Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo VII»

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'''<center>LA MEDIOCRACIA </center>
 
<center>[[El hombre mediocre: 8#I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD|I. El clima de la mediocridad.]] - [[El hombre mediocre: 8#II. LA PATRIA|II. La patria.]] - [[El hombre mediocre: 8#III. LA POLITICA DE LAS PIARAS|III. La política de las piaras.]] - [[El hombre mediocre: 8#IV. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA|IV. Los arquetipos de la mediocracia.]] - [[El hombre mediocre: 8#V. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO |V. La aristocracia del mérito.]]</center>
 
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Es natural que muera con cada uno su piara: túrnanse muchas en cada era de penumbra. La mediocracia las tira como viejos naipes cuyas cartas ya están marcadas por los tahúres, entrando a tallar con otros nuevos, ni mejores ni peores. Los dignos, ajenos a la partida cuyas trampas ignoran, se apartan de todas las camarillas que medran a la sombra de la patria; cultivan sus ideales y encienden una chispa de ellos como pueden., esperando otro clima moral o preparándolo. Y no manchan sus labios nombrando a los arquetipos: sería, acaso, inmortalizarlos.
 
 
===='''<center>V. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO </center>====
 
 
El progresivo advenimiento de la democracia, permitiendo la igualdad de los demás, ¿ha dificultado la culminación de los mejores? Es indiferente que se trate de monarquíaso de repúblicas; el siglo XIX comenzó a unificar la esencia de los regímenes políticos, nivelando todos los sistemas, aburguesándolos.
 
Un pensador eminente glosó esta verdad: la mediocracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es un soliloquio magnífico, una voz de la naturaleza en que habla toda una nación o una raza, ¿no es un privilegio excesivo -se pregunta- que uno ahueque la voz en nombre de todos? La democracia reniega de tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos divinos. Lo que antes fue Verbo en el genio, tórnase ahora palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. La civilización parece concurrir a ese lento y progresivo destierro del hombre extraordinario, ensanchando e iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, era justo que uno lo hiciese por todos: facultad expuesta a peligrosos excesos. Pero el hombre providencial va siendo innecesario a medida que los más piensan y quieren. "En tanta difusión de la soberanía: ¿qué necesidad hay de grandes epopeyas pensadas, realizadas o escritas? Ésa parece, transitoriamente, la fórmula del nivelamiento, y podría traducirse así: en la medida en que se difunde el régimen democrático restríngese la función de los hombres superiores.
 
Sería una verdad inconcusa, definitiva, si el devenir igualitario fuese una orientación natural de la historia y si, en caso de serlo, se efectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni lo será, según parece. La naturaleza se opone a toda nivelación, viendo en la igualdad la muerte; las sociedades humanas, para su progreso moral y estructural, necesitan del genio más que del imbécil y del talento más que de la mediocridad. La historia no confirma la presunción igualitaria: no suprime a Leonardo para endiosar a Panza ni aplasta a Bertoldo para adorar a Goethe. Unos y otros tienen su razón de vivir, ni prospera el uno en el clima del otro. El genio en su oportunidad, es tan ¡reemplazable como el mediocre en la propia; mil, cien mil mediocres no harían entonces lo que un genio. Cooperan a su obra los idealistas que les preceden o siguen; nunca los conservadores, que son sus enemigos naturales, ni las masas rutinarias, que pueden ser su instrumento, pero no su guía.
 
Es irónico repetir que los Estados no necesitan nunca el gobernante genial. El culto del gobernante adocenado, pero honesto, es propio de mercaderes que temen al malo, sin concebir al superior. ¿Por qué la historia renegaría del genio, del santo y del héroe? En las horas solemnes los pueblos todo lo esperan de los grandes hombres; en las épocas decadentes bastan los vulgares. Hay un clima que excluye al genio y busca al fatuo; en la chatura crepuscular, mientras las academias se pueblan de miopes y de funcionarios, gobiernan el Estado los charlatanes o los pollipavos. Pero hay otro clima en que ellos no sirven; entonces cuájase de astros el horizonte. En la borrasca toma el timón un Sarmiento y pilotea un pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira lejos un Ameghino y descubre fragmentos de alguna Verdad en formación. Y todavía varía en sus dominios; fórmase en su rededor, como el halo en torno de los astros, una particular atmósfera donde su palabra resuena y su chispa ilumina: es el clima del genio. Y uno solo piensa y hace: marca un evo.
 
