Diferencia entre revisiones de «La decadencia de la mentira»

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CYRIL.- De acuerdo; pues antes que usted me lo lea quiero preguntarle algo. Dice usted que "la pobre, la probable, la poco interesante vida humana" intenta plagiar las maravillas del Arte. ¿Qué quiere usted decir con ello? Comprendo muy bien que se oponga a que el Arte sea considerado como un espejo, por genio quedaría reducido así a una simple luna Pero no creerá usted seriamente que la Vida copia al Arte, y que tan sólo es su espejo.
 
'''VIVIAN.-''' Pues sí que lo creo. Aunque le parezca una contra¬dicción (y las contradicciones son siempre peligrosas), no es menos cierto que la Vida imita al Arte mucho más que el Arte a la Vida. Todos hemos visto recientemente en Ingla¬terraInglaterra cómo cierto tipo de belleza original y fascinante, in¬ventado y acentuado por dos pintores imaginativos, ha influido de tal modo sobre la vida, que en todos los salones artísticos y en todas las exposiciones privadas se ven: aquí, los ojos místicos del ensueño de Rossetti, la esbelta garganta marfileña, la singular mandíbula cuadrada, la oscura cabe¬llera flotante que él tan ardientemente amaba; allí la dulce pureza de La escalera de oro, la boca de flor y el lánguido encanto del Laus Amoris, el rostro pálido de pasión de An¬drómedaAndrómeda, las manos finas y la flexible belleza de Viviana en el Sueño de Merlín. Y siempre era igual. Un gran artista in¬venta un tipo que la Vida intenta copiar y reproducir bajo una forma popular, como un editor emprendedor. Ni Hol¬bein ni Van Dyck encontraron en Inglaterra lo que nos de¬jaron. Trajeron con ellos sus modelos, y la Vida, con su aguda facultad imitativa, empezó a proporcionar modelos al maestro. Los griegos, con su vivo instinto artístico, lo habían comprendido; colocaban en la estancia de la esposa la estatua de Hermes o la de Apolo para que los hijos de aquella fuesen tan bellos como las obras de arte que contemplaba, feliz o afligida. Sabían que la Vida, gracias al Arte, adquiere no tan sólo la espiritualidad, la hondura de pensamiento y de sen¬timiento, la turbación o la paz del alma, sino que puede adaptarse a las líneas y a los colores del Arte y reproducir la majestad de Fidias lo mismo que la gracia de Praxiteles. De aquí su aversión por el realismo. Pensaban, con razón, que los seres producen una inevitable fealdad y lo despreciaban por razones puramente sociales. Nosotros intentamos me¬jorarmejorar la raza mediante el aire puro, de la libre luz solar, del agua sana y de esas viviendas, horriblemente desnudas, para cobijar mejor a la clase baja. Y todo ello da salud, pero no belleza. Sólo al Arte produce belleza y los verdaderos discí¬pulosdiscípulos de un gran artista no son sus imitadores de estudio, sino los que van haciéndose parecidos a sus obras, ya sean estas plásticas, en tiempos de los griegos, o pictóricas, como actualmente. En una palabra: la Vida es el mejor y único discípulo del Arte. Y en literatura sucede lo mismo que en las artes visibles. El ejemplo más claro y más vulgar de esa ley nos lo proporciona el caso de esos pequeños cretinos que, por haber leído las aventuras de Jack Sheppard o de Dick Turpin, saquean los puestos de las pobres fruteras, desvalijan de no¬che las confiterías y aterrorizan a los viejos mientras regresan a sus casas en la oscuridad, arrojándose sobre ellos en las calles apartadas, con antifaces negros y pistolas descargadas. Este interesante fenómeno, que se deduce siempre después de aparecer una nueva edición de cualquiera de los libros mencionados, se atribuye casi siempre a la influencia de la literatura sobre la imaginación. Es un error. La imaginación es esencialmente creadora y busca siempre una nueva forma. El pequeño bandido es simplemente el inevitable resultado del instinto imitativo de la Vida. Es un Hecho, ocupado (como lo está siempre un hecho) en intentar reproducir una ficción, y lo que vemos en él se repite más ampliamente en la Vida en general... Schopenhauer ha estudiado el pesimismo; pero Hamlet es quien lo inventó. El mundo se ha vuelto triste porque, en el pasado, una marioneta fue melancolía. El nihilista, ese extraño mártir, que sin fe se encarama al cadalso sin entusiasmo y que pierde la vida por algo que no cree, es un puro producto literario. Lo inventó Turgueniev y más tarde lo perfeccionó Dostoyevski. Que Robespierre salió de las páginas de Rousseau es tan cierto como que el Palacio del Pueblo se levantó sobre los restos de una novela. La literatura se adelanta siempre a la Vida. No la copia, sino que la mo¬dela a su antojo. El siglo diecinueve, tal como lo conocemos, es en absoluto una invención de Balzac. Nuestros Lucianos de Rubempré, nuestros Rastignaes, nuestros De Marsays, aparecieron en la escena de la Comedia Humana. No hace¬mos más que practicar (con notas al pie de la página y con adiciones inútiles) el capricho, la fantasía o la visión creadora de un gran novelista. Un día pregunté a una dama que trató íntimamente a Thackeray si había él tenido algún modelo para Becky Sharp. Me respondió que Becky era pura inven¬ción, pero que la idea de aquel carácter le había sido sugerida en parte por una ama de gobierno que vivía en las cercanas de Kensington Square con una señora vieja, rica y muy egoísta. Le pregunté qué había sido de aquella ama de go¬bierno, y me contestó que, pocos años después de la apari¬ción de Vanity Fair se fugó con el sobrino de la señora vieja, y durante una temporada escandalizó a toda aquella sociedad con el mismo estilo y los mismos métodos de mistress Raw¬don Crowley. Y, finalmente, sufrió reveses y desapareció del continente, viéndosela de cuando en cuando en Montecarlo y en otros centros de juego. El noble caballero sobre el que esbozó, el mismo gran sentimental, su coronel Newcome, murió a los pocos meses de que The Newcomes alcanzara su cuarta edición, con la palabra "Adsum" en los labios. Poco después de publicar Stevenson su curioso relato psicológico de transformación, un amigo mío, llamado mister Hyde, se encontraba al norte de Londres, y, en su prisa por llegar a una estación, tomó el camino que creyó más corto y se per¬dió, encontrándose en un laberinto de calles sórdidas aspecto siniestro. Con los nervios a flor de piel, empezó a correr, cuando de pronto un chiquillo que salió de un pasaje abo¬vedado, vino a meterse e sus piernas y cayó sobre la acera. Mister Hyde tropezó con él y lo pisó; el golfillo, lleno de miedo y un poco magullado, se puso a gritar, y en unos se¬gundos la calle se llenó de gentes miserables que salieron de las casas como hormigas. Rodearon a mi amigo, preguntán¬dole cómo se llamaba. Iba él a decirlo, cuando recordó de repente el incidente con que empieza el relato de Stevenson. Horrorizado ante la idea de vivir aquella escena terrible y tan bien escrita, y de repetir el acto que el Hyde de la ficción realiza deliberadamente, huyó a toda velocidad. Perseguido de cerca, acabó por refugiarse en un laboratorio, raramente abierto, y allí explicó a un joven médico ayudante lo que le acababa de pasar. Gracias a una pequeña suma, pudieron alejar a la multitud humanitaria, y, una vez aquello quedó solitario y tranquilo, se fue. Al salir, el nombre grabado sobre la placa de cobre de la puerta atrajo su mirada: Era "Jekyll". Por lo menos, tenía que serlo. Aquí, la imitación, por lejos que fuera llevada, era absolutamente accidental. En el caso siguiente, esa imitación fue consciente. En mil ochocientos setenta y nueve, recién salido de Oxford, conocí en casa de un representante diplomático a una dama de una belleza peculiarmente exótica. Nos hicimos muy amigos y pasába¬mos mucho tiempo juntos. Me interesaba más su carácter que su belleza, ya que era una mujer muy decidida. Parecía carecer de toda personalidad; pero poseía la facultad de re¬presentar a muchas. En ocasiones se consagraba al Arte to¬talmente, convertía su salón en un estudio y se pasaba dos o tres días por semana yendo a distintas galerías de pintura y museos. O bien frecuentaba las carreras de caballos, lucien¬do sus ropas más deportivas y no hablando más que de apuestas. Dejaba la religión por el mesmerismo, éste y la política por las emociones melodramáticas de la filantropía. Era, en suma, una especie de Proteo, y tuvo el mismo fracaso en sus transformaciones que aquel asombroso dios marino cuando Ulises lo atrapó. Un día empezó a publicarse una novela en una revista francesa. En aquella época leía yo esa clase de literatura, y recuerdo mi gran sorpresa al llegar a la descripción de la heroína. Era tan parecida a mi amiga, que llevé la revista. Ella misma se reconoció al momento y pa¬reció fascinada por la semejanza. Debo decirle de paso que la obra estaba traducida de un escritor ruso fallecido, de modo que el autor no había podido tomar a mi amiga por modelo. Abreviando: algunos meses después, hallándome en Venecia, vi la revista en el salón del hotel y la abrí para conocer cuál era la suerte de la heroína. Se trataba de una historia la¬mentable. La joven había acabado por fugarse con un hombre de clase inferior, social moral e intelectualmente. Escribí aquella misma noche a mi amiga, dándole mi opi¬nión sobre Giovanni Bellini, los admirables helados de "Florian" y el valor artístico de las góndolas, y añadí una posdata para decirle que su "doble" del relato se había comportado muy neciamente. No sé por qué añadí aquellas líneas; pero recuerdo que me obsesionaba el temor de verla imitar a la heroína. Y antes que mi carta le llegase, se fugó con un hombre, que la abandonó seis meses después. La volví a ver en mil ochocientos ochenta y cuatro, en París, donde vivía con su madre, y le pregunté si aquella narración era responsable de su acto. Me confesó que se había sentido impulsada por una fuerza irresistible a seguir paso a paso a la heroína en su marcha extraña y fatal, y que fue presa de un auténtico terror mientras esperaba los últimos capítulos. Cuando se publicaron, le pareció que estaba obligada a co¬piarlos, y así lo hizo. Este es un eje clarísimo y extraordina¬riamente trágico de ese instinto imitativo de que yo hablaba hace un momento. Pero, no quiero insistir más en esos ejemplos individuales y aislados. La experiencia personal es un círculo vicioso y limitado. Todo lo que deseo demostrar es este principio general: La Vida imita al Arte mucho más que el Arte a la Vida. Y estoy seguro de que si reflexiona usted sobre ello, verá que tengo razón. La Vida tiende el espejo al Arte y reproduce algún tipo extraño imaginado por el pintor o el escultor, o realiza con hechos lo que ha sido soñado como ficción. Científicamente hablando, la base de la Vida (la energía de la Vida como decía Aristóteles) es sencillamente el deseo de expresarse. Y el Arte nos ofrece siempre formas variadas para llegar a esa expresión. La Vida se apodera de ellas y las pone en práctica, aunque la hieran. Se han suicidado muchos jóvenes porque Rolla y Werther se suicidaron. Y piense usted en lo que debemos por ejemplo a la imitación de Cristo o a la de César mismo.
 
