Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo V»

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'''<center>LA ENVIDIA </center>
 
<center>[[El hombre mediocre: 6#I. LA PASION DE LOS MEDIOCRES|I. La pasión de los mediocres.]] - [[El hombre mediocre: 6#II. PSICOLOGíA DE LOS ENVIDIOSOS|II. Psicología de los envidiosos.]] III. Los roedores de la gloria - IV. Una escena dantesca: su castigo.</center>
 
 
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Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula, digna de incluirse en los libros de lectura infantil. Un ventrudo sapo graznaba en su pantano cuando vio resplandecer en lo más alto de las toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me tapas? Y el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué brillas?
 
 
===='''<center>II. PSICOLOGíA DE LOS ENVIDIOSOS </center>====
 
Siendo la envidia un culto involuntario del mérito, los envidiosos son, a pesar suyo, sus naturales sacerdotes.
 
El propio Hornero encarnó ya, en Tersites, al envidioso de los tiempos heroicos; como si sus lacras físicas fuesen exiguas para exponerlo al baldón eterno, en un simple verso nos da la línea sombría de su moral, diciéndolo enemigo de Aquiles y de Ulises: puede medirse por las excelencias de las personas que envidia.
 
Shakespeare trazó una silueta definitiva en su Yago feroz, almácigo de infamias y cobardías, capaz de todas las traiciones y de todas las falsedades. El envidioso pertenece a una especie moral raquítica, mezquina, digna de compasión o de desprecio. Sin coraje para ser asesino, se resigna a ser vil. Rebaja a los otros, desesperado de la propia elevación.
 
La familia ofrece variedades infinitas, por la combinación de otros estigmas con el fundamental. El envidioso pasivo es solemne y sentencioso; el activo es un escorpión atrabiliario. Pero, lúgubre o bilioso, nunca sabe reír de risa inteligente y sana. Su mueca es falsa: ríe a contrapelo.
 
¿Quién no los codea en su mundo intelectual? El envidioso pasivo es de cepa servil. Si intenta practicar el bien, se equivoca hasta el asesinato: diríase que es un miope cirujano predestinado a herir los órganos vitales y respetar la víscera cancerosa. No retrocede ante ninguna bajeza cuando un astro se levanta en su horizonte: persigue al mérito hasta dentro de su tumba. Es serio, por incapacidad de reírse; le atormenta la alegría de los satisfechos. Proclama la importancia de la solemnidad y la practica; sabe que sus congéneres aprueban tácitamente esa hipocresía que escuda la irremediable inferioridad: no vacila en sacrificarles la vida de sus propios hijos, empujándoles, si es necesario, en el mismo borde de la tumba.
 
El envidioso activo posee una elocuencia intrépida, disimulando con niágaras de palabras su estiptiquez de ideas. Pretende sondar los abismos del espíritu ajeno, sin haber podido nunca desenredar el propio. Parece tener mil lenguas, como el clásico monstruo rabelesiano. Por todas ella destila su insidiosidad de viborezno en forma de elogio reticente, pues la viscosidad urticante de su falso loar es el máximum de su valentía moral. Se multiplica hasta lo infinito; tiene mil piernas y se insinúa doquier; siembra la intriga entre sus propios cómplices, y, llegado el caso, los traiciona. Sabiéndose de antemano repudiado por la gloria, se refugia en esas academias donde los mediocres se empampanan de vanidad si alguna inexplicable paternidad complica la quietud de su madurez estéril, podéis jurar que su obra es fruto del esfuerzo ajeno. Y es cobarde para ser completo; se arrastra ante los que turban sus noches con la aureola del ingenio luminoso, besa la mano del que le conoce y le desprecia, se humilla ante él. Se sabe inferior; su vanidad sólo aspira a desquitarse con las frágiles compensaciones de la
zangamanga a ras de tierra.
A pesar de sus temperamentos heterogéneos, el destino suele agrupar a los envidiosos en camarillas o en círculos, sirviéndoles de argamasa el común sufrimiento por la dicha ajena. Allí desahogan su pena íntima difamando a los envidiados y vertiendo toda su hiel como un homenaje a la superioridad del talento que los humilla. Son capaces de envidiar a los grandes muertos, como si los detestaran personalmente. Hay quien envidia a Sócrates y quién a Napoleón, creyendo igualarse a ellos rebajándolos; para eso endiosarán a un Brunetiére o un Boulanger. Pero esos placeres malignos poco amenguan su desventura, que está en sufrir de toda felicidad y en martirizarse de toda gloria. Rubens lo presintió al pintar la envidia, en un cuadro de la Galería Medicea, sufriendo entre la pompa luminosa de la inolvidable regencia.
 
El envidioso cree marchar al calvario cuando observa que otros escalan la cumbre. Muere en el tormento de envidiar al que le ignora o desprecia, gusano que se arrastra sobre el zócalo de la estatua.
 
Todo rumor de alas parece estremecerlo, como si fuera una burla a sus vuelos gallináceos. Maldice la luz, sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día de gloria. ¡Si pudiera organizar una cacería de águilas o decretar un apagamiento de astros!
 
