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{{encabezado3|[[Entre naranjos]]|[[Vicente Blasco Ibáñez]]|Segunda Parte<br>III}}
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<p>–Temprano nos vemos hoy. Buenos d&iacute;as, Rafaelito... Madrugo por ver el mercado. De ni&ntilde;a era para m&iacute; un acontecimiento la llegada del mi&eacute;rcoles. &iexcl;Cu&aacute;nta gente!... </p>
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<p>Y Leonora, olvidada ya de las aglomeraciones de las grandes ciudades, se admiraba ante la confusi&oacute;n de gente que se agitaba en la plaza llamada del Prado, donde todos los mi&eacute;rcoles se verificaba el gran mercado de distrito. </p>
|Foto=EmiliaPardoBazán.jpg
<p>Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos de dinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana en su desierto rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas, elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas como se&ntilde;oritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban al descubierto las medias finas y los zapatos ajustados. El rostro tostado y las manos duras era lo &uacute;nico que delataba la rusticidad de aquellas muchachas, a quienes un cultivo riqu&iacute;simo hac&iacute;a vivir en la abundancia. </p>
|Texto=<center>'''Emilia Pardo Bazán y de la Rua'''<br> (16 de [[septiembre]] de 1851 - 12 de [[mayo]] de 1921)</center>|
<p>A lo largo de las paredes cloqueaban las gallinas, atadas en racimos; amonton&aacute;banse las pir&aacute;mides de huevos, de verduras y frutas, y en las tiendas port&aacute;tiles de los pa&ntilde;eros extend&iacute;anse las fajas de colores, las piezas de percal e indiana, y el negro pa&ntilde;o, eterno traje de todo ribere&ntilde;o. Fuera del Prado, los labriegos buscaban en el Alborch&iacute; el mercado de los cerdos, o probaban caballer&iacute;as en el Hostal Gran. Era la compra de todo lo necesario para la semana; el d&iacute;a destinado a los negocios; la llegada en masa de la poblaci&oacute;n de los huertos para pedir dinero a los prestamistas o devolv&eacute;rselo con creces; repoblar el gallinero, comprar el cerdo, cuya creciente obesidad hab&iacute;a de seguir con ansia la familia, o adquirir a plazos el roc&iacute;n, motivo de inquietud y de desesperado ahorro. </p>
AñosMuerte=70
<p>La muchedumbre, oliendo a sudor y a tierra, agit&aacute;base en el mercado bajo la luz de los primeros rayos de sol. Se abrazaban las hortelanas al encontrarse, y con la cesta en la cadera, met&iacute;anse en la chocolater&iacute;a a celebrar el encuentro; los labriegos formaban corro y de cuando en cuando iban a beber una copa de aguardiente dulce para tomar fuerzas. Y por en medio de esta invasi&oacute;n r&uacute;stica pasaba la gente de la ciudad: los burguesillos de arregladas costumbres, con una capa vieja y un enorme capazo, en el que met&iacute;an las provisiones despu&eacute;s de regatearlas tenazmente; las se&ntilde;oritas, que ve&iacute;an en el mercado de los mi&eacute;rcoles algo extraordinario que alegraba la monoton&iacute;a de su existencia; los desocupados, que pasaban horas enteras en pie junto al puesto de un vendedor amigo, curioseando lo que cada cual levaba en su cesta, murmurando de la avaricia de unos y de la generosidad de otros. </p>
|Obras={{PAGENAME}}[[Categoría:Wikisource|Café]]<!-- interwikis aquí - interwikis here -->{{destruir}}
<p>Rafael contemplaba con asombro a su amiga. &iexcl;Qu&eacute; guapa estaba! &iexcl;Cualquiera pod&iacute;a adivinar en ella a la artista de inmenso renombre! </p>
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<p>Parec&iacute;a una hortelana, vestida de fresco percal, como anunciando la primavera; al cuello, un pa&ntilde;olito rojo y la rubia cabellera al descubierto, peinada con art&iacute;stico descuido, anudada r&aacute;pidamente sobre la nuca. Ni una joya, ni una flor. Su estatura y su elegancia eran lo &uacute;nico que la hac&iacute;a destacar sobre la muchedumbre. Y bajo la curiosa y &aacute;vida mirada de todo el mercado, Rafael sonre&iacute;a frente a ella, admir&aacute;ndola fresca, sonrosada, con la viveza de la abluci&oacute;n matinal, esparciendo un perfume indefinible de carne sana y fuerte que embriagaba al joven. </p>
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<p>Hablaba riendo, como si quisiera cegar con el brillo de su dentadura a todos los papanatas que la contemplaban de lejos. Por todo el mercado extend&iacute;ase un rumor de curiosidad, un zumbido de admiraci&oacute;n y esc&aacute;ndalo al ver frente a frente, a la faz de toda la ciudad, hablando con sonrisa de buena amistad, al diputado y la cantante. </p>