Y en literatura sucede lo mismo que en las artes visibles. El ejemplo más claro y más vulgar de esa ley nos lo proporciona el caso de esos pequeños cretinos que, por haber leído las aventuras de Jack Sheppard o de Dick Turpin, saquean los puestos de las pobres fruteras, desvalijan de no¬che las confiterías y aterrorizan a los viejos mientras regresan a sus casas en la oscuridad, arrojándose sobre ellos en las calles apartadas, con antifaces negros y pistolas descargadas. Este interesante fenómeno, que se deduce siempre después de aparecer una nueva edición de cualquiera de los libros mencionados, se atribuye casi siempre a la influencia de la literatura sobre la imaginación. Es un error. La imaginación es esencialmente creadora y busca siempre una nueva forma. El pequeño bandido es simplemente el inevitable resultado del instinto imitativo de la Vida. Es un Hecho, ocupado (como lo está siempre un hecho) en intentar reproducir una ficción, y lo que vemos en él se repite más ampliamente en la Vida en general... Schopenhauer ha estudiado el pesimismo; pero Hamlet es quien lo inventó. El mundo se ha vuelto triste porque, en el pasado, una marioneta fue melancolía. El nihilista, ese extraño mártir, que sin fe se encarama al cadalso sin entusiasmo y que pierde la vida por algo que no cree, es un puro producto literario. Lo inventó Turgueniev y más tarde lo perfeccionó Dostoyevski. Que Robespierre salió de las páginas de Rousseau es tan cierto como que el Palacio del Pueblo se levantó sobre los restos de una novela. La literatura se adelanta siempre a la Vida. No la copia, sino que la mo¬dela a su antojo. El siglo diecinueve, tal como lo conocemos, es en absoluto una invención de Balzac. Nuestros Lucianos de Rubempré, nuestros Rastignaes, nuestros De Marsays, aparecieron en la escena de la Comedia Humana. No hace¬mos más que practicar (con notas al pie de la página y con adiciones inútiles) el capricho, la fantasía o la visión creadora de un gran novelista. Un día pregunté a una dama que trató íntimamente a Thackeray si había él tenido algún modelo para Becky Sharp. Me respondió que Becky era pura inven¬ción, pero que la idea de aquel carácter le había sido sugerida en parte por una ama de gobierno que vivía en las cercanas de Kensington Square con una señora vieja, rica y muy egoísta. Le pregunté qué había sido de aquella ama de go¬bierno, y me contestó que, pocos años después de la aparición de Vanity Fair se fugó con el sobrino de la señora vieja, y durante una temporada escandalizó a toda aquella sociedad con el mismo estilo y los mismos métodos de mistress Raw¬don Crowley. Y, finalmente, sufrió reveses y desapareció del continente, viéndosela de cuando en cuando en Montecarlo y en otros centros de juego. El noble caballero sobre el que esbozó, el mismo gran sentimental, su coronel Newcome, murió a los pocos meses de que The Newcomes alcanzara su cuarta edición, con la palabra "Adsum" en los labios. Poco después de publicar Stevenson su curioso relato psicológico de transformación, un amigo mío, llamado mister Hyde, se encontraba al norte de Londres, y, en su prisa por llegar a una estación, tomó el camino que creyó más corto y se per¬dió, encontrándose en un laberinto de calles sórdidas aspecto siniestro. Con los nervios a flor de piel, empezó a correr, cuando de pronto un chiquillo que salió de un pasaje abo¬vedado, vino a meterse e sus piernas y cayó sobre la acera. Mister Hyde tropezó con él y lo pisó; el golfillo, lleno de miedo y un poco magullado, se puso a gritar, y en unos se¬gundos la calle se llenó de gentes miserables que salieron de las casas como hormigas. Rodearon a mi amigo, preguntán¬dole cómo se llamaba. Iba él a decirlo, cuando recordó de repente el incidente con que empieza el relato de Stevenson. Horrorizado ante la idea de vivir aquella escena terrible y tan bien escrita, y de repetir el acto que el Hyde de la ficción realiza deliberadamente, huyó a toda velocidad. Perseguido de cerca, acabó por refugiarse en un laboratorio, raramente abierto, y allí explicó a un joven médico ayudante lo que le acababa de pasar. Gracias a una pequeña suma, pudieron alejar a la multitud humanitaria, y, una vez aquello quedó solitario y tranquilo, se fue. Al salir, el nombre grabado sobre la placa de cobre de la puerta atrajo su mirada: Era "Jekyll". Por lo menos, tenía que serlo.
CYRIL.- He de admitir que la teoría es muy interesante; pero para completarla necesita usted demostrar que la Naturaleza es como la Vida: una imitación del Arte. ¿Podría hacerlo?
 
