Diferencia entre revisiones de «La familia de León Roch : 2-08»

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|título=[[La familia de León Roch]]<br>Segunda Parte<br>Capítulo VIII <br> En que se ve pintada al vivo la invasi&oacute;ninvasión de los b&aacute;rbarosbárbaros. Resucitan Alarico, Atila, Omar
|autor=[[Benito Pérez Galdós]]
|notas=}}
Date prisa, Facunda, que el Sr. D. León vendrá pronto de su paseo a caballo, y se incomodará si no está arreglado su gabinete... ¡Pero quia!, si él no se incomoda nunca... Hombre mejor no ha nacido de mujer. «¿Cómo va, Facunda, ha echado usted de comer a las gallinas? ¿Y el Sr. Trompeta cómo está?». «Pues vamos pasando, Sr. D. León». Esto es lo único que hablamos... ¡Bah, bah!... Y Trompeta me porfiaba ayer que aquí hay al pie de doscientos libros. Y también dos mil... El señor don León Roch (y repito que este apellido me parece mismamente un estornudo... apellido ordinario, como el nuestro...) pues sí, siempre que va a Madrid trae el coche lleno de libros, y después hace estas láminas. «Pero, señor D. León, ¿usted me quiere decir para qué sirve esto?». Pues no deja de ser bonito. Rayas encarnadas y verdes, manchas y fajas de todos colores... A bien que si yo supiera leer me enteraría de todo ello, pues se me alcanza que aquí, al borde, hay letras y hasta renglones... Pero date prisa, mujer; Facunda, ¿qué haces ahí como una boba?, date prisa a barrer y quitar el polvo; que viene, que viene el señor... Ahora, Facundita, bájate a la cocina y cómete la magra que dejaste en la sartén. Luego tomarás un poco de sol.
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La que así hablaba era Facunda Trompeta, que tenía la costumbre de hablar consigo misma siempre que estaba sola, y de llamarse por su nombre y de reprenderse o adularse. Siempre empleaba el gesto y los visajes para estas auto-conversaciones, y algunas veces la palabra. Era bienaventurada esposa de un honradísimo carbonero de Madrid llamado José Trompeta, que habiendo hecho modesta fortuna en tiempos en que aún se hacían fortunas con carbón, se retiró a Carabanchel a pasar tranquilamente el resto de sus días. No hay noticia de una existencia más tranquila, más dulce y reposada que la de aquel par de viejos sin hijos. Ambos eran de natural manso y pacífico y se querían entrañablemente en su vejez, con estimación fina y delicada, no incompatible con el frío de los años. Habían comprado una casa, en cuya planta baja vivían, reservando la alta para alquilarla por buen dinero a alguna de las prolíficas familias madrileñas que van allá huyendo de la tos ferina o del sarampión. A principios de Abril la arrendó un caballero que frecuentaba el palacio de Suertebella, y parecía muy bien educado, aunque no se reía casi nunca y hablaba lo menos posible.
 
La habitación de León era una gran pieza que parecía la celda de un prior, espaciosa, alta, ventilada, tal como no se hallan ya sino en las casas antiguas. Por las ventanas del Naciente se veía a lo lejos la pomposa arboleda de Vista-Alegre, y más cerca, el parque de Suertebella, cuya vaquería se comunicaba por medio de un portalón, casi siempre abierto, con la corraliza de la finca de Trompeta. Por el Poniente veíase el pintoresco camino de Carabanchel Alto, con la Montija, y los términos azulados y las verdes lomas de aquellos campos, que desde Marzo hasta principios de Junio no carecen de belleza.
<p>Date prisa, Facunda, que el Sr. D. Le&oacute;n vendr&aacute; pronto de su paseo a caballo, y se incomodar&aacute; si no est&aacute; arreglado su gabinete... &iexcl;Pero quia!, si &eacute;l no se incomoda nunca... Hombre mejor no ha nacido de mujer. &laquo;&iquest;C&oacute;mo va, Facunda, ha echado usted de comer a las gallinas? &iquest;Y el Sr. Trompeta c&oacute;mo est&aacute;?&raquo;. &laquo;Pues vamos pasando, Sr. D. Le&oacute;n&raquo;. Esto es lo &uacute;nico que hablamos... &iexcl;Bah, bah!... Y Trompeta me porfiaba ayer que aqu&iacute; hay al pie de doscientos libros. Y tambi&eacute;n dos mil... El se&ntilde;or don Le&oacute;n Roch (y repito que este apellido me parece mismamente un estornudo... apellido ordinario, como el nuestro...) pues s&iacute;, siempre que va a Madrid trae el coche lleno de libros, y despu&eacute;s hace estas l&aacute;minas. &laquo;Pero, se&ntilde;or D. Le&oacute;n, &iquest;usted me quiere decir para qu&eacute; sirve esto?&raquo;. Pues no deja de ser bonito. Rayas encarnadas y verdes, manchas y fajas de todos colores... A bien que si yo supiera leer me enterar&iacute;a de todo ello, pues se me alcanza que aqu&iacute;, al borde, hay letras y hasta renglones... Pero date prisa, mujer; Facunda, &iquest;qu&eacute; haces ah&iacute; como una boba?, date prisa a barrer y quitar el polvo; que viene, que viene el se&ntilde;or... Ahora, Facundita, b&aacute;jate a la cocina y c&oacute;mete la magra que dejaste en la sart&eacute;n. Luego tomar&aacute;s un poco de sol.</p>
 
