Diferencia entre revisiones de «Entre naranjos/Segunda parte/III»
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{{encabezado3|[[Entre naranjos]]|[[Vicente Blasco Ibáñez]]|Segunda Parte<br>III}}
<p>–Temprano nos vemos hoy. Buenos días, Rafaelito... Madrugo por ver el mercado. De niña era para mí un acontecimiento la llegada del miércoles. ¡Cuánta gente!... </p>
<p>Y Leonora, olvidada ya de las aglomeraciones de las grandes ciudades, se admiraba ante la confusión de gente que se agitaba en la plaza llamada del Prado, donde todos los miércoles se verificaba el gran mercado de distrito. </p>
<p>Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos de dinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana en su desierto rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas, elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas como señoritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban al descubierto las medias finas y los zapatos ajustados. El rostro tostado y las manos duras era lo único que delataba la rusticidad de aquellas muchachas, a quienes un cultivo riquísimo hacía vivir en la abundancia. </p>
<p>A lo largo de las paredes cloqueaban las gallinas, atadas en racimos; amontonábanse las pirámides de huevos, de verduras y frutas, y en las tiendas portátiles de los pañeros extendíanse las fajas de colores, las piezas de percal e indiana, y el negro paño, eterno traje de todo ribereño. Fuera del Prado, los labriegos buscaban en el Alborchí el mercado de los cerdos, o probaban caballerías en el Hostal Gran. Era la compra de todo lo necesario para la semana; el día destinado a los negocios; la llegada en masa de la población de los huertos para pedir dinero a los prestamistas o devolvérselo con creces; repoblar el gallinero, comprar el cerdo, cuya creciente obesidad había de seguir con ansia la familia, o adquirir a plazos el rocín, motivo de inquietud y de desesperado ahorro. </p>
<p>La muchedumbre, oliendo a sudor y a tierra, agitábase en el mercado bajo la luz de los primeros rayos de sol. Se abrazaban las hortelanas al encontrarse, y con la cesta en la cadera, metíanse en la chocolatería a celebrar el encuentro; los labriegos formaban corro y de cuando en cuando iban a beber una copa de aguardiente dulce para tomar fuerzas. Y por en medio de esta invasión rústica pasaba la gente de la ciudad: los burguesillos de arregladas costumbres, con una capa vieja y un enorme capazo, en el que metían las provisiones después de regatearlas tenazmente; las señoritas, que veían en el mercado de los miércoles algo extraordinario que alegraba la monotonía de su existencia; los desocupados, que pasaban horas enteras en pie junto al puesto de un vendedor amigo, curioseando lo que cada cual levaba en su cesta, murmurando de la avaricia de unos y de la generosidad de otros. </p>
<p>Rafael contemplaba con asombro a su amiga. ¡Qué guapa estaba! ¡Cualquiera podía adivinar en ella a la artista de inmenso renombre! </p>
<p>Parecía una hortelana, vestida de fresco percal, como anunciando la primavera; al cuello, un pañolito rojo y la rubia cabellera al descubierto, peinada con artístico descuido, anudada rápidamente sobre la nuca. Ni una joya, ni una flor. Su estatura y su elegancia eran lo único que la hacía destacar sobre la muchedumbre. Y bajo la curiosa y ávida mirada de todo el mercado, Rafael sonreía frente a ella, admirándola fresca, sonrosada, con la viveza de la ablución matinal, esparciendo un perfume indefinible de carne sana y fuerte que embriagaba al joven. </p>
<p>Hablaba riendo, como si quisiera cegar con el brillo de su dentadura a todos los papanatas que la contemplaban de lejos. Por todo el mercado extendíase un rumor de curiosidad, un zumbido de admiración y escándalo al ver frente a frente, a la faz de toda la ciudad, hablando con sonrisa de buena amistad, al diputado y la cantante. </p>