Aquí, la imitación, por lejos que fuera llevada, era absolutamente accidental. En el caso siguiente, esa imitación fue consciente. En mil ochocientos setenta y nueve, recién salido de Oxford, conocí en casa de un representante diplomático a una dama de una belleza peculiarmente exótica. Nos hicimos muy amigos y pasába¬mos mucho tiempo juntos. Me interesaba más su carácter que su belleza, ya que era una mujer muy decidida. Parecía carecer de toda personalidad; pero poseía la facultad de re¬presentar a muchas. En ocasiones se consagraba al Arte totalmente, convertía su salón en un estudio y se pasaba dos o tres días por semana yendo a distintas galerías de pintura y museos. O bien frecuentaba las carreras de caballos, lucien¬do sus ropas más deportivas y no hablando más que de apuestas. Dejaba la religión por el mesmerismo, éste y la política por las emociones melodramáticas de la filantropía. Era, en suma, una especie de Proteo, y tuvo el mismo fracaso en sus transformaciones que aquel asombroso dios marino cuando Ulises lo atrapó. Un día empezó a publicarse una novela en una revista francesa. En aquella época leía yo esa clase de literatura, y recuerdo mi gran sorpresa al llegar a la descripción de la heroína. Era tan parecida a mi amiga, que llevé la revista. Ella misma se reconoció al momento y pa¬reció fascinada por la semejanza. Debo decirle de paso que la obra estaba traducida de un escritor ruso fallecido, de modo que el autor no había podido tomar a mi amiga por modelo. Abreviando: algunos meses después, hallándome en Venecia, vi la revista en el salón del hotel y la abrí para conocer cuál era la suerte de la heroína. Se trataba de una historia la¬mentable. La joven había acabado por fugarse con un hombre de clase inferior, social moral e intelectualmente. Escribí aquella misma noche a mi amiga, dándole mi opi¬nión sobre Giovanni Bellini, los admirables helados de "Florian" y el valor artístico de las góndolas, y añadí una posdata para decirle que su "doble" del relato se había comportado muy neciamente. No sé por qué añadí aquellas líneas; pero recuerdo que me obsesionaba el temor de verla imitar a la heroína. Y antes que mi carta le llegase, se fugó con un hombre, que la abandonó seis meses después. La volví a ver en mil ochocientos ochenta y cuatro, en París, donde vivía con su madre, y le pregunté si aquella narración era responsable de su acto. Me confesó que se había sentido impulsada por una fuerza irresistible a seguir paso a paso a la heroína en su marcha extraña y fatal, y que fue presa de un auténtico terror mientras esperaba los últimos capítulos. Cuando se publicaron, le pareció que estaba obligada a copiarlos, y así lo hizo. Este es un eje clarísimo y extraordinariamente trágico de ese instinto imitativo de que yo hablaba hace un momento.
VIVIAN.- Claro que podría, mi querido amigo.
 
Pero, no quiero insistir más en esos ejemplos individuales y aislados. La experiencia personal es un círculo vicioso y limitado. Todo lo que deseo demostrar es este principio general: La Vida imita al Arte mucho más que el Arte a la Vida. Y estoy seguro de que si reflexiona usted sobre ello, verá que tengo razón. La Vida tiende el espejo al Arte y reproduce algún tipo extraño imaginado por el pintor o el escultor, o realiza con hechos lo que ha sido soñado como ficción. Científicamente hablando, la base de la Vida (la energía de la Vida como decía Aristóteles) es sencillamente el deseo de expresarse. Y el Arte nos ofrece siempre formas variadas para llegar a esa expresión. La Vida se apodera de ellas y las pone en práctica, aunque la hieran. Se han suicidado muchos jóvenes porque Rolla y Werther se suicidaron. Y piense usted en lo que debemos por ejemplo a la imitación de Cristo o a la de César mismo.
CYRIL.- ¿Así que la Naturaleza sigue al paisajista y copia todos sus efectos?
 
