Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo I»

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'''<center>EL HOMBRE MEDIOCRE</center>
<center>[[El hombre mediocre: 2#I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"?|I. ¿"Áurea Mediocritas"?]] - [[El hombre mediocre: 2#II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD|II. Los hombres sin personalidad.]] – [[El hombre mediocre: 2#III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE|III. En torno del hombre mediocre.]] - IV. Concepto social de la mediocridad. - V. El espíritu conservador. - VI. Peligros sociales de la mediocridad. - VII. La vulgaridad.</center>
 
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¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirve? Su etopeya constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral.
 
 
===='''<center>III. EN TORNO DEL HOMBRE MEDIOCRE </center>====
 
Con diversas denominaciones, y desde puntos de vista heterogéneos, se ha intentado algunas veces definir al hombre sin personalidad. La filosofía, la estadística, la antropología, la psicología. la estética y la moral han contribuido a la determinación de tipos más o menos exactos; no se ha advertido, sin embargo, el valor esencialmente social de la mediocridad. El hombre mediocre -como, en general, la personalidad humana- sólo puede definirse en relación a la sociedad en que vive, y por su función social.
 
Si pudiéramos medir los valores individuales, graduarían-, se ellos en escala continua, de lo bajo a lo alto. Entre los tipos extremos y escasos, observaríamos una masa abundante de sujetos, más o menos equivalentes, acumulados en los grados centrales de la serie. Vana ilusión sería la de quien pretendiera buscar allí el hipotético arquetipo de la humanidad, el Hombre normal que buscara ya Aristóteles; siglos más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu de Pascal. Medianía, en efecto, no es sinónimo de normalidad. El hombre normal no existe; no puede existir. La humanidad, como todas las especies vivientes, evoluciona sin cesar; sus cambios opéranse desigualmente en numerosos agregados sociales, distintos entre sí. El hombre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo sería hoy, ni en el porvenir.
 
Morel se equivocaba, por olvidar eso, al concebirlo como un ejemplar de la "edición princeps" de la Humanidad, lanzada a la circulación por el Supremo Hacedor. Partiendo de esa premisa definía la degeneración, en todas sus formas, como una divergencia patológica del perfecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primitivo había un paso; alejáronse, felizmente, de tal prejuicio los antropólogos contemporáneos. El hombre -decimos ahora- es un animal que evoluciona en las más recientes edades geológicas del planeta; no fue perfecto en su origen, ni consiste su perfección en volver a las formas ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no creerlo así, renovaríamos las divertidísimas leyendas del ángel caído, del árbol del bien y del mal, de la tentadora serpiente, de la manzana aceptada por Adán y del paraíso perdido...
 
Quételet pretendió formular una doctrina antropológica o social acerca del Hombre medio: su ensayo es una inquisición estadística complicada por inocentes aplicaciones del abusado in medio stat virtus. No incurriremos en el yerro de admitir que los hombres mediocres pueden reconocerse por atributos físicos o morales que representen un término medio de los observados en la especie humana. En ese sentido sería un producto abstracto, sin corresponder a ningún individuo de existencia real.
 
El concepto de la normalidad humana sólo podría ser relativo a determinado ambiente social; ¿serían normales los que mejor "marcan el paso", los que se alinean con más exactitud en las filas de un convencionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinónimo de hombre equilibrado, sino de Hombre domesticado; la pasividad no es un equilibrio, no es complicada resultante de energías, sino su ausencia. ¿Cómo confundir a los grandes equilibrados, a Leonardo y a Goethe, con los amorfos? El equilibrio entre dos platillos cargados no puede compararse con la quietud de una balanza vacía. El hombre sin personalidad no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la idolatría de los héroes y los hombres representativos, a la manera de Carlyle o Émerson, más los hay en repetir esas fábulas que permitirían mirar como una aberración toda excelencia del carácter, de la virtud y del intelecto. Bovio ha señalado este grave yerro, pintando al hombre medio con rasgos psicológicos precisos: "Es dócil, acomodaticio a todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo a todas las temperaturas de un día variable, avisado para los negocios, resistente a las combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esfera y ungido por una feliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, en seguida, precisamente porque es un equilibrista y no lleva en sí las fuerzas del equilibrio. Equilibrista no significa equilibrado. Ése es el prejuicio más grave, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado".
 
