Diferencia entre revisiones de «Luchana/XXXIX»
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<p>Pisó tierra Espartero en la orilla derecha, y con él las tropas que de refuerzo llevaba. Delante de todos marchó el General a caballo, y pasado con precaución el puente famoso que había de inmortalizar su nombre, subió el primero hacia el monte de San Pablo, encontrando a su paso cadáveres dispersos, sobre los cuales blanqueaba ya el sudario de la nieve últimamente caída. Empezó por disponer que las tropas de refuerzo relevasen a los infelices que se habían batido
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Cuando tuvo, Floralba, tu hermosura, <br>
cuantos ojos te vieron, en cadena, <br>]][[Imagen:Pope.jpg]]
con presunción, de honestidad ajena, <br>
los despreció, soberbia, tu locura. <br>
Persuadiote el espejo conjetura<br>, ¡coraje!, o abandonen el campo, que es nuestro. ¡Viva la Reina, viva el Ejército, viva la Libertad!».</p>
<p>Y comunicado este furor a toda la división, avanzaron monte arriba con estruendo que hizo enmudecer los bramidos de la tempestad. Oraa se puso al frente de otra columna por la izquierda. Al llegar a la trinchera enemiga, oyeron rumor de pánico. Muchos carlistas huían, otros se defendieron con rabia heroica; pero la embestida era tan fuerte, que no pudo ser larga ni eficaz la resistencia. Ensartados caían de una parte y otra. La voz del General, no enronquecida, siempre clara y vibrante, les gritaba: «No hacer fuego... Bayoneta limpia... ¿No quieren libertad? Pues metérsela en el cuerpo... Adelante: arriba todo el mundo. ¡Hijos, coraje!... Bilbao es nuestra, y de ellos la ignominia. Nuestra toda la gloria. Que vean lo que somos. Arriba, arriba... Ya huyen. ¡Firme en ellos!».</p>
<p>No esperó el enemigo un segundo ataque, y huyó a la desbandada monte arriba, hacia la segunda línea de trincheras. De improviso, cuando ordenaban proseguir, descargó una tan fuerte lluvia con granizo, que los combatientes tuvieron que detenerse. No veían; el pedrisco les cegaba; el viento furibundo obligábales a guarecerse tras un matojo, al amparo de cualquier peña, tronco o paredón en ruinas. «Mi General, aquí» gritó un alférez, viendo a Espartero azotado vivamente por el temporal, la mano en el sombrero, el capote desabrochado por las garras del viento. Guareciéronse en el socaire de una peña. El caudillo le reconoció al instante: «Ordax... ¿no es usted Ordax? Avise usted al General Oraa dónde estoy. Que venga al momento. Esta racha pasará pronto...». El oficial, que era uno de los que más se distinguieron en el ataque del puente, corrió a cumplimentar las órdenes de su jefe. No tardaron en encontrar a este sus ayudantes, y se agruparon para darle con sus cuerpos más abrigo. En la confusión de aquel momento, surcado el aire y azotada la tierra por los furiosos latigazos del granizo, oíanse gritos, voces, llamadas, nombres que sonaban desgarrados en medio de la furiosa tempestad. Espartero dejó oír su voz imperiosa: «Aquí estoy... ¡Eh! ¡Gurrea... Toledo... aquí! ¡Demonio de tiempo! Ya les llevábamos en vilo... Que venga Oraa... ¡Oraa!... ¿Dónde está Ceballos Escalera?».</p>
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