Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo VII»

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===='''<center>I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD </center>====
 
En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se constituyen y cuando se renuevan. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más tarde, luego crisis de consolidación institucional, después vehemencia de expansión o pujanza de energías. Los genios pronuncian palabras definitivas; plasman los estadistas sus planes visionarios; ponen los
héroes su corazón en la balanza del destino.
 
Es, empero, fatal que los pueblos tengan largas intercadencias de encebadamiento. La historia no conoce un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la evolución de una raza. Hay horas de palingenesia y las hay de apatía, con vigilias y sueños, días y noches, primaveras y otoños, en cuyo alternarse infinito se divide la continuidad del tiempo.
 
En ciertos períodos la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los Estados tórnanse mediocracias, que los filólogos inexpresivos preferirían denominar "mesocracias".
 
Entra en la penumbra el culto por la verdad, el afán de admiración, la fe en creencias firmes, la exaltación de ideales, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la virtud y de la dignidad., En un mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por refranes, como discurría Panza; se cree por catecismos, como
predicaba Tartufo; se vive de expedientes, como enseñó Gil Blas. Todo lo vulgar encuentra fervorosos adeptos en los que representan los intereses militantes; sus más encumbrados portavoces resultan esclavos en su clima. Son actores a quienes les está prohibido improvisar: de otro modo romperían el molde a que se ajustan las demás piezas del mosaico.
 
Platón, sin quererlo, al decir de la democracia: "es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos", definió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserva su verdad. En la primera década del siglo XX se ha acentuado la decadencia moral de las clases gobernantes. En cada comarca, una facción de vividores detenta los engranajes del mecanismo oficial, excluyendo de su seno a cuantos desdeñan tener complicidad en sus empresas. Aquí son castas advenedizas, allí sindicatos industriales, acullá facciones de parlaembalde. Son gavillas y se titulan partidos. Intentan disfrazar con ideas su monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para expoliar a la sociedad.
 
Políticos sin vergüenza hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes; pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos pueden hablar, callan los ilustrados; los enriquecidos prefieren escuchar a los más viles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. Eso es la mediocracia: los que nada saben creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta a repetir dogmas o auspiciar voracidades. Esa chatura moral es más grave que la aclimatación de la tiranía; nadie puede volar donde todos se arrastran. Conviénese en llamar urbanidad a la hipocresía, distinción al amaneramiento, cultura a la timidez, tolerancia a la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equívocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella a sus padres y a sus hijos, carcomiendo la dignidad común.
 
En esos paréntesis de alcornocamiento aventúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión de acumular tesoros materiales, o el torpe afán de usufructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias, cualquier ideal parece sospechoso. Los filósofos, los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósfera estorba a sus alas, y dejan de volar. Su presencia mortifica a los traficantes, a todos los que trabajan por lucro, a los esclavos del ahorro o de la avaricia. Las cosas del espíritu son despreciadas; no siéndole propicio el clima, sus cultores son contados; no llegan a inquietar a las mediocracias; están proscritos dentro del país, que mata a fuego lento sus ideales, sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan.
 
Siempre hay mediocres. Son perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. En las épocas de exaltación renovadora muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, se empieza a contar con ellos. Apercíbense entonces de su número, se mancornan en grupos, se arrebañan en partidos. Crece su influencia en la justa medida en que el clima se atempera; el sabio es igualado al analfabeto, el rebelde al lacayo, el poeta al prestamista. La mediocridad se condensa, conviértese en sistema, es incontrastable.
 
Encúmbranse gañanes, pues no florecen genios: las creaciones y las profecías son imposibles si no están en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones. Tras una que ha realizado un gran esfuerzo, arrastrada o conmovida por un genio, la siguiente descansa y se dedica a vivir de glorias pasadas,
conmemorándose sin fe; las facciones dispútanse los manejos administrativos, compitiendo en manosear todos los ensueños. La mengua de éstos se disfraza con exceso de pompa y de palabras; acállase cualquier protesta dando participación en los festines; se proclaman las mejores intenciones y se practican bajezas abominables; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter. Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio a su complicidad, un precio razonable que oscila entre un empleo y una decoración.
 
Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, alguna facción se apodera del engranaje constituido o reformado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archivistas, cuéntanse los funcionarios por legiones: las leyes se multiplican, sin reforzar por ello su eficacia. Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso a toda previsión de nuevos ritmos o de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios. El nivel de los gobernantes desciende hasta marcar el cero; la mediocracia es una confabulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos torpes juntos, no valen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis cantidad alguna, siquiera negativa. Los políticos sin ideal marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conservándose limpios de infamia y de virtud, equidistantes de Nerón y de Marco Aurelio.
 
Una apatía conservadora caracteriza a esos períodos; entibiase la ansiedad de las cosas elevadas, prosperando a su contra el afán de los suntuosos formulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan ejemplares. El concepto del mérito se torna negativo: las sombras son preferibles a los hombres. Se busca lo originariamente mediocre o lo mediocrizado por la senilidad. En vez de héroes, genios o santos, se reclama discretos administradores. Pero el estadista, el filósofo, el poeta, los que realizan, predican y cantan alguna parte de un ideal están ausentes. Nada tienen que hacer.
 
La tiranía del clima es absoluta: nivelarse o sucumbir. La regla conoce pocas expresiones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las virtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el veneno a Sócrates, el leño a Cristo, el puñal a César, el destierro a Dante, la cárcel a Galileo, el fuego a Bruno; y mientras escarnecían a esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña o armando contra ellos algún brazo enloquecido, ofrecían su servidumbre a gobernantes imbéciles o ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. A un precio: que éstas garantizaran a las clases hartas la tranquilidad necesaria para usufructuar sus privilegios.
 
En esas épocas del lenocinio la autoridad es fácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serviles, de retóricos que parlotean pane lucrando, de aspirantes a algún bajalato, de pulchinelas en cuyas conciencias está siempre colgando el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían vivir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civil es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al convertirse en funcionario: no lleva visible la cadena al pie, como el esclavo, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de vivir por su esfuerzo, sin la cebada oficial. Cuando todo se sacrifica a ésta, sobreponiendo los apetitos a las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En vano se busca remedios en la glorificación del pasado. De ese atafagamiento los pueblos no despiertan loando lo que fue, sino sembrando el porvenir.