Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo V»

Contenido eliminado Contenido añadido
+info
+info
Línea 5:
'''<center>LA ENVIDIA </center>
 
<center>[[El hombre mediocre: 6#I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES|I. La pasión de los mediocres.]] - [[El hombre mediocre: 6#II. PSICOLOGíA DE LOS ENVIDIOSOS|II. Psicología de los envidiosos.]] [[El hombre mediocre: 6#III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA|III. Los roedores de la gloria.]] - IV. Una escena dantesca: su castigo.</center>
 
 
Línea 100:
 
La dicha de los fecundos martiriza a los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que los amargan por toda la existencia; este dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción o el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos.
 
 
===='''<center>III. LOS ROEDORES DE LA GLORIA </center>====
 
Todo el que se siente capaz de crearse un destino con su talento y con su esfuerzo está inclinado a admirar el esfuerzo y el talento en los demás; el deseo de la propia gloria no puede sentirse cohibido por el legítimo encumbramiento ajeno. El que tiene méritos, sabe lo que le cuestan y los respeta; estima en los otros lo que desearía se le estimara a él mismo. El mediocre ignora esta admiración abierta: muchas veces se resigna a aceptar el triunfo que desborda las restricciones de su envidia. Pero aceptar no es amar. Resignarse no es admirar.
 
Los espíritus alicortos son malévolos; los grandes ingenios son admirativos. Éstos saben que los dones naturales no se transmutan en talento o en genio sin un esfuerzo, que es la medida de su mérito. Saben que cada paso hacia la gloria ha costado trabajos y vigilias, meditaciones hondas, tanteos sin fin, consagración tenaz, a ese pintor, a ese poeta, a ese filósofo, a ese sabio; y comprenden que ellos han consumido acaso su organismo, envejeciendo prematuramente: y la biografía de los grandes hombres les enseña que muchos renunciaron al reposo o al pan, sacrificando el uno y el otro a ganar tiempo para meditar o a comprar un libro para iluminar sus meditaciones. Esa conciencia de lo que el mérito importa, lo hace respetar. El envidioso, que lo ignora, ve el resultado a que otros llegan y él no, sin sospechar de cuántas espinas está sembrado el camino de la gloria.
 
Todo escritor mediocre es candidato a criticastro. La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su falta de inspiración le induce a rumiar el talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable ultimidad.
 
Los altos ingenios son ecuánimes para criticar a sus iguales, como si reconocieran en ellos una consanguinidad en línea directa; en el émulo no ven nunca un rival. Los grandes críticos son óptimos autores que escriben sobre temas propuestos por otros, como los versificadores con pie forzado; la obra ajena es una ocasión para exhibir las ideas propias. El verdadero crítico enriquece las obras que estudia y en todo lo que toca deja un rastro de su personalidad.
 
Los criticastros son, de instinto, enemigos de la obra: desean achicarla por la simple razón de que ello; no la han escrito. Ni sabrían escribirla cuando el criticado les contestara: hazla mejor. Tienen las manos trabadas por la cinta métrica; su afán de medir a los demás responde al sueño de rebajarlos hasta su propia medida. Son, por definición, prestamistas, parásitos, viven de lo ajeno, pues se limitan a barajar con mano aviesa lo mismo que han aprendido en el libro que desacreditan. Cuando un gran escritor es erudito se lo reprochan como una falta de originalidad; si no lo es, se apresuran a culparlo de ignorancia. Si emplea un razonamiento que usaron otros, le llaman plagiario, aunque señale las fuentes de su sabiduría; si omite señalarlas, por
harto vulgares, lo acusan de improbidad. En todo encuentran motivo para maldecir y envidiar, revelando su interna angustia. Lo que les hace sufrir, en suma, es que otros sean admirados y ellos no.
 
El criticastro mediocre es incapaz de enhilar tres ideas fuera del hilo que la rutina le enhebra; su oronda ignorancia le obliga a confundir el mármol con la chiscarra y la voz con el falsete, inclinándose a suponer que todo escritor original es un heresiarca. Los palurdos darían lo que no tienen por saber escribir un poquito, como para incorporarse a la crítica profesional. Es el sueño de los que no pueden crear. Permite una maledicencia medrosa y que no compromete, hecha de- mendacidad prudente, restringiendo las perversidades para que resulten más agudas, sacando aquí una migaja y dando allí un arañazo, velando todo lo que puede ser objeto de admiración, rebajando siempre con la oculta esperanza de que puedan aparecer a un mismo nivel los críticos y los criticados. El escritor original sabe que atormenta a los mediocres, aguijoneándoles esa pasión que los enferma ante el brillo ajeno; la desesperación de los fracasados es el laurel que mejor premia su luminosa labor. A la gloria de un Homero llega siempre apareada la ridiculez de un Zoilo.
 