'''CYRIL.-''' He de admitir que la teoría es muy interesante; pero para completarla necesita usted demostrar que la Naturaleza es como la Vida: una imitación del Arte. ¿Podría hacerlo?
VIVIAN.-Así es. ¿A quiénes si no a los impresionistas debemos esas admirables brumas oscuras que caen suavemente en nuestras calles, esfumando los faroles de gas y transforman¬do las casas en sombras espantosas? ¿A quiénes sino a ellos y a su maestro debemos las difusas nubes plateadas que flotan sobre nuestros ríos, formando sutiles masas de una gracia moribunda, con el puente en curva y la barca balanceándo¬se? El cambio extraordinario por que ha pasado el clima de Londres durante estos diez últimos años se debe por entero a esa escuela artística particular. ¿Le hace gracia? Considere el tema desde el punto de vista científico o metafísico, y verá que tengo razón. En efecto: ¿qué es la Naturaleza? No es la madre que nos dio la luz: es creación nuestra. Despierta ella a la vida en nuestro cerebro. Las cosas existen porque las vemos, y lo que vemos y como lo vemos depende de las ar¬tes que han influido sobre nosotros. Mirar una cosa y verla son actos muy distintos. No se ve una cosa hasta que se ha comprendido su belleza. Entonces y sólo entonces nace a la existencia. Ahora la gente ve la bruma, no porque la haya, sino porque unos poetas y unos pintores le han enseñado el encanto misterioso de sus efectos. Nieblas han podido exis¬tir en Londres durante siglos. Hasta me atrevo a decir que no han faltado nunca. Pero nadie las vio, y por eso no sabíamos nada ellas. No existieron hasta el día en que el Arte las in¬ventó. Y actualmente confieso que se abusa de las brumas. Se han convertido en burdo amaneramiento de una pandilla, y el realismo exagerado de su método provoca bronquitis en los imbéciles. Allí donde el hombre culto capta un efecto, el hombre ignorante coge un enfriamiento. Seamos, pues, humanos e invitemos al Arte a que mire con sus admirables ojos hacia otro lado. Lo ha hecho ya, por lo demás; esa luz blanca y estremecida que se ve ahora en Francia, con sus extrañas y malvas granulaciones y sus movedizas sombras doradas, es su última fantasía, y la Naturaleza la reproduce de admirable manera. Allí donde nos daba unos Corot o unos Daubigny, nos da ahora unos exquisitos Monet y unos Pis¬sarro realmente encantadores. Es verdad que hay momentos raros, pero puede observarse de vez en cuando, que la Na¬turaleza se hace completamente moderna en ellos. Eviden¬temente, no hay que fiarse nunca de ella. Ya que se encuen¬tra en una desdichada posición. El Arte crea un efecto incomparable y único, y luego pasa otra cosa. La Naturaleza, olvidando que la imitación puede vertirse en la forma más sincera del insulto, se dedica a repetir ese efecto hasta has¬tiarnos. Hoy, sin ir más lejos, no hay nadie verdaderamente culto que hable ya de la belleza de una puesta de sol. Los atardeceres han pasado de moda totalmente. Pertenecen a la época en que Turner era la última palabra en cuestiones de Arte. Admirarlas es una clara señal de provincianismo. Por otra parte, van desapareciendo. Anoche, mistress Arundel insistió para que fuera yo a la ventana a contemplar un "cielo de gloria", según sus palabras. Obedecí, naturalmente, por¬ que es una de esas filisteas absurdamente bonitas a las que uno no puede decir que no. ¿Y qué es lo que vi? Pues, sen¬cillamente, un Turner bastante mediocre, un Turner de la mala época donde todos los defectos del pintor estaban exagerados, acentuados hasta el límite. Por otra parte, estoy dispuesto a admitir que la vida comete a menudo errores parecidos. Produce sus falsos Renés y sus Vautrins falsifica¬dos, exactamente lo mismo que la Naturaleza nos da un día un Cuyp sospechoso y al día siguiente un Rousseau más que discutible. Pero la Naturaleza, cuando cosas de estas, nos enfada más aún. ¡Nos parece tan estúpida, tan evidente, tan inútil! La copia de un Vautrin puede ser delicioso. Pero, no quiero ser demasiado severo con la Naturaleza; espero que Canal, sobre todo en Hansting, no se parezca en demasiadas ocasiones a un Henry Moore gris perla con luces amarillas; pero cuando el Arte sea más variado, la Naturaleza será también, más variada. Que imita al Arte, no creo que pueda negarlo ni su peor enemigo. Es su único punto de contacto con el hombre civilizado. Pero ¿he conseguido probar mi teoría, querido amigo?
 
'''VIVIAN.-''' Claro que podría, mi querido amigo.
CYRIL.- Desde luego. Pero, aun admitiendo ese extraño ins¬tinto imitativo de la Vida y de la Naturaleza, reconocerá usted al menos que el Arte expresa el carácter de su época, el espíritu de su tiempo, las condiciones sociales y morales de su entorno y bajo cuya influencia nace.
 
'''CYRIL.-''' ¿Así que la Naturaleza sigue al paisajista y copia todos sus efectos?
VIVIAN.- ¡No, ni hablar de eso! El Arte no expresa nada más que a sí mismo. Es el principio de mi nueva estética, principio que hace, más aún que esa conexión esencial entre la forma y la sustancia, sobre la cual insiste mister Pater, de la música, el tipo de todas las artes. Naturalmente, las naciones y los in¬dividuos, con esa divina vanidad natural que es el secreto de la existencia, se imaginan que las musas hablan de ellos e in¬tentan hallar, en la tranquila dignidad del Arte imaginativo, un espejo de sus turbias pasiones, olvidando así que el cantor
de la Vida no es Apolo, sino Marsias. Alejado de la realidad, apartados los ojos de las sombras de la caverna, el Arte revela su propia perfección y la multitud sorprendida que observa la florescencia de la maravillosa rosa de pétalos múltiples sueña que es su propia historia la que le cuenta que es su propio espíritu el que acaba de expresarse bajo una nueva forma. Pero no es así. El Arte superior rechaza la carga del espíritu hu¬mano y halla más interesante un procedimiento o unos males inéditos que un entusiasmo cualquiera por el arte, que en cualquier elevada pasión o que cualquier gran despertar de la conciencia humana. Se desarrolla de forma pura, según sus propias líneas. No es símbolo de ninguna época. Las épocas son símbolos suyos. Aun aquellos que consideran el Arte como representativo de una época, de un lugar y de una co¬munidad, reconocen que cuanto más imitativo es el arte, mejor representa el espíritu de su tiempo. Los rostros y versos de los emperadores romanos nos miran desde ese pórfido oscuro y ese jasque moteado en que les gustaba trabajar a los realistas de aquella época, y se nos ocurre pensar que en esos labios crueles y en esas mandíbulas dominantes y sensuales podían descubrir el secreto de la ruina se su Imperio glorio¬so. Pero estaban equivocados. Los vicios de Tiberio no po¬dían destruir aquella civilización suprema, como tampoco podían salvarla las virtudes de los Antoninos. Se derrumbó por otros motivos menos interesantes. Las sibilas y los profetas de la Capilla Sixtina pueden servirnos para interpretar aquella resurrección de la libertad espiritual que denominamos Re¬nacimiento. Pero ¿qué pueden decirnos de la gran alma de Holanda los palurdos beodos y pendencieros de los artistas de ese país? Cuando más abstracto e ideal es un arte, mejor nos revela el carácter de su tiempo. Si queremos comprender a una nación por su arte, hagámoslo a través del estudio de su arquitectura y su música.
 