<p>La que as&iacute; hablaba era Facunda Trompeta, que ten&iacute;a la costumbre de hablar consigo misma siempre que estaba sola, y de llamarse por su nombre y de reprenderse o adularse. Siempre empleaba el gesto y los visajes para estas auto-conversaciones, y algunas veces la palabra. Era bienaventurada esposa de un honrad&iacute;simo carbonero de Madrid llamado Jos&eacute; Trompeta, que habiendo hecho modesta fortuna en tiempos en que a&uacute;n se hac&iacute;an fortunas con carb&oacute;n, se retir&oacute; a Carabanchel a pasar tranquilamente el resto de sus d&iacute;as. No hay noticia de una existencia m&aacute;s tranquila, m&aacute;s dulce y reposada que la de aquel par de viejos sin hijos. Ambos eran de natural manso y pac&iacute;fico y se quer&iacute;an entra&ntilde;ablemente en su vejez, con estimaci&oacute;n fina y delicada, no incompatible con el fr&iacute;o de los a&ntilde;os. Hab&iacute;an comprado una casa, en cuya planta baja viv&iacute;an, reservando la alta para alquilarla por buen dinero a alguna de las prol&iacute;ficas familias madrile&ntilde;as que van all&aacute; huyendo de la tos ferina o del sarampi&oacute;n. A principios de Abril la arrend&oacute; un caballero que frecuentaba el palacio de Suertebella, y parec&iacute;a muy bien educado, aunque no se re&iacute;a casi nunca y hablaba lo menos posible.</p>
Junto a la gran estancia que era sala, despacho y gabinete de estudio, había una alcoba y dos cuartos pequeños. En uno de estos habitaba el criado. Pocos y cómodos muebles, traídos de Madrid, muchos libros, piedras, láminas, atlas, mesa de dibujo con aparatos de acuarela y lavado, un microscopio, algunas herramientas de geólogo y los más sencillos aparatos químicos para el análisis por la vía húmeda y por el soplete, llenaban la vasta celda.
<p>La habitaci&oacute;n de Le&oacute;n era una gran pieza que parec&iacute;a la celda de un prior, espaciosa, alta, ventilada, tal como no se hallan ya sino en las casas antiguas. Por las ventanas del Naciente se ve&iacute;a a lo lejos la pomposa arboleda de Vista-Alegre, y m&aacute;s cerca, el parque de Suertebella, cuya vaquer&iacute;a se comunicaba por medio de un portal&oacute;n, casi siempre abierto, con la corraliza de la finca de Trompeta. Por el Poniente ve&iacute;ase el pintoresco camino de Carabanchel Alto, con la Montija, y los t&eacute;rminos azulados y las verdes lomas de aquellos campos, que desde Marzo hasta principios de Junio no carecen de belleza.</p>
 
<p>Junto a la gran estancia que era sala, despacho y gabinete de estudio, hab&iacute;a una alcoba y dos cuartos peque&ntilde;os. En uno de estos habitaba el criado. Pocos y c&oacute;modos muebles, tra&iacute;dos de Madrid, muchos libros, piedras, l&aacute;minas, atlas, mesa de dibujo con aparatos de acuarela y lavado, un microscopio, algunas herramientas de ge&oacute;logo y los m&aacute;s sencillos aparatos qu&iacute;micos para el an&aacute;lisis por la v&iacute;a h&uacute;meda y por el soplete, llenaban la vasta celda.</p>
<p>&laquo;&iexcl;«¡Ea!, ya tiene usted su cuarto arreglado, Sr. D. Le&oacute;nLeón -dijo Facunda, sent&aacute;ndosesentándose sin aliento en el sill&oacute;nsillón de estudio-. Ya puede usted venir cuando quiera. No se quejar&aacute;quejará de que le he revuelto estas baratijas&raquo;».</p>
 
<p>Como se ve, la excelente se&ntilde;ora, cuando estaba sola, adem&aacute;s de hablar consigo misma, hablaba con los dem&aacute;s.</p>
Como se ve, la excelente señora, cuando estaba sola, además de hablar consigo misma, hablaba con los demás.
<p>&laquo;Y d&iacute;game usted, Sr. D. Le&oacute;n; &iquest;es cierto que antes iba usted a comer muy a menudo a Suertebella? Aunque ahora va usted muy poco por all&aacute;, me parece que le gusta m&aacute;s de la cuenta la se&ntilde;orita marquesa... Como es tan rica, no importa que no sea guapa... Ahora no va usted al palacio por aquello de respetar el luto. Conozco yo bien a mi gente...&raquo;.</p>
 
<p>Y Facunda, no s&oacute;lo hablaba con los dem&aacute;s, sino que se figuraba o&iacute;r a sus interlocutores. No s&oacute;lo hab&iacute;a discursos, sino discusi&oacute;n.</p>
«Y dígame usted, Sr. D. León; ¿es cierto que antes iba usted a comer muy a menudo a Suertebella? Aunque ahora va usted muy poco por allá, me parece que le gusta más de la cuenta la señorita marquesa... Como es tan rica, no importa que no sea guapa... Ahora no va usted al palacio por aquello de respetar el luto. Conozco yo bien a mi gente...».
<p>&laquo;&iquest;Con que digo disparates?... &iquest;Con que no es cierto que le gusta a usted la marquesita?... Y esos mimos a la nena &iquest;qu&eacute; significan?... Ya; usted qu&eacute; ha de decir... &iexcl;San Blas! Si no fuera usted casado... Pero entre la gente grande no hay escr&uacute;pulos. D&iacute;ganmelo a m&iacute;, que he servido veinte a&ntilde;os a una se&ntilde;ora condesa, y he visto unas cosas... Pero &iquest;qu&eacute; haces aqu&iacute;, Facunda, hecha una boba? Despab&iacute;late... piernas al aire... No has puesto el puchero todav&iacute;a... &iexcl;Oh! &iquest;Qu&eacute; ruido es ese? &iquest;Qui&eacute;n viene?&raquo;.</p>
 