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<p>Los amigos de Rafael, los principales personajes del municipio que rondaban por el mercado, no pod&iacute;an ocultar su satisfacci&oacute;n. Hasta el &uacute;ltimo alguacil sent&iacute;a cierto orgullo. Hablaba con el quefe. Le sonre&iacute;a. Era un honor para el partido que una mujer tan hermosa tratase amablemente a don Rafael, aunque bien considerado, merec&iacute;a esto y algo m&aacute;s. Y aquellos hombres, que en presencia de sus esposas ten&iacute;an buen cuidado de callarse cuando &eacute;stas hablaban con indignaci&oacute;n de la extranjera, admir&aacute;banla con el fervor instintivo que inspira la belleza y envidiaban a su diputado. </p>
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<p>Las viejas hortelanas envolv&iacute;an a los dos en una mirada cari&ntilde;osa. Formaban buena pareja: &iexcl;qu&eacute; matrimonio tan guapo pod&iacute;an hacer! </p>
font-size:140%;[[Imagen:Hugo.jpg]]
<p>Y las se&ntilde;oras fing&iacute;an no verlos al pasar por su lado; se alejaban torciendo la boca con un gesto de altivez, y al encontrarse con una amiga dec&iacute;an con acento ir&oacute;nico: &laquo;&iquest;Ha visto usted?... Ah&iacute; est&aacute; &eacute;sa ech&aacute;ndole el anzuelo, delante de todos, al hijo de do&ntilde;a Bernarda.&raquo; Aquello era escandaloso; las se&ntilde;oras decentes tendr&iacute;an que quedarse en casa. </p>
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<p>Leonora, insensible a la curiosidad, sin reparar en los centenares de ojos fijos en ella, segu&iacute;a hablando de sus asuntos. Beppa se hab&iacute;a quedado con su t&iacute;a, y ella, con su hortelana y otra mujer, que aguardaban a pocos pasos con grandes cestas, hab&iacute;a venido a comprar un sinf&iacute;n de cosas cuya enumeraci&oacute;n la hac&iacute;a re&iacute;r. Ahora era persona formal; s&iacute;, se&ntilde;or: Sab&iacute;a el precio de lo que com&iacute;a; pod&iacute;a indicar, c&eacute;ntimo por c&eacute;ntimo, el coste de su vida; cre&iacute;a haber retrocedido a aquella dura &eacute;poca de Mil&aacute;n, &laquo;&raquo;cuando, con la partitura bajo el brazo, entraba en casa del especiero por los macarrones, la manteca o el caf&eacute;. &iexcl;C&oacute;mo la divert&iacute;a aquello! Y no queriendo prolongar m&aacute;s tiempo la expectaci&oacute;n escandalizada de la gente, que interpretaba sus sonrisas y su voluble charla del peor modo, dio su mano a Rafael, despidi&eacute;ndose. Se hac&iacute;a tarde; si permanec&iacute;a all&iacute; charlando, no encontrar&iacute;a nada; lo mejor del mercado se lo habr&iacute;an llevado otros. </p>
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<p>–A la obligaci&oacute;n; hasta la vista, Rafaelito. </p>
font-weight:bold;" > que Rafael era el amante de la artista, mientras &eacute;ste sonre&iacute;a con amargura recordando sus explicaciones con Leonora. </p>
<p>Y el joven la vio c&oacute;mo se abr&iacute;a paso entre el gent&iacute;o, seguida de las dos campesinas: c&oacute;mo se deten&iacute;a ante los puestos, acogida por una sonrisa amable de los vendedores, cual parroquiana que no regatea jam&aacute;s; c&oacute;mo se interrump&iacute;a en sus compras para acariciar los ni&ntilde;os sucios y aulladores que las pobres mujeres llevaban en sus brazos, sacando de su cesto las mejores frutas para d&aacute;rselas. </p>
<p>La admiraci&oacute;n de todo el mundo la segu&iacute;a a trav&eacute;s de los puestos. &iexcl;As&iacute;, si&ntilde;oreta!, gritaban las vendedoras. &laquo;&iexcl;Vinga, do&ntilde;a Leonora!&raquo;, dec&iacute;an otras, llam&aacute;ndola por su nombre para demostrar mayor intimidad. Y ella sonre&iacute;a, hablaba con todos familiarmente, echaba mano a cada instante al bolso de piel de Rusia que colgaba de su diestra, y como una nube de moscas agit&aacute;banse en torno de ella tullidos, ciegos y mancos, avisados de la generosidad de aquella se&ntilde;ora que daba la calderilla a pu&ntilde;ados. Rafael la segu&iacute;a con la vista, acogiendo con forzada sonrisa los cumplimientos de los notables, que le felicitaban por su buena suerte. El alcalde –un hombre que, seg&uacute;n dec&iacute;an los enemigos, temblaba en presencia de su esposa– afirmaba con los ojos chispeantes que por una mujer as&iacute; era capaz de hacer toda clase de locuras. Y todos un&iacute;an su voz al coro de alabanzas envidiosas, considerando como hecho indiscutible que Rafael era el amante de la artista, mientras &eacute;ste sonre&iacute;a con amargura recordando sus explicaciones con Leonora. </p>
<p>Ya no la ve&iacute;a. Estaba en el otro extremo del mercado, oculta por el oleaje de cabezas. De cuando en cuando distingu&iacute;a por un instante su casco de oro por encima de las dem&aacute;s mujeres. </p>
<p>Deseaba ir all&aacute;, pero no pod&iacute;a. Estaba a su lado con Mat&iacute;as, el afortunado exportador de naranjas, aquel ricach&oacute;n cuya hija Remedios pasaba el d&iacute;a junto a su madre como disc&iacute;pula sumisa. </p>