Diferencia entre revisiones de «El príncipe (1854)/Capítulo XIX»

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Como de entre las cualidades mencionadas ya hablé de las más importantes, quiero ahora, bajo este titulo general, referirme brevemente a las otras. Trate el príncipe de huir de las cosas que lo hagan odioso o despreciable, y una vez logrado, habrá cumplido con su deber y no tendrá nada que temer de los otros vicios. Hace odioso, sobre todo, como ya he dicho antes, el ser expoliador y el apoderarse de los bienes y de las mujeres de los súbditos, de todo lo cual convendrá abstenerse. Porque la mayoría de los hombres, mientras no se ven privados de sus bienes y de su honor, viven contentos; y el príncipe queda libre para combatir la ambición de los menos que puede cortar fácilmente y de mil maneras distintas. Hace despreciable el ser considerado voluble, frívolo, afeminado, pusilánime e irresoluto, defectos de los cuales debe alejarse como una nave de un escollo, e ingeniarse para que en sus actos se reconozca grandeza, valentía, seriedad y fuerza. Y con respecto a los asuntos privados de los súbditos, debe procurar que sus fallos sean irrevocables y empeñarse en adquirir tal autoridad que nadie piense en engañarlo ni envolverlo con intrigas.
 
El príncipe que conquista semejante autoridad es siempre respetado, pues difícilmente se conspira contra quien, por ser respetado, tiene necesariamente ser bueno y querido por los suyos. Y un príncipe debe temer dos cosas: en el interior, que se le subleven los súbditos; en el exterior, que le ataquen las potencias extranjeras. De éstas se defenderá con buenas armas y buenas alianzas, y siempre tendrá buenas alianzas el que tenga buenas armas, así como siempre en el interior estarán seguras las cosas cuando lo estén en el exterior, a menos que no hubiesen sido previamente perturbadas por una conspiración. Y aún cuando los enemigos de afuera amenazasen, si ha vivido como he aconsejado y no pierda la presencia de espíritu resistirá todos los ataques, como he aconsejado que hizo el espartano Nabis. En lo que se refiere a los súbditos, y a pesar de que no exista amenaza extranjera alguna, ha de cuidar que no conspiren secretamente; pero de este peligro puede asegurarse evitando que lo odien o lo desprecien y, como ya antes he repetido, empeñándose por todos los medios en tener satisfecho al pueblo. Porque el no ser odiado por el pueblo es uno de los remedios más eficaces de que dispone un príncipe contra las conjuraciones. El conspirador siempre cree que el pueblo quedará contento con la muerte del príncipe, y jamás, si sospecha que se producirá el efecto contrario, se decide a tomar semejante partido, pues son infinitos los peligros que corre el que conspira. La experiencia nos demuestra que hubo muchísimas conspiraciones y que muy pocas tuvieron éxito. Porque el que conspira no puede obrar solo ni buscar la complicidad de los que no cree descontentos; y no hay descontento que no se regocije en cuanto le hayas confesado tus propósitos, porque de la revelación de tu secreto puede esperar toda clase de beneficios; es preciso que, sea muy amigo tuyo o enconado enemigo del príncipe para que, al hallar en una parte ganancias seguras y en la otra dudosas y llenas de peligro, te sea, leal. Y para reducir el problema a, sus últimos términos, declaro que de parte del conspirador sólo hay recelos, sospechas y temor al castigo, mientras que el príncipe cuenta con la majestad del principado, con las leyes y con la ayuda de los amigos, de tal manera que, si se ha granjeado la simpatía popular, es imposible que haya alguien que sea tan temerario como para conspirar. Pues si un conspirador está por lo común rodeado de peligros antes de consumar el hecho, lo estará aún más después de ejecutarlo, porque no encontrará amparo en ninguna parte.
 
Sobre este particular podrían citarse innumerables ejemplos; pero me daré por satisfecho con mencionar uno que pertenece a la época de nuestros padres. Micer Aníbal Bentivoglio, abuelo del actual micer Aníbal, que era príncipe de Bolonia, fue asesinado por los Canneschi, que se había conjurado contra él, no quedando de los suyos más que micer Juan, que era una criatura. Inmediatamente después de semejante crimen sose sublevó el pueblo y exterminó a todos los Canneschi. Esto nace de la simpatía, popular que la casa de los Bentivoglio tenía en aquellos tiempos, y que fue tan grande que, no quedando de ella nadie en Bolonia que pudiese, muerto Aníbal, regir el Estado, y habiendo inicios de que en Florencia existía un descendiente de los Bentivoglio, que se consideraba hasta entonces hijo de cerrajero, vinieron los boloñeses en su busca a Florencia y le entregaron el gobierno de aquella ciudad la que fue gobernada por él hasta que micer Juan hubo llegado a una edad adecuada par asumir el mando.
 
Llego, pues, a la conclusión de que un príncipe, cuando es apreciado por el pueblo, debe cuidarse muy poco de las conspiraciones; pero que debe temer todo y a todos cuando lo tienen por enemigo y es aborrecido por él. Los Estados bien organizados y los príncipes sabios siempre han procurado no exasperar a los nobles y, a la vez, tener satisfecho y contento al pueblo. Es éste uno de los puntos a que más debe atender un príncipe.