Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo VII»

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===='''<center>III. LA POLITICA DE LAS PIARAS </center>====
 
Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, a degeneración del sistema parlamentario: todas las formas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil las.Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de
ese arte.
 
La política se degrada, conviértese en profesión. En los pueblos snsin ideales, los espíritus subalternos medran con torpes intrigas de ntecámaraantecámara. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la domesticidad. Se instaura una moral hostil a la firmeza y propicia al relajamiento. El gobierno va a manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se frotan con los malandrines. Progresan funámbulos y volatineros.
 
Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era signo de infamia o cobardía, tórnase título de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de vergüenza, en los países cúbrese de honorehonores.
 
Las jornadas electorales conviértense en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de aventureros. Su justificación está a cargo de electores inocentes, que van a la parodia conocomo a una fiesta.
 
Las facciones de profesionales son adversas a todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser víctimas del voto: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que disculpa su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje a las virtudes: las piaras no admiran ninguna superioridad; explotan el prestigio del pabellón para dar paso a su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced a la firma prestigiosa. Para cada
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Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado o representantes de anhelos indomables; si el tiempo no los domestica, ellos sirven a los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos.
 
Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los Parlamentos envilecidos. Los partidos - o el Gobierno en su nombre - operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o en favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia.
 
Las más abstrusas fórmulas de la química orgánica parecen balbuceos infantiles frente a las vueltacaras del Parlamento mediocre. El desprecio de los hombres probos no lo amedrenta jamás. Confía en que el bajo nivel del representante apruebe la insensatez del representado. Por eso ciertos hombres inservibles se adaptan maravillosamente a los desiderata del sufragio universal; la grey se prosterna ante los fetiches más huecos y los rellena con su alambicada tontería.
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===='''<center>IV. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA </center>====
 
Los prohombres de las mediocracias equidistan del bárbaro legendario - Tiberio o Facundo - y del genio transmutador - Marco Aurelio o Sarmiento -. El genio crea instituciones y el bárbaro las viola: los mediocres las respetan, impotentes para forjar o destruir. Esquivos a la gloria y rebeldes a la infamia, se les reconoce por una circunstancia inequívoca: sus cubicularios no osan llamarlos genios por temor al ridículo y sus adversarios no podrían sentarlos en cáncana de imbéciles sin flagrante injusticia. Son perfectos en su clima: sosláyanse en la historia a merced de cien complicidades y conjugan en su persona todos los atributos del ambiente que los repuja. Amerengados por equívocas jerarquías militares, por opacos títulos universitarios o por la almidonada improvisación de alcurnias advenedizas, acicalan en su espíritu las rutinas y prejuicios que acorchan las creederas de la mediocridad dominante. Son pasicortos siempre; su marcha no puede en momento alguno compararse al vuelo de un cóndor ni a la reptación de una serpiente.
 
Todas las piaras inflan algún ejemplar predestinado a posibles culminaciones. Seleccionan el acabado prototipo entre los que comparten sus pasiones o sus voracidades, sus fanatismos o sus vicios, sus prudencias o sus hipocresías. No son privilegio de tal casta o partido: su liviandad alcornocal flota en todas las ciénagas políticas. Piensan con la cabeza de algún rebaño y sienten con su corazón. Productos de
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Empavónanse de permanentes altisonancias. Sospechan que existen ideales y se fingen sus sostenedores; incurren en los más conformes a la moral de su mediocracia. Sospechan la verdad, a veces, porque ella entra en todas partes, más sutil que la adulación; pero la mutilan, la atenúan, la corrompen, con acomodaciones, con muletas, con remiendos que disfrazan. En ciertos casos, la verdad puede más que ellos; salta a la vista a pesar suyo y es su castigo. Se paramentan de buenas intenciones cuando menos fuerzas van teniendo para convertirlas en actos; la innata pavada se trasunta en sus parloteos puritanos. Tórnase cómica la ineptitud en su disfraz de idealismo; son deleznables los vagos principios que aplican a compás de oportunistas conveniencias. El tiempo descubre a los que tienen la moral en piezas, para mostrarla, aunque de su paño jamás corten un traje para cubrir su mediocridad.
 
Son tributarios del séptimo pecado capital: en su impotencia hay pereza. Renuncian la autoridad y conservan la pompa; aquélla podría bruñir el mérito, ésta adorna la vanidad. Gustan de holgar; desisten de hacer lo muy poco que podrían; evitan toda firme labor; se apartan de cualquier combate, declarándose espectadores. Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equivocación; se entregan a los acontecimientos por incapacidad de orientarlos. "Les paresseux - decía Voltaire - ne sont jamais que des gents médiocres, en quelque genre que ce soit".<ref> Los perezoso.perezosos - decía Voltaire - no son más que gente mediocre, de cualquier clase que sea. (N. del E.)</ref> Por detestables que sean los gobernantes, nunca son peores que cuando no gobiernan. El mal que hacen los tiranos es un enemigo visible; la inercia de los poltrones, en cambio, implica un misterioso abandono de la función por el órgano, la acefalía, la muerte de la autoridad por una
caquexia inaccesible a los remedios. Gran inconsciencia es gobernar pueblos cuando la enfermedad o la vejez quitan al hombre el gobierno de sí mismo.