'''VIVIAN.-''' Así es. ¿A quiénes si no a los impresionistas debemos esas admirables brumas oscuras que caen suavemente en nuestras calles, esfumando los faroles de gas y transforman¬do las casas en sombras espantosas? ¿A quiénes sino a ellos y a su maestro debemos las difusas nubes plateadas que flotan sobre nuestros ríos, formando sutiles masas de una gracia moribunda, con el puente en curva y la barca balanceándo¬se? El cambio extraordinario por que ha pasado el clima de Londres durante estos diez últimos años se debe por entero a esa escuela artística particular. ¿Le hace gracia? Considere el tema desde el punto de vista científico o metafísico, y verá que tengo razón. En efecto: ¿qué es la Naturaleza? No es la madre que nos dio la luz: es creación nuestra. Despierta ella a la vida en nuestro cerebro. Las cosas existen porque las vemos, y lo que vemos y como lo vemos depende de las ar¬tes que han influido sobre nosotros. Mirar una cosa y verla son actos muy distintos. No se ve una cosa hasta que se ha comprendido su belleza. Entonces y sólo entonces nace a la existencia. Ahora la gente ve la bruma, no porque la haya, sino porque unos poetas y unos pintores le han enseñado el encanto misterioso de sus efectos. Nieblas han podido exis¬tirexistir en Londres durante siglos. Hasta me atrevo a decir que no han faltado nunca. Pero nadie las vio, y por eso no sabíamos nada ellas. No existieron hasta el día en que el Arte las in¬ventóinventó. Y actualmente confieso que se abusa de las brumas. Se han convertido en burdo amaneramiento de una pandilla, y el realismo exagerado de su método provoca bronquitis en los imbéciles. Allí donde el hombre culto capta un efecto, el hombre ignorante coge un enfriamiento. Seamos, pues, humanos e invitemos al Arte a que mire con sus admirables ojos hacia otro lado. Lo ha hecho ya, por lo demás; esa luz blanca y estremecida que se ve ahora en Francia, con sus extrañas y malvas granulaciones y sus movedizas sombras doradas, es su última fantasía, y la Naturaleza la reproduce de admirable manera. Allí donde nos daba unos Corot o unos Daubigny, nos da ahora unos exquisitos Monet y unos Pis¬sarroPissarro realmente encantadores. Es verdad que hay momentos raros, pero puede observarse de vez en cuando, que la Na¬turalezaNaturaleza se hace completamente moderna en ellos. Eviden¬tementeEvidentemente, no hay que fiarse nunca de ella. Ya que se encuen¬traencuentra en una desdichada posición. El Arte crea un efecto incomparable y único, y luego pasa otra cosa. La Naturaleza, olvidando que la imitación puede vertirse en la forma más sincera del insulto, se dedica a repetir ese efecto hasta has¬tiarnoshastiarnos. Hoy, sin ir más lejos, no hay nadie verdaderamente culto que hable ya de la belleza de una puesta de sol. Los atardeceres han pasado de moda totalmente. Pertenecen a la época en que Turner era la última palabra en cuestiones de Arte. Admirarlas es una clara señal de provincianismo. Por otra parte, van desapareciendo. Anoche, mistress Arundel insistió para que fuera yo a la ventana a contemplar un "cielo de gloria", según sus palabras. Obedecí, naturalmente, por¬ queporque es una de esas filisteas absurdamente bonitas a las que uno no puede decir que no. ¿Y qué es lo que vi? Pues, sen¬cillamenteillamente, un Turner bastante mediocre, un Turner de la mala época donde todos los defectos del pintor estaban exagerados, acentuados hasta el límite. Por otra parte, estoy dispuesto a admitir que la vida comete a menudo errores parecidos. Produce sus falsos Renés y sus Vautrins falsifica¬dos, exactamente lo mismo que la Naturaleza nos da un día un Cuyp sospechoso y al día siguiente un Rousseau más que discutible. Pero la Naturaleza, cuando cosas de estas, nos enfada más aún. ¡Nos parece tan estúpida, tan evidente, tan inútil! La copia de un Vautrin puede ser delicioso. Pero, no quiero ser demasiado severo con la Naturaleza; espero que Canal, sobre todo en Hansting, no se parezca en demasiadas ocasiones a un Henry Moore gris perla con luces amarillas; pero cuando el Arte sea más variado, la Naturaleza será también, más variada. Que imita al Arte, no creo que pueda negarlo ni su peor enemigo. Es su único punto de contacto con el hombre civilizado. Pero ¿he conseguido probar mi teoría, querido amigo?
CYRIL.- En eso, estoy de acuerdo con usted. El espíritu de una época puede hallar su mejor expresión en las artes abstractas, ideales, porque el espíritu mismo es ideal y abstracto. Pero, en lo tocante al aspecto visible de una época, a su parte exterior, por así decirlo, tenemos, sin duda, que dirigirnos a las artes imitativas.
 
'''CYRIL.-''' Desde luego. Pero, aun admitiendo ese extraño ins¬tintoinstinto imitativo de la Vida y de la Naturaleza, reconocerá usted al menos que el Arte expresa el carácter de su época, el espíritu de su tiempo, las condiciones sociales y morales de su entorno y bajo cuya influencia nace.
VIVIAN.- Yo no creo que sea sí. Después de todo, las artes imitativas nos ofrecen tan sólo los estilos variados de dife¬rentes artistas o de ciertas escuelas artísticas. Realmente, no se imaginará usted que las gentes de la Edad Media se pare¬cían a las figuras reproducidas en las vidrieras, en los tapices, en las esculturas de piedra o madera, en los metales trabaja¬dos o en los manuscritos miniados de la época. Eran, pro¬bablemente, gentes de físico corriente, sin nada grotesco, notable o fantástico. La Edad Media, tal como la conocemos en Arte, es simplemente una forma definida de estilo, y no hay ninguna razón para que un artista que tenga ese estilo nazca en el siglo diecinueve. Ningún gran artista ve las cosas tales como son en realidad. Si las viese así dejaría de ser un artista. Tomemos un ejemplo de nuestra época. Sé que usted es un amante de los objetos japoneses. Pero ¿cree acaso, mi querido amigo, que han existido nunca japoneses tales como ese arte los representa? Si lo cree usted, es que no ha com¬prendido nunca nada del arte japonés. Los japoneses son la creación reflexiva y consciente de ciertos artistas. Examine usted un cuadro de Hokusai, o de Kokkei, o de algún otro pintor de ese país, y después haga lo propio con una dama o un caballero japoneses reales, y verá usted cómo no hay el menor parecido entre ellos. Las gentes que viven en el Japón no se diferencian de los ingleses tampoco. Es decir, que son también asombrosamente vulgares y no tienen nada curioso o extraordinario. Por lo demás, todo el Japón es una pura invención. No existe semejante país ni tales habitantes. Re¬cientemente, uno de nuestros pintores más exquisitos fue al país de los crisantemos con la tonta esperanza de ver allí ja¬poneses. Todo lo que vio y tuvo ocasión de pintar fueron farolillos y abanicos. Como lo ha revelado su deliciosa Ex¬posición en la Galería Dowdeswell no pudo descubrir a sus habitantes. No sabía que los japoneses son, como ya he di¬cho, un modo de estilo simplemente, de exquisita fantasía artística. De manera que si usted quiere ver un efecto japo¬nés, no vaya a Tokio. Todo lo contrario, quédese usted en casa y entréguese de lleno a la obra de ciertos artistas japo¬neses, y entonces, cuando haya usted asimilado el alma de su estilo y captado su visión imaginativa, vaya por la tarde a pasearse por el Parque o por Piccadilly, y si ve usted allí efectos japoneses, no los verá en ningún otro sitio. O bien, volviendo otra vez al pasado, mire este otro ejemplo: los antiguos griegos. ¿Cree usted que el arte griego nos ha dicho nunca que ellos eran los habitantes de Grecia? ¿Cree usted que los atenienses se parecían a las majestuosas figuras de frisos del Partenón o a esas admirables diosas sentadas en el frontón triangular de ese monumento? Según su Arte, ten¬dríamos que creerlo. Pero lea usted una autoridad de en¬tonces, Aristófanes, por ejemplo. Verá usted que las damas atenienses se encorsetaban estrechamente, llevaban calzado de altos tacones, se teñían el pelo de amarillo y se pintaban exactamente igual que una necia elegante o que una corte¬sana de ahora. Juzgamos el pasado conforme al Arte, y el Arte, demos gracias, no jamás ofrece la verdad.
 