<p>O&iacute;anse risotadas infantiles y un delicioso traqueteo de piececitos en la escalera. Eran Monina, Tachana y Guru, que despu&eacute;s de corretear por el parque, pasaron a la vaquer&iacute;a, de esta a la corraliza de Trompeta, y una vez all&iacute;, decidieron hacer una excursi&oacute;n en toda regla por los dominios altos de la casa. El aya de Monina les acompa&ntilde;aba. Sabemos qui&eacute;n era Monina; pero no conocemos a esos dos personajes que se nombran Tachana y Guru. La primera ten&iacute;a tres a&ntilde;os y era hija del administrador de Suertebella, Catalina de nombre, de rostro lind&iacute;simo, muy reservadita y poco traviesa. Acompa&ntilde;aba en sus juegos a Ramona, y aunque rega&ntilde;aban tres veces en cada hora, acometi&eacute;ndose algunas con mujeril coraje, eran buenas amigas y cada cual lloraba siempre que se hac&iacute;an demostraciones de castigar a la otra. Se comprender&aacute; f&aacute;cilmente c&oacute;mo, en las trasformaciones lexicol&oacute;gicas que sufren los nombres en boca de los ni&ntilde;os, pudo Catalina o Catana llegar a llamarse <i>Tachana</i>; lo que no se comprender&aacute;, aunque pongan mano en ello todos los ling&uuml;istas del mundo, es c&oacute;mo un chico nombrado Lorenzo lleg&oacute; a llamarse <i>Guru</i> en boca de Monina; pero as&iacute; era, y hemos visto casos m&aacute;s raros todav&iacute;a de corrupci&oacute;n de vocablos. Guru, rayaba en los seis a&ntilde;os y era hermano de Tachana, formalito como aquella, estudioso como pocos, apuesto y gallardo chico que ya ten&iacute;a sus novias, su rel&oacute;, gab&aacute;n ruso, bast&oacute;n, y llamaba a las ni&ntilde;as <i>chicas</i>.</p>
Y Facunda, no sólo hablaba con los demás, sino que se figuraba oír a sus interlocutores. No sólo había discursos, sino discusión.
<p>-Se&ntilde;ora Facunda -dijo desde abajo la voz del aya-, ah&iacute; va la langosta. Cuidado no destrocen algo.</p>
 
<p>Entraron en tropel: Monina, saltando; Tachana, pavone&aacute;ndose con un pa&ntilde;uelo que se hab&iacute;a puesto por cola, y el atildado Guru ech&aacute;ndoselas de padre maestro con las otras dos y recomend&aacute;ndoles la compostura y formalidad.</p>
«¿Con que digo disparates?... ¿Con que no es cierto que le gusta a usted la marquesita?... Y esos mimos a la nena ¿qué significan?... Ya; usted qué ha de decir... ¡San Blas! Si no fuera usted casado... Pero entre la gente grande no hay escrúpulos. Díganmelo a mí, que he servido veinte años a una señora condesa, y he visto unas cosas... Pero ¿qué haces aquí, Facunda, hecha una boba? Despabílate... piernas al aire... No has puesto el puchero todavía... ¡Oh! ¿Qué ruido es ese? ¿Quién viene?».
<p>-&iexcl;Que est&aacute; aqu&iacute; el lucero! -exclam&oacute; Facunda, tomando a Monina en sus brazos y bes&aacute;ndola con estruendo.</p>
 
<p>Ramona mov&iacute;a col&eacute;rica sus piernecitas en el aire y bramaba con esa ira infantil de que nadie hace caso, diciendo: -No, no, vieja fea.</p>
Oíanse risotadas infantiles y un delicioso traqueteo de piececitos en la escalera. Eran Monina, Tachana y Guru, que después de corretear por el parque, pasaron a la vaquería, de esta a la corraliza de Trompeta, y una vez allí, decidieron hacer una excursión en toda regla por los dominios altos de la casa. El aya de Monina les acompañaba. Sabemos quién era Monina; pero no conocemos a esos dos personajes que se nombran Tachana y Guru. La primera tenía tres años y era hija del administrador de Suertebella, Catalina de nombre, de rostro lindísimo, muy reservadita y poco traviesa. Acompañaba en sus juegos a Ramona, y aunque regañaban tres veces en cada hora, acometiéndose algunas con mujeril coraje, eran buenas amigas y cada cual lloraba siempre que se hacían demostraciones de castigar a la otra. Se comprenderá fácilmente cómo, en las trasformaciones lexicológicas que sufren los nombres en boca de los niños, pudo Catalina o Catana llegar a llamarse <i>Tachana</i>; lo que no se comprenderá, aunque pongan mano en ello todos los lingüistas del mundo, es cómo un chico nombrado Lorenzo llegó a llamarse <i>Guru</i> en boca de Monina; pero así era, y hemos visto casos más raros todavía de corrupción de vocablos. Guru, rayaba en los seis años y era hermano de Tachana, formalito como aquella, estudioso como pocos, apuesto y gallardo chico que ya tenía sus novias, su reló, gabán ruso, bastón, y llamaba a las niñas <i>chicas</i>.
<p>-&iexcl;Lucero de tu madre!... Y t&uacute; Catana, no des vueltas, que te mareas... Lorenzo, no tires del brazo a Monina... &iexcl;brib&oacute;n!, &iquest;qu&eacute; haces a la ni&ntilde;a?, d&eacute;jala... pobrecita.</p>
 
