Diferencia entre revisiones de «Crimen y castigo: Cuarta Parte: Capítulo I»
sin resumen de edición
‑Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.
‑Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena ‑repuso Svidrigailof en un tono seco y un tanto altivo‑. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? ‑terminó entre risas.
‑Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?
‑¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?
‑Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar.
‑De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
‑¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir -murmuró Svidrigailof, pensativo.
«¿Será sincero?», pensó Raskolnikof.
‑No, el pagaré no me preocupó en ningún momento ‑dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido‑. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad... Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.
‑Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»
‑¿Qué quiere decir eso de «él mismo»? ‑exclamó Raskolnikof‑. ¿A qué se refiere usted?
‑Pues no lo sé ‑respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.
»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú... Una bonita muchacha.
»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro
»‑¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?
‑Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?
‑No... Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!»
‑Usted debe ir al médico.
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
‑Yo no creo en la vida futura ‑replicó Raskolnikof.
«Está loco», pensó Raskolnikof.
‑Nos imaginamos la eternidad
Raskolnikof experimentó una sensación de malestar.
‑Realmente está usted loco ‑exclamó Raskolnikof, menos irritado que sorprendido‑. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?
‑Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido
Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
‑Basta ya ‑dijo Raskolnikof‑. Su proposición es de una insolencia imperdonable.
‑No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a
‑Es muy posible.
|