'''VIVIAN.-''' ¡No, ni hablar de eso! El Arte no expresa nada más que a sí mismo. Es el principio de mi nueva estética, principio que hace, más aún que esa conexión esencial entre la forma y la sustancia, sobre la cual insiste mister Pater, de la música, el tipo de todas las artes. Naturalmente, las naciones y los in¬dividuosindividuos, con esa divina vanidad natural que es el secreto de la existencia, se imaginan que las musas hablan de ellos e in¬tentan hallar, en la tranquila dignidad del Arte imaginativo, un espejo de sus turbias pasiones, olvidando así que el cantor de la Vida no es Apolo, sino Marsias. Alejado de la realidad, apartados los ojos de las sombras de la caverna, el Arte revela su propia perfección y la multitud sorprendida que observa la florescencia de la maravillosa rosa de pétalos múltiples sueña que es su propia historia la que le cuenta que es su propio espíritu el que acaba de expresarse bajo una nueva forma. Pero no es así. El Arte superior rechaza la carga del espíritu hu¬mano y halla más interesante un procedimiento o unos males inéditos que un entusiasmo cualquiera por el arte, que en cualquier elevada pasión o que cualquier gran despertar de la conciencia humana. Se desarrolla de forma pura, según sus propias líneas. No es símbolo de ninguna época. Las épocas son símbolos suyos.
CYRIL.- Entonces ¿qué opina usted de los retratos modernos de los pintores ingleses? Creo que se parecen bastante a las per¬sonas a quienes pretenden representar, ¿no es así?
 
de la Vida no es Apolo, sino Marsias. Alejado de la realidad, apartados los ojos de las sombras de la caverna, el Arte revela su propia perfección y la multitud sorprendida que observa la florescencia de la maravillosa rosa de pétalos múltiples sueña que es su propia historia la que le cuenta que es su propio espíritu el que acaba de expresarse bajo una nueva forma. Pero no es así. El Arte superior rechaza la carga del espíritu hu¬mano y halla más interesante un procedimiento o unos males inéditos que un entusiasmo cualquiera por el arte, que en cualquier elevada pasión o que cualquier gran despertar de la conciencia humana. Se desarrolla de forma pura, según sus propias líneas. No es símbolo de ninguna época. Las épocas son símbolos suyos. Aun aquellos que consideran el Arte como representativo de una época, de un lugar y de una co¬munidadcomunidad, reconocen que cuanto más imitativo es el arte, mejor representa el espíritu de su tiempo. Los rostros y versos de los emperadores romanos nos miran desde ese pórfido oscuro y ese jasque moteado en que les gustaba trabajar a los realistas de aquella época, y se nos ocurre pensar que en esos labios crueles y en esas mandíbulas dominantes y sensuales podían descubrir el secreto de la ruina se su Imperio glorio¬soglorioso. Pero estaban equivocados. Los vicios de Tiberio no po¬díanpodían destruir aquella civilización suprema, como tampoco podían salvarla las virtudes de los Antoninos. Se derrumbó por otros motivos menos interesantes. Las sibilas y los profetas de la Capilla Sixtina pueden servirnos para interpretar aquella resurrección de la libertad espiritual que denominamos Re¬nacimiento. Pero ¿qué pueden decirnos de la gran alma de Holanda los palurdos beodos y pendencieros de los artistas de ese país? Cuando más abstracto e ideal es un arte, mejor nos revela el carácter de su tiempo. Si queremos comprender a una nación por su arte, hagámoslo a través del estudio de su arquitectura y su música.
VIVIAN.- Totalmente; se parecen tanto a los modelos, que dentro de cien años nadie creerá en la existencia de aquéllos. Los únicos retratos en que se cree son aquellos en los que haya muy poco del modelo mucho del artista. Los últimos dibujos hechos por Holbein de hombres y de mujeres de su época nos parecen asombrosamente reales, simplemente porque Hol¬bein obligó a la Vida a aceptar sus condiciones, a mantener¬ se dentro de los límites que él mismo fijó, a reproducir su tipo y a parecer tal como él quería que pareciese. Es el estilo y únicamente el estilo el que nos hace creer en algo. La gran mayoría de nuestros pintores de retratos modernos están sentenciados al olvido más absoluto. Sólo pintan lo que ven o lo que ve el espectador, y éste no ve nada jamás.
 
'''CYRIL.-''' En eso, estoy de acuerdo con usted. El espíritu de una época puede hallar su mejor expresión en las artes abstractas, ideales, porque el espíritu mismo es ideal y abstracto. Pero, en lo tocante al aspecto visible de una época, a su parte exterior, por así decirlo, tenemos, sin duda, que dirigirnos a las artes imitativas.
CYRIL.- Bien; llegados a este punto, me gustaría oír el final de su interesante artículo.
 