<p>Monina y Tachana dieron vueltas por la habitaci&oacute;n, corriendo una tras otra. Ya ven&iacute;an algo fatigadas de tanto correr por el jard&iacute;n, y ten&iacute;an el rostro encendido, los ojos chispeantes. Los graciosos hoyuelos que hac&iacute;a Mona junto a su boquilla cuando se re&iacute;a, dar&iacute;an envidia a los &aacute;ngeles, y a Tachana se le ca&iacute;an sobre la frente las guedejas negras, oblig&aacute;ndole a alzar las manos constantemente para apartarlas. Pesta&ntilde;eaba sin cesar, como si la ofendiera la luz del sol. Monina, por el contrario, abr&iacute;a sus ojos con atenci&oacute;n investigadora, insaciable, se&ntilde;al de la curiosidad y ambici&oacute;n pueril que quiere enterarse de todas las cosas para apropi&aacute;rselas despu&eacute;s.</p>
-Señora Facunda -dijo desde abajo la voz del aya-, ahí va la langosta. Cuidado no destrocen algo.
<p>Facunda les mand&oacute; que fueran juiciosas y les habr&iacute;a mandado algo m&aacute;s si no hubiera sentido la voz del aya, que en lo bajo de la escalera charlaba con Casiana, la mujer de uno de los guardas de Suertebella. Dentro de los l&iacute;mites de lo posible (si bien en una posibilidad casi infinitamente remota) est&aacute; que nuestro planeta, desobedeciendo a la atracci&oacute;n del sol que lo gobierna, se salga de su &oacute;rbita y perezca inflamado si con otro cuerpo choca; pero lo que no es de ning&uacute;n modo posible, ni aun en teor&iacute;a, es que Facunda, oyendo que el aya y Casiana hablaban, dejase de correr a enterarse de lo que dec&iacute;an. As&iacute; lo hizo, dirigi&eacute;ndose con paso quedo y cauteloso, a la meseta de la escalera.</p>
 
<p>En tanto, Monina y Tachana se hab&iacute;an detenido delante de la mesa donde estaban las l&aacute;minas geol&oacute;gicas y los dibujos concluidos y por empezar. Una sonrisa de triunfo, propia de todo mortal que descubre un mundo, se pint&oacute; en el semblante de una y otra. &iexcl;Qu&eacute; cosa tan bonita! &iexcl;Qu&eacute; colores tan vivos! &iexcl;Qu&eacute; rayas! Ellas no sab&iacute;an lo que aquello era, y sin duda por lo mismo lo admiraban tanto. Se parec&iacute;a verdaderamente a las obras de ellas, cuando la piedad materna les pon&iacute;a un l&aacute;piz en las manos y un papel delante. Ciertamente, Guru, con su caja de colores, hab&iacute;a hecho obras por el estilo. All&iacute; no hab&iacute;a nenes pintados, ni caballos, ni casas, y, sin embargo, parec&iacute;ales algo como nacimiento, una obra magna, brillante, esplendorosa, sin igual.</p>
Entraron en tropel: Monina, saltando; Tachana, pavoneándose con un pañuelo que se había puesto por cola, y el atildado Guru echándoselas de padre maestro con las otras dos y recomendándoles la compostura y formalidad.
<p>Acontece que cuando se presenta a los ni&ntilde;os un objeto cualquiera que les sorprende por su belleza, jam&aacute;s lo dan por concluido, y quieren ellos poner algo de su propia cosecha que complete y avalore la obra. Sin duda tienen en m&aacute;s alto grado que los hombres el ideal de la perfecci&oacute;n art&iacute;stica, y no hay para ellos obra de arte que no necesite una pincelada m&aacute;s. As&iacute; lo comprendi&oacute; Monina que, viendo no lejos de la l&aacute;mina un tintero, meti&oacute; bonitamente el dedo en &eacute;l y traz&oacute; una gruesa raya de tinta sobre el dibujo. Radiante de gozo y satisfacci&oacute;n, se ech&oacute; a re&iacute;r, mirando a Tachana y a Guru. Estos dos se echaron a re&iacute;r tambi&eacute;n, y animada por el &eacute;xito, Monina meti&oacute; en el tintero, no ya el dedo, sino toda la mano, y la extendi&oacute; sobre la l&aacute;mina de un &aacute;ngulo a otro. El efecto era grandioso y altamente est&eacute;tico. Parec&iacute;a que sobre las tierras pintadas all&iacute; con delicadas tintas se cern&iacute;an enormes nubarrones pre&ntilde;ados de rayos y lluvias.</p>
 
