Diferencia entre revisiones de «El tulipán negro/Capítulo III»

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Capítulo III: El discípulo de Jean De Witt|[[Alejandro Dumas]]}}
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Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería de De Tilly.
 
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Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.
 
A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.<br>
 
-¿Quién aparece en el balcón? -preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, q ue parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre ella.<br>
-¿Quién aparece en el balcón? -preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre ella.
-Es el diputado Bowelt -explicó el oficial.<br>
 
-¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?<br>
-Es el diputado Bowelt -explicó el oficial.
 
-¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?
 
-Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.
 
El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir:<br>
 
-Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de Bowelt.<br>
-Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de Bowelt.
-Hombre valiente -repitió el que era llamado monseñor-. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?<br>
 
-¡Ah!, Monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.<br>
-Hombre valiente -repitió el que era llamado monseñor-. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?
 
-¡Ah!, Monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.
 
-Al grano -murmuró el joven-, esperemos, y vamos a ver.
 
El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.<br>
 
-Si ese Bowelt es un hombre valiente -continuo Su Alteza-, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.
 
Y el movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.
 
Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.<br>
 
-Señores -repitió por segunda vez De Bowelt-, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.<br>
-Señores -repitió por segunda vez De Bowelt-, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decisión por mí mismo.
 
-¡La orden! ¡La orden! - gritaron varios millares de gargantas.
 
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D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.
 
Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'Asperen.<br>
 
-Vamos -dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet- parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a oírla.<br>
-Vamos -dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet- parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a oírla.
-¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!<br>
 
-¿A qué?<br>
-¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!
-Entre esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra Alteza.<br>
 
-Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón -dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos-. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.<br>
-¿A qué?
-Pero -observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor- Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?<br>
 
-¿Por qué? -preguntó fríamente el joven.<br>
-Entre esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra Alteza.
-Porque si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille y Jean de Witt.<br>
 
-Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón -dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos-. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.
 
-Pero -observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor- Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?
 
-¿Por qué? -preguntó fríamente el joven.
 
-Porque si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille y Jean de Witt.
 
-Ya veremos -respondió fríamente Su Alteza-. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.
 
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En cabeza del primer grupo, volaba, más que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.
 
Era el cirujano Tyckelaer.<br>
 
-¡La tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.<br>
-¡La tenemos! ¡La tenemos! -gritó agitando un papel en el aire.
-¡Tienen la orden! - murmuró el oficial estupefacto.<br>
 
-¡Tienen la orden! - murmuró el oficial estupefacto.
 
-¡Y bien! Ya me he fijado -dijo tranquilamente Su Alteza-. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo otro.
 
Luego, mientras seguía con la mirada, sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:<br>
 
-Ahora venid a la Buytenhoff, coronel; creo que vamos a ver un extraño espectáculo.
 
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Pronto oyó el conde el rumor creciente originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se precipita.
 
Al mismo tiempo, vio el papel que flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas resplandecientes.<br>
 
-¡Eh! -exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada-. Creo que los miserables han conseguido su orden.<br>
-¡Eh! -exclamó levantándose sobre sus estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada-. Creo que los miserables han conseguido su orden.
 
-¡Cobardes bribones! -gritó el teniente.
 
Era en efecto la orden, que la compañía de burgue sesburgueses recibió con rugidos de alegría. Enseguida se puso en movimiento y marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los jinetes del conde De Tilly.
 
Pero el conde no era hombre que les dejara aproximarse más de lo conveniente.
 
-¡Alto! -gritó-. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.
 
Pero el conde no era hombre que les dejara aproximarse más de lo conveniente.<br>
-¡Alto! -gritó-. ¡Alto! Y separaos del pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.<br>
-¡Aquí está la orden! -respondieron cien voces insolentes.
 
La cogió con estupor, lanzó por encima una ojeada rápida, y en voz alta dijo:
 
-Los que han firmado esta orden son los verdaderos verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden -y rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió-: Un momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.
 