'''VIVIAN.-''' Yo no creo que sea sí. Después de todo, las artes imitativas nos ofrecen tan sólo los estilos variados de dife¬rentes artistas o de ciertas escuelas artísticas. Realmente, no se imaginará usted que las gentes de la Edad Media se pare¬cíanparecían a las figuras reproducidas en las vidrieras, en los tapices, en las esculturas de piedra o madera, en los metales trabaja¬dostrabajados o en los manuscritos miniados de la época. Eran, pro¬bablementeprobablemente, gentes de físico corriente, sin nada grotesco, notable o fantástico. La Edad Media, tal como la conocemos en Arte, es simplemente una forma definida de estilo, y no hay ninguna razón para que un artista que tenga ese estilo nazca en el siglo diecinueve. Ningún gran artista ve las cosas tales como son en realidad. Si las viese así dejaría de ser un artista. Tomemos un ejemplo de nuestra época. Sé que usted es un amante de los objetos japoneses. Pero ¿cree acaso, mi querido amigo, que han existido nunca japoneses tales como ese arte los representa? Si lo cree usted, es que no ha com¬prendidocomprendido nunca nada del arte japonés. Los japoneses son la creación reflexiva y consciente de ciertos artistas. Examine usted un cuadro de Hokusai, o de Kokkei, o de algún otro pintor de ese país, y después haga lo propio con una dama o un caballero japoneses reales, y verá usted cómo no hay el menor parecido entre ellos. Las gentes que viven en el Japón no se diferencian de los ingleses tampoco. Es decir, que son también asombrosamente vulgares y no tienen nada curioso o extraordinario. Por lo demás, todo el Japón es una pura invención. No existe semejante país ni tales habitantes. Re¬cientementeRecientemente, uno de nuestros pintores más exquisitos fue al país de los crisantemos con la tonta esperanza de ver allí ja¬ponesesjaponeses. Todo lo que vio y tuvo ocasión de pintar fueron farolillos y abanicos. Como lo ha revelado su deliciosa Ex¬posiciónExposición en la Galería Dowdeswell no pudo descubrir a sus habitantes. No sabía que los japoneses son, como ya he di¬chodicho, un modo de estilo simplemente, de exquisita fantasía artística. De manera que si usted quiere ver un efecto japo¬nés, no vaya a Tokio. Todo lo contrario, quédese usted en casa y entréguese de lleno a la obra de ciertos artistas japo¬neses, y entonces, cuando haya usted asimilado el alma de su estilo y captado su visión imaginativa, vaya por la tarde a pasearse por el Parque o por Piccadilly, y si ve usted allí efectos japoneses, no los verá en ningún otro sitio. O bien, volviendo otra vez al pasado, mire este otro ejemplo: los antiguos griegos. ¿Cree usted que el arte griego nos ha dicho nunca que ellos eran los habitantes de Grecia? ¿Cree usted que los atenienses se parecían a las majestuosas figuras de frisos del Partenón o a esas admirables diosas sentadas en el frontón triangular de ese monumento? Según su Arte, ten¬dríamostendríamos que creerlo. Pero lea usted una autoridad de en¬toncesentonces, Aristófanes, por ejemplo. Verá usted que las damas atenienses se encorsetaban estrechamente, llevaban calzado de altos tacones, se teñían el pelo de amarillo y se pintaban exactamente igual que una necia elegante o que una corte¬sanacortesana de ahora. Juzgamos el pasado conforme al Arte, y el Arte, demos gracias, no jamás ofrece la verdad.
VIVAN.- Gracias. Espero que le sirva de alguna utilidad. No sé si le servirá. Nuestro siglo es realmente el más prosaico y el más estúpido que ha habido nunca. Incluso el Sueño nos defrauda; ha cerrado las puertas de marfil y ha abierto las de cuerno. Los sueños de la nutrida clase media de este país ta¬les como se narran en dos gruesos volúmenes escritos por mister Myers y en las Transactions of the Psychical Society, son de lo más deprimente que he leído. No hay en ellos ni una bella pesadilla. Son vulgares, sórdidos y aburridos. En cuanto a la Iglesia, no concibo nada mejor para la cultura del país que la creación de un cuerpo de hombres cuyo deber sea creer en lo sobrenatural, realizar milagros cotidianos y contribuir a la conservación del misticismo, tan esencial para la imaginación. Pero en la iglesia de Inglaterra se triunfa menos con la fe que con la incredulidad. Es la única en que los escépticos ocupan el pináculo y en que se considera a Santo Tomás como al apóstol más ideal. Más de un digno pastor que pasa su vida haciendo obras de caridad vive oscuramente y muere desco¬nocido. Pero basta con que cualquier superficial e ignorante advenedizo, recién salido de una de nuestras Universidades, suba al púlpito y exprese sus dudas sobre el Arca de Noé, el asno de Balaam o Jonás y la ballena, para que medio Londres vaya a oírlo y se quede boquiabierto de admiración por su soberbia inteligencia. Lamentemos el desarrollo del sentido común en la Iglesia de Inglaterra. Es, en realidad, una con¬cesión degradante a una forma de realismo, que se debe al desconocimiento más absoluto de la psicología. El hombre puede creer en algo imposible; pero no puede nunca creer en lo impredecible. Como sea, ahora debo leer el final de mi artículo:
 
'''CYRIL.-''' Entonces ¿qué opina usted de los retratos modernos de los pintores ingleses? Creo que se parecen bastante a las per¬sonaspersonas a quienes pretenden representar, ¿no es así?
 
'''VIVIAN.-''' Totalmente; se parecen tanto a los modelos, que dentro de cien años nadie creerá en la existencia de aquéllos. Los únicos retratos en que se cree son aquellos en los que haya muy poco del modelo mucho del artista. Los últimos dibujos hechos por Holbein de hombres y de mujeres de su época nos parecen asombrosamente reales, simplemente porque Hol¬beinHolbein obligó a la Vida a aceptar sus condiciones, a mantener¬ semantenerse dentro de los límites que él mismo fijó, a reproducir su tipo y a parecer tal como él quería que pareciese. Es el estilo y únicamente el estilo el que nos hace creer en algo. La gran mayoría de nuestros pintores de retratos modernos están sentenciados al olvido más absoluto. Sólo pintan lo que ven o lo que ve el espectador, y éste no ve nada jamás.
 
'''CYRIL.-''' Bien; llegados a este punto, me gustaría oír el final de su interesante artículo.
 
'''VIVAN.-''' Gracias. Espero que le sirva de alguna utilidad. No sé si le servirá. Nuestro siglo es realmente el más prosaico y el más estúpido que ha habido nunca. Incluso el Sueño nos defrauda; ha cerrado las puertas de marfil y ha abierto las de cuerno. Los sueños de la nutrida clase media de este país ta¬les como se narran en dos gruesos volúmenes escritos por mister Myers y en las Transactions of the Psychical Society, son de lo más deprimente que he leído. No hay en ellos ni una bella pesadilla. Son vulgares, sórdidos y aburridos. En cuanto a la Iglesia, no concibo nada mejor para la cultura del país que la creación de un cuerpo de hombres cuyo deber sea creer en lo sobrenatural, realizar milagros cotidianos y contribuir a la conservación del misticismo, tan esencial para la imaginación. Pero en la iglesia de Inglaterra se triunfa menos con la fe que con la incredulidad. Es la única en que los escépticos ocupan el pináculo y en que se considera a Santo Tomás como al apóstol más ideal. Más de un digno pastor que pasa su vida haciendo obras de caridad vive oscuramente y muere desco¬nocido. Pero basta con que cualquier superficial e ignorante advenedizo, recién salido de una de nuestras Universidades, suba al púlpito y exprese sus dudas sobre el Arca de Noé, el asno de Balaam o Jonás y la ballena, para que medio Londres vaya a oírlo y se quede boquiabierto de admiración por su soberbia inteligencia. Lamentemos el desarrollo del sentido común en la Iglesia de Inglaterra. Es, en realidad, una con¬cesión degradante a una forma de realismo, que se debe al desconocimiento más absoluto de la psicología. El hombre puede creer en algo imposible; pero no puede nunca creer en lo impredecible. Como sea, ahora debo leer el final de mi artículo:
 