<p>Tachana era demasiado pulcra para meter su dedito en un tintero. Adem&aacute;s, se cre&iacute;a maestra en el manejo del l&aacute;piz. &iexcl;Feliz ocasi&oacute;n! Sobre la mesa hab&iacute;a l&aacute;pices azules, y a dos pasos, en el atril, un magn&iacute;fico atlas geol&oacute;gico, admirable obra cromolitogr&aacute;fica, honor de las prensas berlinesas. Sin embargo, a aquellas hermosas hojas estampadas de vivos colores les faltaba algo, &iquest;qui&eacute;n pod&iacute;a dudarlo? Era evidente que las tales l&aacute;minas ser&iacute;an m&aacute;s bonitas si una mano sol&iacute;cita las adornaba con rayas de l&aacute;piz y trazadas alrededor de todos los contornos. As&iacute; lo comprendi&oacute; Tachana, que era el Rafael de las rayas, pues sab&iacute;a trazarlas en todas direcciones con admirable pulso.</p>
-¡Que está aquí el lucero! -exclamó Facunda, tomando a Monina en sus brazos y besándola con estruendo.
<p>Guru comprendi&oacute; que todo aquello iba a concluir en solfa. Dijo a sus amigas que se estuvieran quietas; pero al mismo tiempo, &iexcl;qu&eacute; ocasi&oacute;n para lucirse &eacute;l, que ten&iacute;a caja de pinturas y sab&iacute;a hacer cuadros, casi casi tan buenos como los de Vel&aacute;zquez! Lo que Monina hab&iacute;a hecho era una chapucer&iacute;a indecente. &iquest;Qu&eacute; significaban aquellas nubes negras y aquellas cruces de tinta con que la muy puerca hab&iacute;a ido decorando el margen de la l&aacute;mina? Efecto tan deplorable se remediar&iacute;a si en un &aacute;ngulo del dibujo aparec&iacute;a una casita campestre con sus dos ventanas como los dos ojos de una cara, su chimenea en la punta y un perro en la puerta. Manos a la obra. Cogi&oacute; un l&aacute;piz rojo, y para no colaborar en las desastrosas pinturas de Monina, apoderose de otra l&aacute;mina y empez&oacute; su casita. En poco m&aacute;s de cinco minutos, a la casita acompa&ntilde;aba un caballo, y en el caballo cabalgaba un hombre fumando en una pipa mayor que la casa.</p>
 
<p>No es posible que tres artistas trabajen en un mismo taller sin que estallen ruidosas tempestades de celos. Monina quiso dar un toque a la casa de Guru; este la apart&oacute; con un codazo. Monina agarr&oacute; la l&aacute;mina, diciendo:</p>
Ramona movía colérica sus piernecitas en el aire y bramaba con esa ira infantil de que nadie hace caso, diciendo: -No, no, vieja fea.
<p>-<i>Pa m&iacute;, pa m&iacute;</i>.</p>
 
<p>-<i>Pa m&iacute;</i> -replic&oacute; Tachana, que hab&iacute;a arrojado el l&aacute;piz.</p>
-¡Lucero de tu madre!... Y tú Catana, no des vueltas, que te mareas... Lorenzo, no tires del brazo a Monina... ¡bribón!, ¿qué haces a la niña?, déjala... pobrecita.
<p>La l&aacute;mina grande, de sesenta cent&iacute;metros, resbal&oacute; de la mesa; Tachana y Monina la cogieron cada una por un lado, y... charr&aacute;s... Al ver c&oacute;mo se part&iacute;a, ambas se echaron a re&iacute;r, y Monina bat&iacute;a palmas con sus manos negras.</p>
 
<p>-Tontas, ahora s&iacute; que la hab&eacute;is hecho buena -dijo Guru palideciendo.</p>
Monina y Tachana dieron vueltas por la habitación, corriendo una tras otra. Ya venían algo fatigadas de tanto correr por el jardín, y tenían el rostro encendido, los ojos chispeantes. Los graciosos hoyuelos que hacía Mona junto a su boquilla cuando se reía, darían envidia a los ángeles, y a Tachana se le caían sobre la frente las guedejas negras, obligándole a alzar las manos constantemente para apartarlas. Pestañeaba sin cesar, como si la ofendiera la luz del sol. Monina, por el contrario, abría sus ojos con atención investigadora, insaciable, señal de la curiosidad y ambición pueril que quiere enterarse de todas las cosas para apropiárselas después.
<p>La contestaci&oacute;n de Monina fue coger otra l&aacute;mina y sacar de ella una tira en todo lo largo. Despu&eacute;s cogi&oacute; el l&aacute;piz de Tachana, y sobre las delicadas rayas que esta hab&iacute;a trazado con tanto esmero en el atlas, traz&oacute; ella una especie de tela de ara&ntilde;a, tanta era la rapidez del l&aacute;piz empu&ntilde;ado por la mitad y movido con verdadero furor. Guru quiso al fin contener aquel vand&aacute;lico desorden y amenaz&oacute; a Monina; pero esta supo escaparse saltando y golpeando con sus manos llenas de tinta los muebles forrados de seda.</p>
 
<p>En uno de sus locos giros, det&uacute;vose en la mesa donde estaba el microscopio y se qued&oacute; absorta contempl&aacute;ndolo. Se alzaba sobre las puntas de los pies, apoy&aacute;ndose con las manos en el borde de la mesa, y estiraba los dos dedos &iacute;ndices hacia el aparato, diciendo:</p>
Facunda les mandó que fueran juiciosas y les habría mandado algo más si no hubiera sentido la voz del aya, que en lo bajo de la escalera charlaba con Casiana, la mujer de uno de los guardas de Suertebella. Dentro de los límites de lo posible (si bien en una posibilidad casi infinitamente remota) está que nuestro planeta, desobedeciendo a la atracción del sol que lo gobierna, se salga de su órbita y perezca inflamado si con otro cuerpo choca; pero lo que no es de ningún modo posible, ni aun en teoría, es que Facunda, oyendo que el aya y Casiana hablaban, dejase de correr a enterarse de lo que decían. Así lo hizo, dirigiéndose con paso quedo y cauteloso, a la meseta de la escalera.
<p>-<i>Eto</i>.</p>
 
