Diferencia entre revisiones de «Crimen y castigo: Quinta Parte: Capítulo I»
sin resumen de edición
Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. Su afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno de esos innumerables pobres hombres, de esos testarudos ignorantes que se apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y desacreditarla en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad.
Digamos además que Lebeziatnikof, a pesar de su buen carácter, empezaba también a no poder soportar a su huésped y antiguo tutor Piotr Petrovitch: la antipatía había surgido espontánea y recíprocamente por ambas partes. Por poco perspicaz que fuera, Andrés Simonovitch se había dado cuenta de que Piotr Petrovitch no era sincero con él y le despreciaba secretamente; en una palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Lujine aparentaba ser. Había intentado exponerle el sistema de
Digamos de paso que Piotr Petrovitch, al instalarse en casa de Lebeziatnikof, sobre todo en los primeros días, aceptaba de buen grado los cumplimientos, verdaderamente extraños, de su patrón, o, por lo menos, no protestaba cuando Andrés Simonovitch le consideraba dispuesto a favorecer el establecimiento de una nueva commune en la calle de los Bourgeois, o a consentir que Dunetchka tuviera un amante al mes de casarse con ella, o a comprometerse a no bautizar a sus hijos. Le halagaban de tal modo las alabanzas, fuera cual fuere su condición, que no rechazaba estos cumplimientos.
Piotr Petrovitch, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de decir, volvió a sus cuentas.
‑Eso son estúpidas calumnias ‑replicó Andrés Simonovitch, que temía que este incidente se divulgara‑. Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho menos! lo que le han contado es una verdadera calumnia. Yo no hice más que defenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi me arranca una patilla... Yo considero que los hombres tenemos derecho a defendernos. Por otra parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre
Lujine dejó escapar su risita sarcástica.
‑Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle comprender que todos esos pudores son absurdos.¡Je, je, je!
‑¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro...! ¡Oh, qué sentido tan grosero y, perdóneme, tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted todavía, Dios mío! Nosotros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas cosas... Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo. Ella expresa de este modo su libertad de acción, que es el único derecho que puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a decirme: «Te quiero», yo me sentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me limito a esperar y confiar.
‑Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha pensado en ello.
Andrés Simonovitch se enfureció.
‑¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en...
‑Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
‑Sí, está muy bien... Dios se lo... ‑balbuceó Sonia sin apartar los ojos de Piotr Petrovitch.
‑La cosa es posible, sí, pero... dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de empezar hoy mismo. Nos volveremos a ver al atardecer, y entonces podremos establecer las bases del negocio, por decirlo así. Venga a eso de las siete. Confío en que Andrés Simonovitch querrá acompañarnos... Pero hay un punto que desearía tratar con usted previamente con toda seriedad. Por eso principalmente me he permitido llamarla, Sonia Simonovna. Yo creo que el dinero no debe ponerse en manos de Catalina Ivanovna. La comida de hoy es buena prueba de ello. No teniendo, como quien dice, un pedazo de pan para mañana, ni zapatos que ponerse, ni nada, en fin, hoy ha comprado ron de Jamaica, e incluso creo que café y vino de
‑Pues... no sé... Ella es así sólo hoy..., una vez en la vida... Tenía en mucho poder honrar la memoria... Pero es muy inteligente. Además, usted puede hacer lo que le parezca, y yo le quedaré muy... muy..., y todos ellos también... Y Dios le...
Sonia no pudo terminar: se lo impidió el llanto.
‑Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos ‑repuso Lujine, que parecía preocupado por decir algo‑ y porque tampoco quiero educar hijos de los que no seria yo el padre, como ocurre con frecuencia en las uniones libres que usted predica.
‑¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? ‑exclamó Andrés Simonovitch, estremeciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín‑. Desde luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen ahora. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no admiten nada de lo que concierne a la familia... Pero ya hablaremos de eso más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos...! ¿Por qué? Eso es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del matrimonio legal, su correctivo, por decirlo así..., un acto de protesta... Mirados desde este punto de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez..., aunque esto sea una suposición absurda..., si alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mujer: «Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora
Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikof no tardó en notar, además de leer la preocupación en su semblante.
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