Diferencia entre revisiones de «Crimen y castigo (tr. anónima)/Segunda Parte/Capítulo VI»

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Línea 289:
‑Nada de eso ‑replicó vivamente Zamiotof‑. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
 
‑¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree moinsmenos que jamaisnunca.
 
‑No, no ‑exclamó Zamiotof, visiblemente confundido‑. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
Línea 307:
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo. Raskolnikof había trastornado inesperadamente todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su opinión.
 
«Ilia Petrovitch es un imbécil», se dijo.
 
Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikof se dio de manos a boca con Rasumikhine, que se disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían visto. Cuando al fin se vieron, se miraron de pies a cabeza. Rasumikhine estaba estupefacto. Pero, de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
Línea 333:
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikof, le llamó, en un arranque repentino.
 
‑¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último, sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia au os acecha un peligro, lo incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros mismos. No hay un átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo primero que os preocupa en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano.
 
Raskolnikof se dispuso a girar sobre sus talones. Rasumikhine le gritó, más indignado todavía:
Línea 361:
‑¿De qué...? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchinkof, cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides!
 
Raskolnikof llegó a la SadoviaSadovaya, dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine le había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hombros y entró en el establecimiento. Ya en la escalera, se detuvo.
 
‑¡Que se vaya al diablo! ‑murmuró‑. Habla como un hombre cuerdo y, sin embargo... Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como personas sensatas?