<p><i>Eto</i> quer&iacute;a decir <i>&iquest;qu&eacute; es esto? Supongo que ser&aacute; para m&iacute;. Veamos lo que es</i>.</p>
En tanto, Monina y Tachana se habían detenido delante de la mesa donde estaban las láminas geológicas y los dibujos concluidos y por empezar. Una sonrisa de triunfo, propia de todo mortal que descubre un mundo, se pintó en el semblante de una y otra. ¡Qué cosa tan bonita! ¡Qué colores tan vivos! ¡Qué rayas! Ellas no sabían lo que aquello era, y sin duda por lo mismo lo admiraban tanto. Se parecía verdaderamente a las obras de ellas, cuando la piedad materna les ponía un lápiz en las manos y un papel delante. Ciertamente, Guru, con su caja de colores, había hecho obras por el estilo. Allí no había nenes pintados, ni caballos, ni casas, y, sin embargo, parecíales algo como nacimiento, una obra magna, brillante, esplendorosa, sin igual.
<p>-Miren la tonta -dijo Guru-. &iquest;Pues no quiere tambi&eacute;n el anteojo?</p>
 
<p>Queriendo dar pruebas de su ciencia, Guru acerc&oacute; el aparato al borde de la mesa y aplic&oacute; su ojo derecho para mirar por &eacute;l.</p>
Acontece que cuando se presenta a los niños un objeto cualquiera que les sorprende por su belleza, jamás lo dan por concluido, y quieren ellos poner algo de su propia cosecha que complete y avalore la obra. Sin duda tienen en más alto grado que los hombres el ideal de la perfección artística, y no hay para ellos obra de arte que no necesite una pincelada más. Así lo comprendió Monina que, viendo no lejos de la lámina un tintero, metió bonitamente el dedo en él y trazó una gruesa raya de tinta sobre el dibujo. Radiante de gozo y satisfacción, se echó a reír, mirando a Tachana y a Guru. Estos dos se echaron a reír también, y animada por el éxito, Monina metió en el tintero, no ya el dedo, sino toda la mano, y la extendió sobre la lámina de un ángulo a otro. El efecto era grandioso y altamente estético. Parecía que sobre las tierras pintadas allí con delicadas tintas se cernían enormes nubarrones preñados de rayos y lluvias.
<p>-Por este vidrio se ve a Paris.</p>
 
<p>Tachana hab&iacute;a tra&iacute;do una silla para subir a la mesa; pero antes se subi&oacute; Monina, y andando a gatas sobre ella arroj&oacute; al suelo el microscopio y los dem&aacute;s aparatos que en la mesa hab&iacute;a...</p>
Tachana era demasiado pulcra para meter su dedito en un tintero. Además, se creía maestra en el manejo del lápiz. ¡Feliz ocasión! Sobre la mesa había lápices azules, y a dos pasos, en el atril, un magnífico atlas geológico, admirable obra cromolitográfica, honor de las prensas berlinesas. Sin embargo, a aquellas hermosas hojas estampadas de vivos colores les faltaba algo, ¿quién podía dudarlo? Era evidente que las tales láminas serían más bonitas si una mano solícita las adornaba con rayas de lápiz y trazadas alrededor de todos los contornos. Así lo comprendió Tachana, que era el Rafael de las rayas, pues sabía trazarlas en todas direcciones con admirable pulso.
<p>En este momento vieron que entraba un hombre. Los tres v&aacute;ndalos se quedaron convertidos en estatuas: Monina sobre la mesa, erguida la frente, la cara muy seria, los ojos muy atentos; Tachana en la silla, con el dedo en la boca y los ojos bajos; Guru mirando d&oacute;nde hab&iacute;a un rinc&oacute;n para esconderse.</p>
 
<p>-&iquest;Qu&eacute; han hecho esos p&iacute;caros?... &iexcl;San Blas m&iacute;o, qu&eacute; destrozo! -grit&oacute; Facunda entrando con Le&oacute;n.</p>
Guru comprendió que todo aquello iba a concluir en solfa. Dijo a sus amigas que se estuvieran quietas; pero al mismo tiempo, ¡qué ocasión para lucirse él, que tenía caja de pinturas y sabía hacer cuadros, casi casi tan buenos como los de Velázquez! Lo que Monina había hecho era una chapucería indecente. ¿Qué significaban aquellas nubes negras y aquellas cruces de tinta con que la muy puerca había ido decorando el margen de la lámina? Efecto tan deplorable se remediaría si en un ángulo del dibujo aparecía una casita campestre con sus dos ventanas como los dos ojos de una cara, su chimenea en la punta y un perro en la puerta. Manos a la obra. Cogió un lápiz rojo, y para no colaborar en las desastrosas pinturas de Monina, apoderose de otra lámina y empezó su casita. En poco más de cinco minutos, a la casita acompañaba un caballo, y en el caballo cabalgaba un hombre fumando en una pipa mayor que la casa.
<p>Este dirigi&oacute; una mirada de dolor a los dibujos rotos, al atlas lleno de rayas, al microscopio en el suelo. Bastole una ojeada para conocer las formidables proporciones del desastre.</p>
 