Fermentan en cada género de actividad intelectual, como plagas pediculares de la originalidad: no perdonan al que incuba en su cerebro esa larva sediciosa. Viven para mancillarlo, sueñan su exterminio, conspiran con una intemperancia de terroristas y esgrimen sórdidas calumnias que harían sonrojar a un paquidermo. Ven un peligro en
cada acto y una amenaza en cada gesto; tiemblan pensando que existen hombres capaces de subvertir rutinas y prejuicios, de encender nuevos planetas en el cielo, de arrancar su fuerza a los rayos y a las cataratas, de infiltrar nuevos ideales a las razas envejecidas, de suprimir la distancia, de violar la gravedad, de estremecer a los gobiernos...
 
Cuando se eleva un astro, ellos asoman por todos los puntos cardinales para entonar el coro involuntario de su difamación. Aparecen por docenas, por millares, como liliputienses en torno de un gigante. Los contrabajistas de arrabal oprobiarán la gloria de los supremos sinfonistas. Gacetilleros anodinos, consumarán biografías sobre algún lejano pensador que los ignora. Muchos que en vano han intentado acertar una mancha de color, dejarán caer su chorro de prosa como si un robinete de pus se abriera sobre telas que vivirán en los siglos. Cualquier promiscuador de palabras enfestará contra el que escriba pensamientos duraderos. Las mujeres feas demostrarán que la belleza es repulsiva y las viejas sostendrán que la juventud es insensata; vengarán su desgracia en el amor diciendo que la castidad es suprema entre todas las virtudes, cuando ya en vano se harían viltroteras para ofrecer la propia a los transeúntes. Y los demás, todos en coro, repetirán que el genio, la santidad y el heroísmo son aberraciones, locuras, epilepsia,
degeneración negarán la excelencia del ingenio, la virtud y la dignidad; pondrán esos valores por debajo de su propia penumbra, sin advertir que donde el genio se resobra el mediocre no llega. Si a éste le dieran a elegir entre Shakespeare o Sarcey, no vacilaría un minuto: murmuraría del primero con la firma del segundo.
 
Los espíritus rutinarios son rebeldes a la admiración: no reconocen el fuego de los astros porque nunca han tenido en sí una chispa. Jamás se entregan de buena fe a los ideales o a las pasiones que le toman del corazón; prefieren oponerles mil razonamientos para privarse del placer de admirarlos. Confundirán siempre lo equívoco y lo crístalino, rebajando todo ideal hasta las bajas intenciones que supuran en sus cerebros. Desmenuzarán todo lo bello, olvidando que el trigo molido en harina no puede ya germinar en áureas espigas frente al sol. "Es un gran signo de mediocridad -dijo Leibniz- elogiar siempre moderadamente".
 
Pascal decía que los espíritus vulgares no encuentran diferencias entre los hombres: se descubren más tipos originales a medida que se posee mayor ingenio. El criticastro es parvificente; admira un poco todas las cosas, pero nada le merece una admiración decidida. El que no admira lo mejor, no puede mejorar. El que ve los defectos y no las
bellezas„ las culpas y no los méritos, las discordancias y no las armonías, muere en un bajo nivel donde vegeta con la ilusión de ser un crítico. Los que no saben admirar no tienen porvenir, están inhabilitados para ascender hacia una perfección ideal. Es una cobardía aplacar la admiración; hay que cultivarla como un fuego sagrado, evitando que
la envidia la cubra con su pátina ignominiosa.
 
La maledicencia escrita es inofensiva. El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma fosa a los criticastros y a los malos autores. Mientras los envidiosos murmuran, el genio crece; a la larga aquéllos quedan oprimidos y éste siente deseos de compadecerlos, para impedir que sigan muriendo a fuego lento.
 
El verdadero castigo de estos parásitos está en la muda sonrisa de
los pensadores. El que critica a un alto espíritu tiende la mano esperan-
do una limosna de celebridad; basta ignorarle y dejarle con la mano
tendida, negándole la notoriedad que le conferiría la réplica. El silencio
del autor mata al postulante; su indiferencia lo asfixia. Algunas veces
supone que le han tomado en cuenta y que se advierte su presencia: sueña que le han nombrado, aludido, refutado, injuriado. Pero todo es un simple sueño; debe resignarse a envidiar desde la penumbra, de donde no consigue que le saquen. El que tiene conciencia de su mérito, no se presta a inflar la vanidad del primer indigente que le sale al paso pretendiendo distraerle, obligándole a perder su tiempo; elige sus adversarios entre sus iguales, entre sus condignos. Los hombres superiores pueden inmortalizar con una palabra a sus lacayos o a sus sicarios. Hay que evitar esa palabra; de algunos criticastros sólo tenemos noticias porque algún genio los honró con su puntapié.