Diferencia entre revisiones de «Crimen y castigo (tr. anónima)/Sexta Parte/Capítulo IV»

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|[[Fiódor Dostoyevski]]}}
 
Sin‑Sin duda sabe usted..., sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo ‑dijo Svidrigailof, iniciando su relato‑, que estuve en la cárcel por deudas, una deuda cuantiosa que me era absolutamente imposible pagar. No quiero entrar en detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe usted cómo puede trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una mujer honesta y bastante inteligente, aunque de una completa incultura. Esta mujer celosa y honesta, tras varias escenas llenas de violencia y reproches, cerró conmigo una especie de contrato que observó escrupulosamente durante todo el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo. Yo tuve la vileza, y también la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a guardarle una fidelidad absoluta. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Sin duda pensó: «Esta confesión anticipada demuestra que no tiene el propósito de engañarme.» Lo cual era importantísimo para una mujer celosa.
 
»Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal:
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»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotia Romanovna es extraordinariamente, exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva inteligencia, y que tal vez le perjudique). Así las cosas, una campesina de ojos negros, Paracha, vino a servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros. Aunque muy bonita, era increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que esta chica llenó la casa produjeron un verdadero escándalo.
 
»Un día, después de comer, Avdotia Romanovna me llevó a un rincón del jardín y me exigió la promesa de que dejaría tranquila a la pobre Paracha. Era la primera vez que hablábamos a solas. Yo, como es natural, me apresuré a doblegarme a su petición ae hice todo lo posible por aparecer conmovido y turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de entonces tuvimos frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me suplicaba con lágrimas en los ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que cambiara de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas muchachas en su deseo de catequizar. Yo achacaba todos mis errores al destino, me presentaba como un hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al corazón de las mujeres, un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es siempre de efecto seguro. Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo más difícil de mantener que la franqueza ni nada más cómodo que la adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se produce inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la adulación, a pesar de su falsedad, resulta siempre agradable y es recibida con placer, un placer vulgar si usted quiere, pero que no deja de ser real.
 
»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra una parte de verdad. Esto es así para todas las esferas sociales y todos los grados de la cultura. Incluso la más pura vestal es sensible a la adulación. De la gente vulgar no hablemos. No puedo recordar sin reírme cómo logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia. ¡Qué fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa, por lo menos a su modo. Mi táctica consistió en humillarme ante ella e inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato y, apenas obtenía un apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo amargamente de habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que jamás habría logrado nada de ella sin mi desvergüenza y mi osadía. Le decía que, en su inocencia, no podía prever mis bribonadas, que había caído en la trampa sin darse cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un simple azar. No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de que ella había ido en busca del placer exactamente igual que yo.