<p>-Bribones &iquest;qu&eacute; hab&eacute;is hecho? -exclam&oacute; dirigi&eacute;ndose a la mesa-. &iquest;Pero usted, Facunda, en qu&eacute; piensa, que deja solos a estos ni&ntilde;os?... &iquest;Qu&eacute; hac&iacute;a usted? Sin duda oyendo la conversaci&oacute;n. Es usted m&aacute;s ni&ntilde;a que estas dos...</p>
No es posible que tres artistas trabajen en un mismo taller sin que estallen ruidosas tempestades de celos. Monina quiso dar un toque a la casa de Guru; este la apartó con un codazo. Monina agarró la lámina, diciendo:
<p>Hiri&oacute; el suelo con el pie. Despu&eacute;s oy&oacute; gemir a Tachana. Era un gemir que part&iacute;a el coraz&oacute;n.</p>
 
<p>-&iquest;Has sido t&uacute;, Monina? -dijo Le&oacute;n yendo hacia ella y mir&aacute;ndola con semblante adusto.</p>
-<i>Pa mí, pa mí</i>.
<p>Monina contest&oacute; que no con fuertes cabezadas. Negando con la cabeza, parec&iacute;a querer arranc&aacute;rsela de los hombros. Al mismo tiempo su conciencia debi&oacute; arg&uuml;irle terriblemente, y se mir&oacute; las manos, como se las miraba lady Macbeth.</p>
 
<p>-Has sido t&uacute;... bien lo dicen tus manos, picarona.</p>
-<i>Pa mí</i> -replicó Tachana, que había arrojado el lápiz.
<p>Monina le mir&oacute; pidiendo misericordia. Dos gruesas l&aacute;grimas salieron de sus ojos. Empezaba Ramona a hacer pucheros, cuando ya los chillidos de Tachana llenaban la casa. Era una Magdalena. No hab&iacute;a m&aacute;s remedio que creer en la sinceridad de su arrepentimiento.</p>
 
<p>-Vaya, vaya -dijo Le&oacute;n besando a las dos y tomando en brazos a Monina-. No llor&eacute;is m&aacute;s. &iexcl;Qu&eacute; bonitas tienes las manos! Si tu mam&aacute; te viera... Ven a lavarte, asquerosa.</p>
La lámina grande, de sesenta centímetros, resbaló de la mesa; Tachana y Monina la cogieron cada una por un lado, y... charrás... Al ver cómo se partía, ambas se echaron a reír, y Monina batía palmas con sus manos negras.
<p>-El aya las dej&oacute; subir solas, por estarse abajo charla que charla -dijo Facunda trayendo la jofaina con agua-. Yo no puedo atender a todo. El aya tiene la culpa.</p>
 
<p>Lavaron los pinceles de Monina. Despu&eacute;s se sent&oacute; Le&oacute;n, y poniendo una dama sobre cada rodilla, les dijo:</p>
-Tontas, ahora sí que la habéis hecho buena -dijo Guru palideciendo.
<p>-&iexcl;Qu&eacute; destrozo me hab&eacute;is hecho! &iquest;Y Guru? &iquest;D&oacute;nde est&aacute; Guru?</p>
 
<p>Lorenzo hab&iacute;a desaparecido.</p>
La contestación de Monina fue coger otra lámina y sacar de ella una tira en todo lo largo. Después cogió el lápiz de Tachana, y sobre las delicadas rayas que esta había trazado con tanto esmero en el atlas, trazó ella una especie de tela de araña, tanta era la rapidez del lápiz empuñado por la mitad y movido con verdadero furor. Guru quiso al fin contener aquel vandálico desorden y amenazó a Monina; pero esta supo escaparse saltando y golpeando con sus manos llenas de tinta los muebles forrados de seda.
<p>-Ese es el malo; estas pobrecitas no har&iacute;an nada si &eacute;l no las echara a perder -dijo Facunda.</p>
 
<p>-Guru, Guru -gru&ntilde;eron las dos a un tiempo, descargando sobre su &iacute;nclito amigo la espantosa responsabilidad del crimen.</p>
En uno de sus locos giros, detúvose en la mesa donde estaba el microscopio y se quedó absorta contemplándolo. Se alzaba sobre las puntas de los pies, apoyándose con las manos en el borde de la mesa, y estiraba los dos dedos índices hacia el aparato, diciendo:
<p>-Ese p&iacute;caro Guru... Como le coja aqu&iacute;...</p>
 
<p>Monina, perdido ya el miedo y sustituido por el descaro, tiraba de la barba a Le&oacute;n.</p>
-<i>Eto</i>.
<p>-&iexcl;Eh, eh!... que duele, se&ntilde;orita.</p>
 
<p>-<i>Lice</i> Tachana -tartamude&oacute; Monina-, <i>lice</i> Tachana.</p>
<i>Eto</i> quería decir <i>¿qué es esto? Supongo que será para mí. Veamos lo que es</i>.
<p>-&iquest;Qu&eacute; dice Tachana?</p>
 
<p>-Que t&uacute; <i>e</i> mi pap&aacute;.</p>
-Miren la tonta -dijo Guru-. ¿Pues no quiere también el anteojo?
<p>-No -dijo Le&oacute;n mirando a Tachana, que se com&iacute;a una mano-. Yo no soy su pap&aacute;... Qu&iacute;tate la mano de la boca y cont&eacute;stame. &iquest;Por qu&eacute; dices que yo soy su pap&aacute;?</p>
 