Lo que es para otros causa de felicidad, puede ser objeto de envidia. La ineptitud para satisfacer un deseo o hartar un apetito determina esta pasión que hace sufrir del bien ajeno. El criterio para valorar lo envidiado es puramente subjetivo: cada hombre se cree la medida de los demás, según el juicio que tiene de sí mismo.
 
Se sufre la envidia apropiada a las inferioridades que se sienten, sea cual fuere su valor objetivo. El rico puede sentir emulación o celos por la riqueza ajena; pero envidiará el talento. La mujer bella tendrá celos de otra hermosura; pero envidiará a las ricas. Es posible sentirse superior en cien cosas e inferior en una sola; éste es el punto frágil por
donde tienta su asalto la envidia.
 
El sujeto descollante encuentra su cohorte de envidiosos en la esfera de sus colegas más inmediatos, entre los que desearían descollar de idéntica manera. Es un accidente inevitable de toda culminación, aunque en algunas profesiones es más célebre; los hombres de letras no se quedan atrás, pero los cómicos y las rameras tendrían el privilegio, si no existiesen los médicos. La envidia medicorum es memorable desde la Antigüedad: la conoció Hipócrates. El arte la ha descrito con frecuencia, para deleite de los enfermos sobrevientes a las drogas.
 
El motivo de la envidia se confunde con el de la admiración, siendo ambas dos aspectos de un mismo fenómeno. Sólo que la admiración nace en el fuerte y la envidia en el subalterno. Envidiar es una forma aberrante de rendir homenaje a la superioridad. El gemido que la insuficiencia arranca a la vanidad es una forma especial de alabanza.
 
Toda culminación es envidiada. En la mujer la belleza. El talento y la fortuna en el hombre. En ambos la fama y la gloria, cualquiera que sea su forma.
 
La envidia femenina suele ser afiligranada y perversa; la mujer da su arañazo con uña afilada y lustrosa, muerde con dientecillos orificados, estruja con dedos pálidos y finos. Toda maledicencia le parece escasa para traducir su despecho; en ella debió pensar Apeles cuando representó a la Envidia guiando con mano felina a la Calumnia.
 
La que ha nacido bella -y la Belleza para ser completa requiere, entre otros dones, la gracia, la pasión y la inteligencia- tiene asegurado el culto de la envidia. Sus más nobles superioridades serán adoradas por las envidiosas; en ellas clavarán sus incisivos, como sobre una lima, sin advertir que la pasión las convierte en vestales. Mil lenguas
viperinas le quemarán el incienso de sus críticas; las miradas oblicuas de las sufrientes fusilarán su belleza por la espalda; las almas tristes le elevarán sus plegarias en forma de calumnias, torvas como el remordimiento que las atosiga, pero no las detiene.
 
Quien haya leído la séptima metamorfosis, en el libro segundo de Ovidio, no olvidará jamás que a instancia de Minerva, fue Aglaura transfigurada en roca, castigando así su envidia de Hersea, la amada de Mercurio. Allí está escrita la más perfecta alegoría de la envidia devorando víboras para alimentar sus furores, como no la perfiló ningún otro poeta de la era pagana.
 
El hombre vulgar envidia las fortunas y las posiciones burocráticas. Cree que ser adinerado y funcionario es el supremo ideal de los demás, partiendo de que lo es suyo. El dinero permite al mediocre satisfacer sus vanidades más inmediatas; el destino burocrático le asigna un sitio en el escalafón del Estado y le prepara ulteriores jubilaciones. De ahí que el proletario envidie al burgués, sin renunciar a substituirlo; por eso mismo la escala del presupuesto es una jerarquía de envidias, perfectamente graduadas por las cifras de las prebendas.
 
El talento -en todas sus formas intelectuales y morales: como dignidad, como carácter, como energía- es el tesoro más envidiado entre los hombres. Hay en el doméstico un sórdido afán de nivelarlo todo, un obtuso horror a la individualización excesiva; perdona al portador de cualquier sombra moral, perdona la cobardía, el servilismo, la mentira, la hipocresía, la esterilidad, pero no perdona al que sale de las filas dando un paso adelante. Basta que el talento permita descollar en las ciencias, en las artes o en el amor, para que los mediocres se estremezcan de envidia. Así se forma en torno de cada astro una nebulosa grande o pequeña, camarilla de maldicientes o legión de difamadores:
los envidiosos necesitan aunar esfuerzos contra su ídolo, de igual manera que para afear una belleza venusina aparecen por millares las pústulas de la viruela.
 
La dicha de los fecundos martiriza a los eunucos vertiendo en su corazón gotas de hiel que los amargan por toda la existencia; este dolor es la gloria involuntaria de los otros, la sanción más indestructible de su talento en la acción o el pensar. Las palabras y las muecas del envidioso se pierden en la ciénaga donde se arrastra, como silbidos de reptiles que saludan el vuelo sereno del águila que pasa en la altura. Sin oírlos.
 
 
====Notas====