Diferencia entre revisiones de «Las metamorfosis: Libro III»

Contenido eliminado Contenido añadido
'''Página nueva''': ==Libro tercero== ===Cadmo=== Y ya el dios, dejada del falaz toro la imagen, él se había confesado, y los dicteos campos tenía; cuando su padre, de ello ignora...
 
Línea 142:
siempre de aguardar el hombre ha, y decirse dichoso
antes de su óbito nadie, y de sus supremos funerales, debe.
 
==Diana y Acteón===
La primera tu nieto, entre tantas cosas para ti, Cadmo, propicias,
causa fue de luto, y unos ajenos cuernos a su frente
añadidos; y vosotras, canes saciadas de una sangre dueña vuestra. 140
Mas, bien si buscas, de la fortuna un crimen en ello,
no una abominación hallarás, pues, ¿qué abominación un error tenía?
El monte estaba infecto de la matanza de variadas fieras,
y, ya el día mediado, de las cosas había contraído las sombras,
y el sol por igual de sus metas distaba ambas, 145
cuando el joven, por desviadas guaridas a los que vagaban,
a los partícipes de sus trabajos, con plácida boca llama, el hiantio:
«Los linos chorrean, compañeros, y el hierro, de crúor de fieras,
y fortuna el día tuvo bastante. La siguiente Aurora
cuando, transportada por sus zafranadas ruedas, la luz reitere, 150
el propuesto trabajo retomaremos; ahora Febo de ambas
tierras lo mismo dista, y hiende con sus vapores los campos.
Detened el trabajo presente y nudosos levantad los linos».
Las órdenes los hombres hacen e interrumpen su labor.
Un valle había, de píceas y agudo ciprés denso, 155
por nombre Gargafie, a la ceñida Diana consagrado,
del cual en su extremo receso hay una caverna boscosa,
por arte ninguna labrada: había imitado al arte
con el ingenio la naturaleza suyo, pues, con pómez viva
y leves tobas, un nativo arco había trazado. 160
Un manantial suena a diestra, por su tenue onda perlúcido,
y por una margen de grama estaba él en sus anchurosas aberturas ceñido.
Aquí la diosa de las espesuras, de la caza cansada, solía
sus virgíneos miembros con líquido rocío regar.
El cual después que alcanzó, de sus ninfas entregó a una, 165
la armera, su jabalina y su aljaba y sus arcos destensados.
Otra ofreció al depuesto manto sus brazos.
Las ligaduras dos de sus pies quitan; pues más docta que ellas
la isménide Crócale, esparcidos por el cuello sus cabellos,
los traba en un nudo, aunque los había ella sueltos. 170
Recogen licor Néfele y Híale y Ránide,
y Psécade, y Fíale, y lo vierten en sus capaces urnas.
Y mientras allí se lava la Titania en su acostumbrada linfa,
he aquí que el nieto de Cadmo, diferida parte de sus labores,
por un bosque desconocido con no certeros pasos errante, 175
llega a esa floresta: así a él sus hados lo llevaban.
El cual, una vez entró, rorantes de sus manantiales, en esas cavernas,
como ellas estaban, desnudas sus pechos las ninfas se golpearon
al verle un hombre, y con súbitos aullidos todo
llenaron el bosque, y a su alrededor derramadas a Diana 180
con los cuerpos cubrieron suyos; aun así, más alta que ellas
la propia diosa es, y hasta el cuello sobresale a todas.
El color que, teñidas del contrario sol por el golpe,
el de las nubes ser suele, o de la purpúrea aurora,
tal fue en el rostro, vista sin vestido, de Diana. 185
La cual, aunque de las compañeras por la multitud rodeada suyas,
a un lado oblicuo aun así se estuvo y su cara atrás
dobló y, aunque quisiera prontas haber tenido sus saetas,
las que tuvo, así cogió aguas y el rostro viril
regó con ellas, y asperjando sus cabellos con vengadoras ondas, 190