Al que dice "Igualdad o muerte", replica la naturaleza "la igualdad es la muerte". Aquel dilema es absurdo. Si fuera posible una constante nivelación, si hubieran sucumbido alguna vez todos los, individuos diferenciales, los originales, la humanidad no existiría. No habría podido existir como término culminante de la serie biológica. Nuestra especie ha salido de las precedentes como resultado de la selección natural; sólo hay evolución donde pueden seleccionarse las variaciones de los individuos. Igualar todos los hombres sería negar el progreso de la especie humana. Negar la civilización misma.
 
Queda el hecho actual y contingente: el advenimiento progresivo del régimen democrático, en las monarquías y en las repúblicas, ¿ha favorecido su descenso público durante el último siglo?
 
Prácticamente la democracia ha sido una ficción, hasta ahora. Es una mentira de algunos que pretenden representar a todos. Aunque en ella creyeran por momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie más infiel que los poetas idealistas al verbo de la equivalencia universal; los más son abiertamente hostiles. Otra es la posición del problema. Es sencilla.
 
Hasta ahora no ha existido una democracia efectiva. Los regímenes que adoptaron tal nombre fueron ficciones. Las pretendidas democracias de todos los tiempos han sido confabulaciones de profesionales para aprovecharse de las masas y excluir a los hombres eminentes. Han sido siempre mediocracias. La premisa de su mentira fue la existencia de un "pueblo" capaz de asumir la soberanía del Estado. No hay tal: las masas de pobres e ignorantes no han tenido, hasta hoy, aptitud para gobernarse: cambiaron de pastores.
 
Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho individualistas y partidarios de la selección natural: perseguían la aristocracia del mérito contra los privilegios de las castas. La igualdad es un equívoco o una paradoja, según los casos. La democracia ha sido un espejismo, como todas las abstracciones que pueblan la fantasía de los ilusos o forman el capital de los mendaces. El pueblo ha estado ausente de ella.
 
Las castas aristocráticas no son mejores; en ellas hay, también, crisis de mediocridad y tórnanse mediocracias, Los demócratas persiguen la justicia para todo y se equivocan buscándola en la igualdad; los aristócratas buscan el privilegio para los mejores y acaban por reservarlo a los más ineptos. Aquéllos borran el mérito en la nivelación; éstos lo burlan atribuyéndolo a una clase. Unos y otros son, de hecho, enemigos de toda selección natural. Tanto da que el pueblo sea domesticado por banderías de blasonados o de advenedizos: en ambas están igualmente proscritos la dignidad y los ideales. Así como las tituladas democracias no lo son, las pretendidas aristocracias no pueden serlo. El mérito estorba en las Cortes lo mismo que en las Tabernas.
 
Toda aristocracia pudo ser selectiva en su origen, suele serlo; es respetable el que inicia con sus méritos una alcurnia o un abolengo. Es evidente la desigualdad humana en cada tiempo y lugar; hay siempre hombres y sombras. Los hombres que guían a las sombras son la aristocracia natural de su tiempo y su derecho es indiscutible. Es justo, porque es natural. En cambio, es ridículo el concepto de las aristocracias tradicionales: conciben la sociedad como un botín reservado a una casta, que usufructúa sus beneficios sin estar compuesta por los mejores hombres de su tiempo. ¿Por qué los deudos, familiares y lacayos de los que fueron otrora los más aptos seguirán participando de un poder que no han contribuido a crear? ¿En nombre de la herencia?
 
Si las aptitudes se heredan, ese privilegio les resulta inútil y podrían renunciarlo; si no se hereda, es injusto y deben perderlo. Conviene que lo pierdan. Toda nobleza hereditaria es la antítesis de una aristocracia natural; con el andar del tiempo resulta su más vigoroso obstáculo.
 
El derecho divino que invocan los unos, es mentira; lo mismo que los derechos, del hombre, invocados por los otros. Aristarcos y demagogos son igualmente mediocres y obstan a la selección de las aptitudes superiores, nivelando toda originalidad, cohibiendo todo ideal.
Una concesión podría hacerse. Los países sin castas aristocráticas son más propicios a la mediocrización; en ellos se constituyen oligarquías de advenedizos, que tienen todos los defectos y las presunciones de la nobleza, sin poseer sus cualidades. En su improvisación fáltales la mentalidad del gran señor, compuesta por atributos que fincan en una cultura de siglos: hay, sin duda, gentes de calidad y hombres que tienen clase, como los caballos de carrera. Son más esquivos al rebajamiento. En sus prejuicios la dignidad puede tener más parte que en los del advenedizo. Es una diferencia que los preserva de muchos envilecimientos. ¿Es preferible obedecer a castas que tienen la rutina del mando o a pandillas minadas por hábitos de servidumbre?
 