<p>Lentamente y muy por lo bajo repuso Tachana:</p>
Queriendo dar pruebas de su ciencia, Guru acercó el aparato al borde de la mesa y aplicó su ojo derecho para mirar por él.
<p>-<i>Poque</i> lo <i>dici&oacute;</i> mi mam&aacute;.</p>
 
<p>Monina, cuyo car&aacute;cter era en extremo jovial, y que cuando cog&iacute;a un tema no lo dejaba hasta marcar con &eacute;l a Cristo Padre, prorrumpi&oacute; en risas, y batiendo palmas y agitando los pies como si tambi&eacute;n con los pies quisiera expresar su pensamiento, repiti&oacute; unas veinticinco o treinta veces:</p>
-Por este vidrio se ve a Paris.
<p>-Que t&uacute; <i>e</i> mi pap&aacute;... que t&uacute; <i>e</i> mi pap&aacute;.</p>
 
<p>Facunda se retiraba gru&ntilde;endo:</p>
Tachana había traído una silla para subir a la mesa; pero antes se subió Monina, y andando a gatas sobre ella arrojó al suelo el microscopio y los demás aparatos que en la mesa había...
<p>-Eso bien claro se ve. No necesito yo que la nena me lo cuente.</p>
 
<p>-Se&ntilde;ora Facunda -dijo Le&oacute;n-. Al aya, que puede retirarse. Monina y Tachana se quedan aqu&iacute;. Yo las llevar&eacute; a Suertebella.</p>
En este momento vieron que entraba un hombre. Los tres vándalos se quedaron convertidos en estatuas: Monina sobre la mesa, erguida la frente, la cara muy seria, los ojos muy atentos; Tachana en la silla, con el dedo en la boca y los ojos bajos; Guru mirando dónde había un rincón para esconderse.
 
-¿Qué han hecho esos pícaros?... ¡San Blas mío, qué destrozo! -gritó Facunda entrando con León.
 
Este dirigió una mirada de dolor a los dibujos rotos, al atlas lleno de rayas, al microscopio en el suelo. Bastole una ojeada para conocer las formidables proporciones del desastre.
 
-Bribones ¿qué habéis hecho? -exclamó dirigiéndose a la mesa-. ¿Pero usted, Facunda, en qué piensa, que deja solos a estos niños?... ¿Qué hacía usted? Sin duda oyendo la conversación. Es usted más niña que estas dos...
 
Hirió el suelo con el pie. Después oyó gemir a Tachana. Era un gemir que partía el corazón.
 
-¿Has sido tú, Monina? -dijo León yendo hacia ella y mirándola con semblante adusto.
 
Monina contestó que no con fuertes cabezadas. Negando con la cabeza, parecía querer arrancársela de los hombros. Al mismo tiempo su conciencia debió argüirle terriblemente, y se miró las manos, como se las miraba lady Macbeth.
 
-Has sido tú... bien lo dicen tus manos, picarona.
 
Monina le miró pidiendo misericordia. Dos gruesas lágrimas salieron de sus ojos. Empezaba Ramona a hacer pucheros, cuando ya los chillidos de Tachana llenaban la casa. Era una Magdalena. No había más remedio que creer en la sinceridad de su arrepentimiento.
 
-Vaya, vaya -dijo León besando a las dos y tomando en brazos a Monina-. No lloréis más. ¡Qué bonitas tienes las manos! Si tu mamá te viera... Ven a lavarte, asquerosa.
 
-El aya las dejó subir solas, por estarse abajo charla que charla -dijo Facunda trayendo la jofaina con agua-. Yo no puedo atender a todo. El aya tiene la culpa.
 
Lavaron los pinceles de Monina. Después se sentó León, y poniendo una dama sobre cada rodilla, les dijo:
 
-¡Qué destrozo me habéis hecho! ¿Y Guru? ¿Dónde está Guru?
 
Lorenzo había desaparecido.
 
-Ese es el malo; estas pobrecitas no harían nada si él no las echara a perder -dijo Facunda.
 
-Guru, Guru -gruñeron las dos a un tiempo, descargando sobre su ínclito amigo la espantosa responsabilidad del crimen.
 
-Ese pícaro Guru... Como le coja aquí...
 
Monina, perdido ya el miedo y sustituido por el descaro, tiraba de la barba a León.
 
-¡Eh, eh!... que duele, señorita.
 
-<i>Lice</i> Tachana -tartamudeó Monina-, <i>lice</i> Tachana.
 
-¿Qué dice Tachana?
 
-Que tú <i>e</i> mi papá.
 
-No -dijo León mirando a Tachana, que se comía una mano-. Yo no soy su papá... Quítate la mano de la boca y contéstame. ¿Por qué dices que yo soy su papá?
 
Lentamente y muy por lo bajo repuso Tachana:
 
-<i>Poque</i> lo <i>dició</i> mi mamá.
 
Monina, cuyo carácter era en extremo jovial, y que cuando cogía un tema no lo dejaba hasta marcar con él a Cristo Padre, prorrumpió en risas, y batiendo palmas y agitando los pies como si también con los pies quisiera expresar su pensamiento, repitió unas veinticinco o treinta veces:
 
-Que tú <i>e</i> mi papá... que tú <i>e</i> mi papá.
 
Facunda se retiraba gruñendo:
 
-Eso bien claro se ve. No necesito yo que la nena me lo cuente.
 
-Señora Facunda -dijo León-. Al aya, que puede retirarse. Monina y Tachana se quedan aquí. Yo las llevaré a Suertebella.
 
{{Plantilla:La familia de León Roch}}