"Lo que tenemos que hacer, lo que es en todo caso nuestro deber, es hacer que resucite ese arte antiguo de la Mentira. Los aficionados en su círculo familiar, en los lunchs literarios y en los tés de las cinco, pueden hacer mucho por la educación del gran público. Pero éste no es más que el lado bueno de la Mentira, tal como se practicaba en los ágapes cretenses. Hay otras muchas formas. Mentir para lograr una inmediata ventaja personal, mentir con un fin moral, como suele decise, era muy corriente en la antigüedad, aunque de ahí en adelante se apreciase cada vez menos. Atenea se ríe oyendo a Ulises "sus palabras de sutil burla", según la expresión de mister Williams Morris. La gloria de la mendicidad ilumina la pálida frente del héroe intachable de la tragedia de Eurípides y sitúa en el rango de las nobles mujeres del pasado a la juvenil esposa de una de las más exquisitas odas de Horacio. Más tarde, al principio sólo había sido un instinto natural, llegó a convertirse en una ciencia razonada. Se redactaron leyes estrictas para guiar a los Hombres y se formó una importante escuela literaria para estudiar este tema. Realmente cuando se recuerda el excelente tratado filosófico de Sánchez sobre toda esta cuestión, hay que lamentar que nadie haya pensado nunca en hacer una edición resumida y popular de las obras de ese importante casuista. Un pequeño breviario, titulado Cuándo y cómo debe mentirse, redactado de forma atractiva, a buen precio, lograría una gran venta y prestaría notables servicios a mucha gente seria y culta. Mentir con el fin de fomentar el progreso de la juventud es la base de la educación familiar, y sus ventajas quedan demostradas tan admirablemente en los primeros libros de La República, de Platón, que es inútil insistir. Es un género de mentira para el cual poseen especial disposición las buenas madres de familia, aunque se presta a un mayor desarrollo y ha sido desdeñado lamentablemente por la School Board. Mentir por un salario mensual es cosa muy corriente en Fleet Street, y el puesto de líder político en un diario tiene sus ventajas; pero es ésa, según dicen, una ocupación algo estúpida y que no lleva más que a una especie de fastuosa oscuridad. La única forma irreprochable es, como hemos demostrado, la Mentira por sí misma, y el más eleva¬do desarrollo que pueda alcanzar es la mentira en Arte. De la misma manera que a los que no prefieren Platón a la Verdad les está prohibido entrar en Academos, tampoco los que no prefieren la Belleza a la Verdad pueden entrar en el templo secreto del Arte. El sólido y pesado intelecto británico yace en la arena del desierto como la esfinge del maravilloso cuento de Flaubert; y la fantasía de La chimére danza en torno a él y le llama con voz falaz a los sones de la flauta. No puede actualmente oírla; pero algún día, cuando estemos hartos de la vulgaridad de la ficción moderna, la oirá e intentará utilizar sus alas.
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Y cuando despunte esa aurora o ese crepúsculo se vuelva color púrpura, ¿cuál será nuestra sorpresa? Los hechos serán despreciados, la Verdad llorará sobre sus cadenas y la Ficción maravillosa reaparecerá en la Tierra. El físico mismo del mundo cambiará ante el asombro de nuestras miradas maravilladas. Behemoth y Leviatán surgirán del mar y nadarán alrededor de las galeras de elevada popa, como sobre esas maravillosas cartas marinas de antaño, cuando los libros de geografía podían leerse. Los dragones recorrerán los desiertos y el fénix levantará el vuelo desde su nido hacia el sol. Cogeremos el basilisco y podremos ver la cabeza del sapo, la piedra preciosa allí engastada. El Hipogrifo mascará su avena dorada en cuadras y será nuestra dócil cabalgadura y el Pájaro Azul se cernirá sobre nosotros, cantando hechos imposibles y bellos, historias adorables que no suceden nunca, historias que no son y que podrían ser. Pero antes de llegar a eso debemos recuperar el arte perdido de la Mentira."
 
'''CYRIL.-''' Entonces recuperémoslo ya, ahora. Para evitar cualquier error, le ruego que me resuma en dos palabras las doctrinas de la Nueva Estética.
 
'''VIVIAN.-''' Son éstas, así brevemente. El Arte no se expresa más que a sí mismo. Tiene una vida independiente, como el pen¬samientopensamiento, y se desarrolla puramente en un sentido que le es peculiar. No es necesariamente realista en una época de realismo, ni espiritual en una época de fe. Lejos de ser crea¬ción de su tiempo está generalmente en oposición directa con él, y la única historia que nos ofrece es la de su propio desarrollo. A veces vuelve sobre sus pasos y resucita en alguna forma antigua, como sucedió en el movimiento arcaico del último arte griego y en el movimiento prerrafaelista con¬temporáneocontemporáneo. Otras veces se adelanta a su época y produce una obra que otro siglo posterior sabrá comprender y apre¬ciar. En ningún caso representa su época. Pasar del arte de una época a la época misma es el gran error que cometen todos historiadores.
 
La segunda doctrina es ésta. Todo arte mediocre proviene de una vuelta a la Vida y a la Naturale¬za y de haber intentado elevarlas a la altura de ideales. La Vida y la Naturaleza pueden ser utilizadas a veces como parte integrante de los materiales artísticos: pero antes deben ser traducidas en convenciones artísticas. Cuando el arte deja de ser imaginativo, fenece. El realismo como método, es un completo fracaso, y el artista debe evitar la modernidad en la forma y también la modernidad del tema. A nosotros que vivimos en el siglo diecinueve, cualquier otro siglo, menos el nuestro, puede ofrecer un asunto artístico apropiado. Las únicas cosas bellas son las que no nos afectan personalmente. Citando gustoso, diré que precisamente porque Hécuba no tiene nada que ver con nosotros, es por lo que sus dolo¬res constituyen un motivo trágico adecuado. Además, lo moderno se torna anticuado siempre. Zola se sienta para trazarnos un cuadro del Segundo Imperio. ¿A quién le inte¬resainteresa hoy el Segundo Imperio? Está pasado de moda. La vida avanza más deprisa que el Realismo; pero el Romanticismo precede siempre a la vida.
 
La tercera doctrina es que la Vida imita al Arte mucho más que el Arte imita a la Vida. Lo cual proviene no sólo del instinto imitativo de la Vida, sino del hecho de que el fin consciente de la Vida es hallar su expresión, y el Arte le ofrece ciertas formas de belleza para la realización de esa energía. Esta teoría, inédita hasta ahora, es extraordinariamente fecunda y arroja una luz enteramente nueva sobre la historia del Arte.
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De todo ello deducimos, a modo de corolario, que también la Naturaleza exterior imita al Arte. Los únicos efectos que puede mostrarnos son los que habíamos visto ya en poesía o en pintura. Este es el secreto del encanto de la Naturaleza y asimismo la explicación de su debilidad.
 
La revelación final es que la Mentira, o sea, el relato de las cosas bellas y falsas, es la finalidad misma del Arte. Pero ya he hablado de esto bastante. Ahora, salgamos a la terraza, donde "el pavo real blanco muere como un fantasma", mientras la estrella nocturna "baña de plata el gris cielo". Al caer la os¬curidadoscuridad, la Naturaleza es de un efecto increíblemente sugestivo y lleno de belleza, aunque quizá sirva sobre todo para ilustrar citas de poetas. ¡Vamos! Ya hemos hablado suficiente.
 
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