El privilegio tradicional de la sangre irrita a los demócratas y el privilegio numérico del voto repugna a los aristócratas. La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da la urna electoral. La peor manera de combatir la mentira democrática sería aceptar la mentira aristocrática; en los dos casos trátase de idénticas ineptitudes con distinta escarapela. Las masas inferiores -que podrían ser el "pueblo"-y los hombres excelentes de cada sociedad -que son la "aristocracia natural"- suelen permanecer ajenos a su estrategia.
 
Entre los demócratas embalumados de igualdad caben audaces lacayos que pretenden suplantar a sus amos con la ayuda de turbas fanatizadas; entre los aristócratas enmohecidos de tradición caben vanidosos que ansían reducir a sus sirvientes con la ayuda de los hombres de mérito. La historia se repite siempre: las masas y los idealistas son víctimas propiciatorias en esas disputas entre señores feudales y burgueses de levita.
 
La degeneración mediocrática, que caracteriza Faguet como un "culto de la incompetencia", no depende del régimen político, sino del clima moral de las épocas decadentes. Cura cuando desaparecen sus causas; nunca por reformas legislativas, que es absurdo esperar de los propios beneficiarios. En vano son ensayadas por los tontos o simuladas por los bribones: las leyes no crean un clima. El derecho efectivo es una resultante concreta de la moral.
 
La apasionada protesta de los idealistas puede ser un grito de alarma, lanzado en la sombra; pero el ensueño de enaltecer una democracia resulta ilusorio en las épocas de domesticidad moral y de hartazgo. Las facciones prefieren escuchar el falso idealismo de sus fetiches envejecidos, como si en viejos odres pudiera contenerse el vino nuevo. Hay que esperar mejores tiempos, sin pesimismos excesivos, con la certidumbre de que la reacción llega inevitablemente a cierta hora: los hombres superiores la esperan custodiando su dignidad y trabajando para su ideal. Cuando la mediocridad agota los últimos recursos de su incompetencia, naufraga. La catástrofe devuelve su rango al mérito y reclama la intervención del genio.
 
El mismo encallamiento mediocrático contribuye a restaurar, de tiempo en tiempo, las fuerzas vitales de cada civilización. Hay una ‘’vis medicatrix naturae’’ que corrige el abellacamiento de las naciones: la formación intermitente de sucesivas aristocracias del mérito.
 
El privilegio desaparece y la dirección moral de la sociedad vuelve a las manos mejores. Se respeta su legitimidad, se enaltecen esas raras cualidades individuales que implican la orientación original hacia ideales nuevos y fecundos. Todo renacimiento se anuncia por el respeto de las diferencias, por su culto. La mediocridad calla, impotente; su hostilidad tórnase feble, aunque innúmera. Si tuviera voz rebajaría el mérito mismo, otorgándolo a ras, de tierra. De lo útil a todos, no saben decidir los más; nunca fue el rutinario juez del idealista, ni el ignorante del sabio, ni el deshonesto del virtuoso, ni el servil del digno.
 
Toda excelencia encuentra su juez en sí misma. El mérito de cada uno se aquilata en la opinión de sus iguales.
 
Hay aristocracia natural cuando el esfuerzo de las mentes más aptas convergen a guiar los comunes destinos de la nación. No es prerrogativa de los ingenios más agudos, como querrían algunos, en cuyo oído resuena como un eco esa "aristocracia intelectual", que fue la quimera de Renán. En la aristocracia del mérito corresponde tanta parte a la virtud y al carácter como a la misma inteligencia; de otro modo sería incompleta y su esfuerzo ineficaz.
 
Un régimen donde el mérito individual fuese estimado por sobre todas las cosas, sería perfecto. Excluiría cualquier influencia numérica u oligarquía. No habría intereses creados. El voto anónimo tendría tan exiguo valor como el blasón fortuito. Los hombres se esforzarían por ser cada vez más desiguales entre sí, prefiriendo cualquier originalidad creadora a la más tradicional de las rutinas.
 
Sería posible la selección natural y los méritos de cada uno aprovecharían a la sociedad entera. El agradecimiento de los menos útiles estimularía a los favorecidos por la naturaleza. Las sombras respetarían a los hombres. El privilegio se mediría por la eficacia de las aptitudes y se perdería con ellas.
 
Transparente es, pues, el credo que en política podría sugerirnos el idealismo fundado en la experiencia.
 
Se opone a la democracia cuantitativa que busca la justicia en la igualdad: afirmando el privilegio en favor del mérito.
 
Y a la aristocracia oligárquica, que asienta el privilegio en los intereses creados, se opone también: afirmando el mérito como base natural del privilegio.
 
La aristocracia del mérito es el régimen ideal, frente a las dos mediocracias que ensombrecen la historia. Tiene su fórmula absoluta: "la justicia en la desigualdad".