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Virgilio, Eneida VI

Traducción de
Christian Gómez Salas (2018-)
Libro I - Libro II - Libro III - Libro IV - Libro V - Libro VI - Libro VII - Libro VIII - Libro IX - Libro X - Libro XI - Libro XII - Índice de los personajes


=== PÁGINA EN CONSTRUCCIÓN ===

Así dice entre lágrimas y da rienda suelta a la flota
y finalmente se desliza desde Cumas hacia las playas eubeas.
Vuelven las proas de cara al mar; entonces con su diente tenaz
las naves sujetaban el ancla y las corvas popas
cubren la ribera. El tropel de jóvenes bulle ardiente
a la playa de Hesperia; una parte busca semillas de la llama
oculta en las venas del sílex, otra parte se adentra
en los bosques, densa morada de las fieras y muestra de los ríos encontrados.
Sin embargo, el piadoso Eneas busca la alta cumbre
en la que preside Apolo y la enorme cueva lejana y secreta
de la horrenda Sibila, a quien el adivino Delio le inspira
la gran mente y el ánimo y les descubre el futuro.
Ya ascienden los bosques de Trivia y los áureos techos.
Dédalo, según es la fama, huyendo de los reinos de Minos
se atrevió a lanzarse al cielo con sus veloces alas
por un camino no usado y escapó hacia las gélidas Osas,
y suave finalmente se posó sobre la roca Calcídica.
Tan pronto como hubo regresado a estas tierras te consagró, Febo,
Los remos de sus alas y te alzó un enorme templo.
En sus puertas están la muerte de Andrógeo; entonces las Cecrópidas
Obligados a entregar todos los años (¡Qué desgracia!) en castigo
los siete cuerpos de sus hijos; se encuentra allí la urna con las suertes echadas.
La tierra Cnosia corresponde enfrente asomada en el mar:
aquí el cruel amor del toro y unida a él a escondidas
Pasífone, y el linaje mezclado y la prole biforme
ahí está el Minotauro, recuerdos de una Venus infame;
aquí aquel laborioso hogar y error intrincado;
pero en efecto, compadecido del gran amor de tu reina
el propio Dédalo le resuelve las trampas del edificio y sus idas y venidas,
guiando con el hilo sus ciegos pasos. Tú también
tendrías una gran parte en tan gran obra, Ícaro, si el dolor lo hubiera permitido.
Había intentado dos veces de cincelar en oro tu caída,
las dos veces los remos del padre cayeron. Todo, punto por punto,
lo habrían recorrido con los ojos, si Acates, enviado por delante,
no hubiera vuelto ya y a la vez la sacerdotisa de Febo y Trivia,
Deífobe, la hija de Glauco, que le dice tales cosas al rey:
“Éste no es momento para ti de mirar esas escenas;
ahora sería mejor sacrificar siete novillos de un rebaño intacto,
y otras tantas ovejas escogidas según la costumbre.”
Con tales palabras se dirigió a Eneas (y los hombres
no demoran las sagradas órdenes) y la sacerdotisa convoca a los teucros al alto templo.
El inmenso flanco de la roca eubea está excavado en forma de caverna
al que conducen cien amplias puertas, cien bocas,
de donde salen otras tantas voces, respuestas de la Sibila.
Había llegado al umbral cuando la virgen dice: “Es el momento
de pedir tus hados; ¡El dios, mira, el dios!” Ésta, mientras decía tales cosas
ante las puertas, de pronto, ni su rostro, ni el color,
ni su compuesta cabellera permanecen iguales; sino que su pecho anhelante
y su corazón se hinchan de fiera rabia, parecía más grande
y no sonaba como una mortal, pues estaba inspirada por el
numen del dios, ya más cerca. “¿Te retrasas en promesas y plegarias,
troyano Eneas?” Dijo “¿Te retrasas? Y en efecto antes no se abrirá
las grandes puertas de esta atónita casa.” Y tras decir tales cosas
se quedó callada. Un gélido temblor recorrió a los teucros
por sus duros huesos, y el rey difunde plegarias desde lo profundo de su pecho:
“Febo, que siempre te apiadaste de los graves sufrimientos de Troya,
que dirigiste los dardos dardanios y la mano de Paris
contra el cuerpo del Eácida, he cruzado tantos mares
que circundan grandes tierras y hasta los
apartados pueblos de los Masilos y los campos tendidos delante de las Sirtes:
Ya hemos atrapado al fin las huidizas costas de Italia.
¡Ojalá nos haya seguido la fortuna de Troya sólo hasta aquí!
Es justo que vosotros también perdonéis ya al linaje de Pérgamo,
todos los dioses y diosas, a los que les estorbó Ilión y la
ingente gloria de Dardania. Y tú, santísima adivina,
conocedora del porvenir, concédeme (no pido
reinos indebidos a mis hados) asentar a los teucros en el Lacio
y a los dioses errantes y los agitados númenes de Troya.
Entonces consagraré a Febo y a Trivia un templo
de sólido mármol y unas fiestas con el nombre de Febo.
También a ti te aguardan grandes santuarios en mis reinos:
pues yo aquí depositaré tus suertes y los arcanos destinos
dictados a mi pueblo, y te consagraré, madre (nutricia)
varones escogidos. No confíes tus augurios sólo a las hojas,