Plegó el papel y lo metió con cuidado en el bolsillo de su casaca. Luego, volviéndose hacia su tropa, gritó:<br>
 
-¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la derecha!
 
Luego, a media voz, y no obstante, de forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:<br>
 
-Y ahora, asesinos, realizad vuestro trabajo.
 
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Como se ve, Jean de Witt no había exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apremiaba a salir.
 
Corneille descendió, pues, apoyado en el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio. Al pie de la escalera halló a la bella Rosa toda temblorosa.<br>
 
-¡Oh, Mynheer Jean! -exclamó-. ¡Qué desgracia!<br>
-¡Oh, Mynheer Jean! -exclamó-. ¡Qué desgracia!
-¿Qué ocurre, hija mía? -preguntó De Witt.<br>
 
-Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.<br>
-¿Qué ocurre, hija mía? -preguntó De Witt.
-¡Oh! ¡Oh! -exclamó Jean-. En efecto, hija mía, si los jinetes se van, la posición es mala para nosotros.<br>
 
-Si me atreviera a daros un consejo... -aventuró la joven temblando.<br>
-Dicen que han ido a buscar a la Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.
-Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?<br>
 
-¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.<br>
-¿Y¡Oh! por¡Oh! qué-exclamó Jean-. En efecto, yahija quemía, si los jinetes dese van, Dela Tillyposición permanecenes enmala supara puesto?<br>nosotros.
 
-Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.<br>
-Si me atreviera a daros un consejo... -aventuró la joven temblando.
-Sin duda.<br>
 
-¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?<br>
-Dalo, hija mía. ¿Qué habría de asombroso que Dios me hablara por tu boca?
-No.<br>
 
-¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis sobrepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.<br>
-¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no saldría por la calle. Mayor.
-Pero ¿y la guardia burguesa?<br>
 
-¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.<br>
-¿Y por qué, ya que los jinetes de De Tilly permanecen en su puesto?
-¿Qué hacer, entonces?<br>
 
-En vuestro lugar, Mynheer Jean -continuó tími damente la joven-, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.<br>
-Sí, pero mientras no sea revocada, la orden es de quedarse delante de la prisión.
-Pero mi hermano no podrá caminar -objetó Jean.<br>
 
-Lo intentaré -respondió Corneille con una expresión sublime de firmeza.<br>
-Sin duda.
-Pero ¿no tenéis vuestro coche? -preguntó la joven.<br>
 
-El coche está en el umbral de la gran puerta.<br>
-¿Tenéis una orden para que os acompañen hasta las afueras de la ciudad?
 
-No.
 
-¡Pues bien! Desde el momento en que hayáis sobrepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.
 
-Pero ¿y la guardia burguesa?
 
-¡Oh! La guardia burguesa es la más enfurecida.
 
-¿Qué hacer, entonces?
 
-En vuestro lugar, Mynheer Jean -continuó tími damente la joven-, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.
 
-Pero mi hermano no podrá caminar -objetó Jean.
 
-Lo intentaré -respondió Corneille con una expresión sublime de firmeza.
 
-Pero ¿no tenéis vuestro coche? -preguntó la joven.
 
-El coche está en el umbral de la gran puerta.
 
-No -replicó la joven-. Pensé que vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a esperaros en la poterna.
 
Los dos hermanos se miraron con ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su reconocimiento, se concentró sobre la joven.<br>
 
-Ahora -dijo el ex gran pensionario- queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.<br>
-Ahora -dijo el ex gran pensionario- queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.
-¡Oh, no! -exclamó Rosa-. No querrá.<br>
 
-¡Y bien! ¿Entonces?<br>
-¡Oh, no! -exclamó Rosa-. No querrá.
-Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cárcel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.<br>
 
-¿Y la tienes?<br>
-¡Y bien! ¿Entonces?
-Aquí está, Mynheer Jean.<br>
 
-Hija mía -dijo Corneille-, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.<br>
-Entonces, yo he previsto su negativa y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cárcel con un jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.
-Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás -respondió la joven.<br>
 
-¿Y la tienes?
 