añadió estas, del desastre futuro prenunciadoras, palabras:
«Ahora para ti, que me has visto dejado mi atuendo, que narres
-si pudieras narrar- lícito es». Y sin más amenazar,
da a su asperjada cabeza del vivaz ciervo los cuernos,
da espacio a su cuello y lo alto aguza de sus orejas, 195
y con pies sus manos, con largas patas muta
sus brazos, y vela de maculado vellón su cuerpo;
añadido también el pavor le fue. Huye de Autónoe el héroe,
y de sí, tan raudo, en la carrera se sorprende misma.
Pero cuando sus rasgos y sus cuernos vio en la onda: 200
«Triste de mí», a decir iba: voz ninguna le siguió.
Gimió hondo: su voz aquélla fue, y lágrimas por una cara
no suya fluyeron; su mente solamente prístina permaneció.
¿Qué haría? ¿Volvería, pues, a su casa y a sus reales techos,
o se escondería en los bosques? El temor esto, el pudor le impide aquello. 205
Mientras duda, lo vieron los canes, y el primero Melampo
e Icnóbates el sagaz con su ladrido señales dieron:
gnosio Icnóbates, de la espartana gente Melampo.
Después se lanzan los otros, que la arrebatadora brisa más rápido,
Pánfago y Dorceo y Oríbaso, árcades todos, 210
y Nebrófono el vigoroso y el atroz, con Lélape, Terón,
y por sus pies Ptérelas, y por sus narices útil Agre,
e Hileo el feroz, recién golpeado por un jabalí,
y de un lobo concebida Nape, y de ganados perseguidora
Pémenis, y de sus nacidos escoltada Harpía dos, 215
y atados llevando sus ijares el sicionio Ladón,
y Dromas y Cánaque y Esticte y Tigre y Alce,
y de níveos Leucón, y de vellos Ásbolo negros,
y el muy vigoroso Lacón, y en la carrera fuerte Aelo,
y Too y veloz, con su chipriota hermano, Licisca, 220
y en su negra frente distinguido en su mitad con un blanco,
Hárpalo, y Melaneo, e hirsuta de cuerpo Lacne,
y de padre dicteo pero de madre lacónide nacidos
Labro y Agriodunte, y de aguda voz Hiláctor,
y cuantos referir largo es: esa multitud, con deseo de presa, 225
por acantilados y peñas y de acceso carentes rocas,
y por donde quiera que es difícil, o por donde no hay ruta alguna, le persiguen.
Él huye por los lugares que él había muchas veces perseguido,
ay, de los servidores huye él suyos. Gritar ansiaba:
«¡Acteón yo soy, al dueño conoced vuestro!». 230
Palabras a su ánimo faltan: resuena de ladridos el éter.
Las primeras heridas Melanquetes en su espalda hizo,
las próximas Teródamas, Oresítropo prendióse en su antebrazo:
más tarde había salido, pero por los atajos del monte
anticipada la ruta fue; a ellos, que a su dueño retenían, 235
la restante multitud se une y acumula en su cuerpo sus dientes.
Ya lugares para las heridas faltan; gime él, y un sonido,
aunque no de un hombre, cual no, aun así, emitir pueda
un ciervo, tiene, y de afligidas quejas llena los cerros conocidos,
y con las rodillas inclinadas, suplicante, semejante al que ruega, 240
alrededor lleva, tácito, como brazos, su rostro.
Mas sus compañeros la rabiosa columna con sus acostumbrados apremios,
ignorantes, instigan, y con los ojos a Acteón buscan,
y, como ausente, a porfía a Acteón llaman
-a su nombre la cabeza él vuelve- y de que no esté se quejan 245
y de que no coja, perezoso, el espectáculo de la ofrecida presa.
Querría no estar, ciertamente, pero está, y querría ver,
no también sentir, de los perros suyos los fieros hechos.
Por todos lados le rodean, y hundidos en su cuerpo los hocicos
despedazan a su dueño bajo la imagen de un falso ciervo, 250
y no, sino terminada por las muchas heridas su vida,
la ira se cuenta saciada, ceñida de aljaba, de Diana.