En sus más indulgentes comentaristas, ese pretendido equilibrio se establece entre cualidades poco dignas de admiración, cuya resultante provoca más lástima que envidia. Alguna vez recibió Lombroso un telegrama decididamente norteamericano. Era, en efecto, de un gran diario, y solicitaba una extensa respuesta telegráfica a la pregunta presentada con la sugerente recomendación de un cheque: "¿Cuál es el hombre normal?" La respuesta desconcertó, sin duda, a los lectores. Lejos de alabar sus virtudes, trazaba un cuadro de caracteres negativos y estériles: "Buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, aferrado a sus costumbres, misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico". O, en más breves palabras, (ruges consumere natus, que dijo el poeta latino.
 
Con ligeras variantes, esa definición evoca la del Filisteo: "Producto de la costumbre, desprovisto de fantasía, ornado por todas las virtudes de la mediocridad, llevando una vida honesta gracias a la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, sobrellevando con paciencia conmovedora todo el fardo de prejuicios que heredó de sus antepasados". En estas líneas refléjanse las invectivas, ya clásicas, de Heine contra la mentalidad que él creía corriente entre sus compatriotas. Por su parte, Schopenhauer, en sus Aforismos, definió el perfecto filisteo como un ser que se deja engañar por las apariencias y toma en serio todos los dogmatismos sociales: constantemente ocupado de someterse a las farsas mundanas.
 
A esas definiciones del hombre medio pueden aproximarse otras de carácter intelectual o estético, no exentas de interés, aunque unilaterales. Para algunos, la mediocridad consistiría en la ineptitud para ejercitar las más altas cualidades del ingenio; para otros, sería la inclinación a pensar a ras de tierra. Mediocre correspondería a Burgués, por contraposición a Artista. Flaubert lo definió como "un hombre que piensa bajamente". Juzgado con ese criterio, le parece detestable.
 
Tal resulta en la magnífica silueta de Hello, traspapelado prosista católico que nos enseñó a admirar Rubén Darío. Distingue al mediocre del imbécil; éste ocupa un extremo del mundo y el genio ocupa el otro; el mediocre está en el centro. ¿Será, entonces, lo que en filosofía, en política o en literatura, se llama un ecléctico, un justo medio? De ninguna manera, contesta. El que es justo-medio lo sabe, tiene la intención de serlo; el hombre mediocre es justo-medio sin sospecharlo. Lo es por naturaleza, no por opinión; por carácter, no por accidente. En todo minuto de su vida, y en cualquier estado de ánimo, será siempre mediocre. Su rasgo característico, absolutamente inequívoco, es su deferencia por la opinión de los demás. No habla nunca; repite siempre. Juzga a los hombres como los oye juzgar. Reverenciará a su más cruel adversario, si éste se encumbra; desdeñará a su mejor amigo si nadie lo elogia. Su criterio carece de iniciativas. Sus admiraciones son prudentes. Sus entusiasmos son oficiales. Esa definición descriptiva –análoga a las que repitiera Barbey D'Aurevilly-, posee muy sugestiva elocuencia, aunque parte de premisas estéticas para llegar a conclusiones morales.
 
El "hombre normal" de Bovio y Lombroso, corresponde al "filisteo" de Heine y de Schopenhauer, aproximándose ambos al "burgués" antiartístico de Flaubert y Barbey D'Aurevilly. Pero, fuerza es reconocerlo, tales definiciones son inseguras desde el punto de vista de la psicología social; conviene buscar una más exacta e inequívoca, abordando el problema por otros caminos.