-Aquí está, Mynheer Jean.
 
-Hija mía -dijo Corneille-, no tengo nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que te traiga la felicidad.
 
-Gracias, Mynheer Corneille, no me abandonará jamás -respondió la joven.
 
Luego para sí misma y suspirando, añadió:
 
-¡Qué desgracia que no sepa leer!
 
-Los clamores se están redoblando, hija mía - dijo Jean-. Creo que no hay un instante que perder.
 
Luego para sí misma y suspirando, añadió:<br>
-¡Qué desgracia que no sepa leer!<br>
-Los clamores se están redoblando, hija mía - dijo Jean-. Creo que no hay un instante que perder.<br>
-Venid, pues - invitó la bella frisona, y por un pasillo interior cond ujo a los dos hermanos al lado opuesto de la prisión.
 
Siempre guiados por Rosa, descendieron una escalera de una docena de peldaños, atravesaron un pequeño patio de murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con el estribo bajado.<br>
 
-¡Eh! De prisa, de prisa, mis amos, ¿los oís? - gritó el cochero asustado.
 
Pero después de haber hecho subir a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.<br>
 
-Adiós, hija mía –dijo-. Todo lo que pudiéramos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te recomendaremos a Dios, que recordará que acabas de salvar la vida de dos hombres, como espero.
 
Rosa cogió la mano que le tendía el ex gran pensionario y la besó respetuosamente.<br>
 
-Marchaos -apremió-, marchaos; se diría que están hundiendo la puerta.
 
Jean de Witt subió precipitadamente al coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gritando:<br>
 
-¡A la Tol-Hek!
 
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Por sólida que fuera, y aunque el carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le tiraban suavemente del vestido.
 
Se volvió y vio a Rosa.<br>
 
-¿Oyes a esos furiosos? -dijo.<br>
-¿Oyes a esos furiosos? -dijo.
-Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar. ..<br>
 
-Abrirías, ¿verdad?<br>
-Les oigo tan bien, padre mío, que en vuestro lugar...
-No, les dejaría hundir la puerta.<br>
 
-Pero van a matarme.<br>
-Abrirías, ¿verdad?
-Sí, si os ven.<br>
 
-¿Cómo quieres tú que no me vean?<br>
-No, les dejaría hundir la puerta.
-Escondeos.<br>
 
-¿Dónde?<br>
-Pero van a matarme.
-En el calabozo secreto.<br>
 
-Pero ¿y tú, hija mía?<br>
-Sí, si os ven.
-Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.<br>
 
-¿Cómo quieres tú que no me vean?
 
-Escondeos.
 
-¿Dónde?
 
-En el calabozo secreto.
 
-Pero ¿y tú, hija mía?
 
-Yo, padre mío, descenderé con vos. Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!, saldremos de nuestro escondite.
 
-Tienes razón, pardiez -exclamó Gryphus-. Resulta asombroso -añadió- cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.
 
Pronto, la puerta se estremeció con gran alegría del populacho.<br>
 
-Venid, venid, padre mío -apremió Rosa abriendo una pequeña trampilla.<br>
-Venid, venid, padre mío -apremió Rosa abriendo una pequeña trampilla.
-Pero ¿y nuestros prisioneros? -preguntó Gryphus.<br>
 
-Pero ¿y nuestros prisioneros? -preguntó Gryphus.
 
-Dios velará por ellos, padre mío -contestó la joven-. Permitidme velar por vos.
 
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Por lo demás, este calabozo al que Rosa hacía descender a su padre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los dos personajes, a los que nos vemos forzados a abandonar por unos instantes, un refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a veces encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna revuelta o algún rapto.
 
El pueblo se precipitó en la prisión gritando:<br>
 
-¡Muerte a los traidores! ¡A la horca Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!
 
 
 
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