<p>Los amigos de Rafael, los principales personajes del municipio que rondaban por el mercado, no podían ocultar su satisfacción. Hasta el último alguacil sentía cierto orgullo. Hablaba con el quefe. Le sonreía. Era un honor para el partido que una mujer tan hermosa tratase amablemente a don Rafael, aunque bien considerado, merecía esto y algo más. Y aquellos hombres, que en presencia de sus esposas tenían buen cuidado de callarse cuando éstas hablaban con indignación de la extranjera, admirábanla con el fervor instintivo que inspira la belleza y envidiaban a su diputado. </p>
<p>Las viejas hortelanas envolvían a los dos en una mirada cariñosa. Formaban buena pareja: ¡qué matrimonio tan guapo podían hacer! </p>
<p>Y las señoras fingían no verlos al pasar por su lado; se alejaban torciendo la boca con un gesto de altivez, y al encontrarse con una amiga decían con acento irónico: «¿Ha visto usted?... Ahí está ésa echándole el anzuelo, delante de todos, al hijo de doña Bernarda.» Aquello era escandaloso; las señoras decentes tendrían que quedarse en casa. </p>
<p>Leonora, insensible a la curiosidad, sin reparar en los centenares de ojos fijos en ella, seguía hablando de sus asuntos. Beppa se había quedado con su tía, y ella, con su hortelana y otra mujer, que aguardaban a pocos pasos con grandes cestas, había venido a comprar un sinfín de cosas cuya enumeración la hacía reír. Ahora era persona formal; sí, señor: Sabía el precio de lo que comía; podía indicar, céntimo por céntimo, el coste de su vida; creía haber retrocedido a aquella dura época de Milán, «»cuando, con la partitura bajo el brazo, entraba en casa del especiero por los macarrones, la manteca o el café. ¡Cómo la divertía aquello! Y no queriendo prolongar más tiempo la expectación escandalizada de la gente, que interpretaba sus sonrisas y su voluble charla del peor modo, dio su mano a Rafael, despidiéndose. Se hacía tarde; si permanecía allí charlando, no encontraría nada; lo mejor del mercado se lo habrían llevado otros. </p>
<p>–A la obligación; hasta la vista, Rafaelito. </p>
<p>Y el joven la vio cómo se abría paso entre el gentío, seguida de las dos campesinas: cómo se detenía ante los puestos, acogida por una sonrisa amable de los vendedores, cual parroquiana que no regatea jamás; cómo se interrumpía en sus compras para acariciar los niños sucios y aulladores que las pobres mujeres llevaban en sus brazos, sacando de su cesto las mejores frutas para dárselas. </p>
<p>La admiración de todo el mundo la seguía a través de los puestos. ¡Así, siñoreta!, gritaban las vendedoras. «¡Vinga, doña Leonora!», decían otras, llamándola por su nombre para demostrar mayor intimidad. Y ella sonreía, hablaba con todos familiarmente, echaba mano a cada instante al bolso de piel de Rusia que colgaba de su diestra, y como una nube de moscas agitábanse en torno de ella tullidos, ciegos y mancos, avisados de la generosidad de aquella señora que daba la calderilla a puñados. Rafael la seguía con la vista, acogiendo con forzada sonrisa los cumplimientos de los notables, que le felicitaban por su buena suerte. El alcalde –un hombre que, según decían los enemigos, temblaba en presencia de su esposa– afirmaba con los ojos chispeantes que por una mujer así era capaz de hacer toda clase de locuras. Y todos unían su voz al coro de alabanzas envidiosas, considerando como hecho indiscutible que Rafael era el amante de la artista, mientras éste sonreía con amargura recordando sus explicaciones con Leonora. </p>
<p>Ya no la veía. Estaba en el otro extremo del mercado, oculta por el oleaje de cabezas. De cuando en cuando distinguía por un instante su casco de oro por encima de las demás mujeres. </p>
<p>Deseaba ir allá, pero no podía. Estaba a su lado con Matías, el afortunado exportador de naranjas, aquel ricachón cuya hija Remedios pasaba el día junto a su madre como discípula sumisa. </p>
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