Diferencia entre revisiones de «El hombre mediocre (1926)/Capítulo I»

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'''<center>EL HOMBRE MEDIOCRE</center>
<center>[[El hombre mediocre: 2#I. ¿"ÁUREA MEDIOCRITAS"?|I. ¿"Áurea Mediocritas"?]] - [[El hombre mediocre: 2#II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD|II. Los hombres sin personalidad.]] – III. En torno del hombre mediocre. - IV. Concepto social de la mediocridad. - V. El espíritu conservador. - VI. Peligros sociales de la mediocridad. - VII. La vulgaridad.</center>
 
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Los que tal sentencian inclínanse a confundir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los vocablos quisieran emparentar las ideas correspondientes. Afirmemos que son antagonistas. El sentido común es colectivo, eminentemente retrógrado y dogmatista; el buen sentido es individual, siempre innovador y libertario. Por la obsecuencia al uno o al otro se reconocen la servidumbre y la aristocracia naturales. De esa insalvable heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios frente a cualquier destello original; estrechan sus filas para defenderse, como si fueran crímenes las diferencias. Esos desniveles son un postulado fundamental de la psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un océano.
 
 
===='''<center>II. LOS HOMBRES SIN PERSONALIDAD </center>====
 
Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Ésta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: "Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre". Esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se revela por el bajo nivel de las opiniones colectivas.
 
La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es simplemente imaginario. Por ese motivo, al clasificar los caracteres humanos, se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que los tutelan, de las cosas que los rodean. "Indiferentes" ha llamado Ribot a los que viven sin que se advierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra.
 
Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.
 
Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad sólo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas se mide.
 
El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto valor efímero que puede satisfacer los apetitos del que no lleva en sí mismo, en sus virtudes intrínsecas, las fuerzas morales que embellecen y califican la vida; la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría puesta en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos.
 
Muchos nacen; pocos viven. Los hombres sin personalidad son innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en el cuño social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadriculada los constriñen a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es negativa como unidades sociales.
 
El hombre de fino carácter es capaz de mostrar encrespamientos sublimes, como el océano; en los temperamentos domesticados todo parece quieta superficie, como en las ciénagas. La falta de personalidad hace, a éstos, incapaces de iniciativa y de resistencia. Desfilan inadvertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedio su insipidez, vegetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral háceles ceder a la más leve presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados a la altura por el más leve céfiro o revolcados por la ola menuda de un arroyuelo. Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia ruta: ignoran si irán a varar en una playa arenosa o a quedarse estrellados contra un escollo.
 
Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que se reconociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud, cierto talento o un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envanecen de su testarudez. Confundiendo la parálisis con la firmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desvergüenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapoco pavonéanse de honestas, como si la incapacidad del mal pudiera en caso alguno confundirse con la virtud.
 
Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos los hombres tienen de sí mismos, sería imposible discurrir de los que se caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y muy suya. Ninguno advierte que la sociedad le ha sometido a esa operación aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a un denominador común: la mediocridad.
Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perfección, ciegos a los astros. Existe una vastísima bibliografía acerca de los inferiores e insuficientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el talento, amén de que la historia y el arte convergen a mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el mediocre.
 
Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como a los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la Lección de anatomía: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza humana y sus labios palpitan de elocuencia serena al decir su verdad a cuantos le rodean.
 
¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirve? Su etopeya constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral.