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Ella dijo:
 
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... pero en lo que respecta a mi vergüenza, ya es otra cosa".
 
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Cuando la joven hubo oído estas palabras, se levantó y fue a reunirse con su esclava, para decirme, irritada en extremo: "¿Es que hay mayor vergüenza para tus cabellos blancos ¡oh jeique! que la acción de pararte con tal osadía a la puerta de un harem que no es tu harem, y de una morada que no es tu morada?"
 
Yo me incliné y contesté: "¡Por Alah, ¡oh mi dueña! que la vergüenza para mi barba no es tan considerable, y lo juro por tu vida! ¡Mi presencia aquí tiene una excusa!" Ella preguntó: "¿Y cuál es tu excusa?" Contesté: "¡Soy un extranjero que padece una sed de la que voy a morir!" Ella contestó: "¡Aceptamos esa excusa, pues, ¡por Alah!, que es atendible!" Y enseguida se volvió hacia su joven esclava y le dijo: "¡Gentil, corre pronto a darle de beber!"
 
Desapareció la pequeña para volver al cabo de un momento con un tazón de oro en una bandeja y una servilleta de seda verde. Y me ofreció el tazón, que estaba lleno de agua fresca, perfumada agradablemente con almizcle puro. Lo tomé y me puse a beber muy lentamente y a largos sorbos, dirigiendo de soslayo miradas de admiración a la joven principal y miradas de notorio agradecimiento a ambas. Cuando me hube servido de este juego durante cierto tiempo, devolví el tazón a la joven, la cual me ofreció entonces la servilleta de seda invitándome a limpiarme la boca. Me limpié la boca, le devolví la servilleta, que estaba deliciosamente perfumada con sándalo, y no me moví de aquel sitio.
 
Cuando la hermosa joven vio que mi inmovilidad pasaba de los límites correctos, me dijo con acento adusto: "¡Oh jeique! ¿a qué esperas aún para reanudar tu marcha por el camino de Alah?" Yo contesté con aire pensativo: "¡Oh mi dueña! me preocupan extremadamente ciertos pensamientos, y me veo sumido en reflexiones que no puedo llegar a resolver por mí solo!"