Diferencia entre revisiones de «Viaje al centro de la Tierra/Capítulo 17»

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Comenzaba el verdadero viaje. Hasta entonces, las fatigas habían sido mayores que las dificultades; ahora éstas iban verdaderamente a nacer a cada paso.
 
Aún no había osado hundir mi investigadora mirada en aquel pozo insondable en que me iba a sepultar. Había llegado el momento. Todavía estaba a tiempo de decidirme a tomar parte en la empresa o renunciar a intentarla. Pero sentí vergüenza de retroceder delante del cazador. Hans aceptaba con tal tranquilidad la aventura, con tal indiferencia, con tan perfecto desprecio de todo lo que significase un peligro, que me abochornaba la idea de ser menos arrojado que él. Si me hubiese hallado solo, habría recurrido a la serie de los grandes argumentos; pero, en presencia del guía, no desplegué mis labios. Envié un cariñoso recuerdo a mi bella curlandesa, y se acercó a la chimenea central.
 
Ya he dicho que medía cien pies de diámetro, o trescientos pies de circunferencia. Me recliné sobre una roca avanzada hacia su interior y dirigí hacia abajo mi mirada. Mis cabellos se erizaron instantáneamente. El sentimiento del vacío se apoderó de mi ser. Sentí desplazarse en mí el centro de gravedad y subírseme el vértigo a la cabeza como una borrachera. No hay nada que embriague tanto como la atracción del abismo. Ya iba a caer, cuando me retuvo una mano: la de Hans. Decididamente las prácticas que yo había efectuado en la Frelsers–Kirk de Copenhague, no habían sido suficientes.