Diferencia entre revisiones de «Crimen y castigo (tr. anónima)/Sexta Parte/Capítulo VI»

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Línea 126:
«¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y...»
 
No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó en la pierna un nuevo contacto desagradable. Entonces echó a un lado la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando de frío, empezó a inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón saltaba sobre la sábana. Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas direcciones, burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo de la almohada. Svidrigailof arrojó la almohada al suelo, pero notó que algo había saltado sobre su pecho y se paseaba por encima de su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó. La oscuridad reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como poco antes. Fuera seguía rugiendo el viento.
 
« ¡Esto es insufrible! » se dijo con los nervios crispados.
Línea 136:
De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigailof tiró de la cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la bujía. No pensaba en nada, no quería pensar. Sin embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una especie de letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que seguía agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía más que flores. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un da de fiesta: la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos repletos de flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas de mármol, cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras. Las ventanas ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y verdes tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume embriagador.
 
Svidrigailof no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la escalinata y llegó a un salón de alto techo, repleto también de flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las puertas abiertas, en el mirador... El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado. Por las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín. En medio de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado, orlado de blancos encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores, descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de rosas ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una tristeza sin límites.
 
Svidrigailof conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna imagen, ningún cirio encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río. Sólo tenia catorce años y había sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de terror su conciencia infantil, colmado su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado de su pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en una noche de deshielo húmeda y tenebrosa...