la de los Reinafés a Córdoba; la de Facundo las ocho provincias de la falda de los Andes. Para tomar posesión de todas ellas bastáronle algunos obsequios personales, algunas cartas amistosas y algunas erogaciones del erario. Los Auxiliares acantonados en San Luis recibieron un magnífico vestuario, y sus sueldos empezaron a pagarse de las cajas de Buenos Aires. El Padre Aldao, a más de una suma de dinero, empezó a recibir su sueldo de general de manos de Rosas; y el general Heredia de Tucumán, que con motivo de la muerte de Quiroga, escribía a un amigo suyo: "¡Ay, amigo! ¡No sabe lo que ha perdido la República con la muerte de Quiroga! ¡Qué porvenir, qué pensamiento tan grande de hombre; quería constituir la República y llamar a todos los emigrados para que contribuyesen con sus luces y saber a esta grande obra!". El general Heredia recibió un armamento y dinero para preparar la guerra contra el ''impío unitario'' Santa Cruz, y se olvidó bien pronto del cuadro grandioso que Facundo había desenvuelto a su vista en las conferencias que con él tuvo antes de su muerte.