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esas esclamaciones son el preludio de un gran discurso á lo Séneca sobre el desprecio de las riquezas.

—¡Dios me libre de semejante cosa! Porque la riqueza, creame V., no es precisamente un poco mas ó menos de dinero. Es pan para el hambriento, vestidos para el desnudo, un hogar para el que tirita de frio, una lámpara que supla la claridad del sol, una carrera para mis hijos, una dote para mi hija, un dia de reposo para mis fatigados miembros, un cordial que me devuelva las perdidas fuerzas; es poder deslizar una limosna entre las temblorosas manos del pobre vergonzante; es tener un techo que me libre de la tempestad; es poder salvar cien leguas para estrechar la mano de un amigo; es un instante de distraccion que dilate la frente que el estudio arruga y que bajo el peso del pensamiento se inclina; es la incomparable alegria de poder distribuir un poco de felicidad entre los seres que amamos. La riqueza es la instruccion, la independencia, la dignidad, la confianza, la caridad, todo lo que el desarrollo de nuestras facultades puede conceder al cuerpo y al espíritu; la riqueza es el progreso, es la civilizacion, es el admirable resultado, el resultado eminentemente civilizador de otros dos admirables agentes aun mas civilizadores que ella misma: el trabajo y el cambio.

—¡Bravo! Va V. ahora á entonar un ditirambo á la riqueza cuando hace un momento abrumaba V. al oro con mil terribles imprecaciones?

—Y qué? ¡no comprende V. que todo ello no es mas que enojo y mal humor! Si maldigo el dinero, es porque se le confunde, como V. mismo acaba de confundirlo con la riqueza, y porque de esta confusion surgen errores y calamidades sin cuento. Maldigo el dinero, porque no sé comprende cual