que no vuelen revueltas como juguetes en los rápidos vientos;
tú misma cántalos, te lo ruego.” Y su boca terminó de hablar.
Sin embargo sin someterse aún la adivina de Febo
vaga como una bacante, terrible, por la curva, por si puede sacudirse
al dios de su pecho; y aquél tanto más fatiga
su boca rabiosa, domando su fiero corazón, y lo moldea oprimiéndolo.
Y ya se han abierto las cien enormes puertas
por su cuenta y llevan las respuestas de la adivina a través de las brisas:
“Tú, que finalmente tras haber superado los grandes peligros en el mar
(aunque te aguarden en tierra más graves), los Dardánidas
llegarán a los reinos lavinios (saca esta preocupación de tu pecho),
pero también no querrán haber llegado. Guerras, horrendas guerras
estoy viendo y al Tíber espumante con mucha sangre.
No te faltarán ni un Simunte ni un Janto ni el campamento dorio;
ya ha surgido en el Lacio otro Aquiles,
nacido éste también de una diosa; ni faltará Juno
siempre en contra de los teucros, cuando tú suplicante en las desgracias
¡A qué pueblos o qué ciudades de Italia no habías orado!
La causa de tan gran mal será de nuevo la esposa huésped de los teucros
y de nuevo unos lechos extranjeros.
No cedas tú a estos males, sino que ve más audaz en su contra,
por donde te lo permita tu Fortuna. El primer camino de tu salvación
(lo que mínimamente creerías) se te abrirá por una ciudad griega.”
Con tales palabras la Sibila de Cumas vaticina desde el templo
horrendos enigmas y resuena en la cueva,
envolviendo la verdad en oscuridades: Apolo sacude
las riendas de su locura y aguija los estímulos bajo su pecho.
Tan pronto como el furor cesó y se apacigua su rabiosa boca,
comienza el héroe Eneas: “Ninguna labor,
virgen, se me alza con apariencia nueva o inesperada;
todo lo he probado y recorrido antes con mi ánimo.
Sólo esto te pido: como se dice que aquí se encuentra la puerta
del rey infernal y la tenebrosa laguna en que refluye el Aqueronte,
poder llegar a la vista de mi querido padre y que pueda tocar
su rostro; que me enseñes el camino y me abras las puertas sagradas.
Yo a través de las llamas y mil dardos que le seguían,
lo rescaté sobre mis hombros y lo libré de en medio del enemigo;
aquél, siguiendo mi camino, soportaba conmigo
todos los mares y todas las amenazas del piélago y el cielo,
sin aliento, más allá de sus fuerzas y la suerte de su senectud (edad).
Y es más, que él mismo me pedirá que yo suplicante, acudiera a ti y a tus umbrales,
él mismo en sus ruegos me lo ordenaba. Te ruego que
te apiades del hijo y del padre, alentadora (pues tú lo puedes todo,
y no en vano Hécate te encargó de los bosques del Averno),
si Orfeo pudo rescatar los manes de su esposa
valiéndose de la citara tracia y sus cánoras cuerdas,
si Pólux recobró a su hermano con una muerte alterna
y anda y desanda tantas veces ese camino. ¿A qué, Teseo, a qué
recordaré al gran Alcides? También mi linaje procede del supremo Júpiter”
Con tales palabras oraba y abrazaba los altares,
cuando así comenzó a hablar la adivina: “Nacido de sangre de dioses,
troyano Anquisíada, el descenso al Averno es fácil:
de noche y de día está abierta la puerta del negro Dite;
pero devolver los pasos y evadir las altas brisas,
ese trabajo , aquí está la dificultad. Unos pocos a los que amó el justo
Júpiter o su ardiente valor los alzó hacia el éter,
lo consiguieron, hijos de dioses. En medio del camino todo lo ocupan los bosques
y el Cocito lo rodea cayendo con su negro cauce.
Pero si es tan grande el amor de tu mente, si es tan grande tu deseo
de cruzar dos veces los lagos Estigios, de ver dos veces los oscuros
Tártaros, y te agrada emprender una labor insana,
escucha antes lo que has de hacer. En un árbol opaco se esconde
la rama de oro en las hojas y en el flexible tallo,
que se dice que está consagrado a Juno infernal; a ésta la cubre todo
el bosque y la encierran las sombras en oscuros valles.
Pero no se permite bajar a los secretos de la tierra
a nadie antes de que haya cortado los retoños del árbol de cabellos dorados.
La hermosa Proserpina decidió que se llevara este presente.
Cortado el primero no falta otro
de oro, y el tallo florece con el mismo metal.
Así que busca atentamente con tus ojos y cógela con tu mano
ritualmente cuando la encuentres; pues él te seguirá con gusto y fácilmente
si te llaman los hados; de otra forma no podrías vencer ni
con todas tus fuerzas ni arrancarla con duro hierro.
Además, el cuerpo de tu amigo yace exánime
(¡ay! lo desconoces) y con su funeral inficiona la flota entera,
mientras tú consultas los oráculos y permaneces suspenso en nuestro umbral.
Antes colócalo en su sepultura y escóndelo en el sepulcro.
Ofrece ovejas negras; sean estas las primeras ofrendas expiatorias.
Sólo así verás los bosques estigios y los reinos prohibidos
a los vivos.” Dijo y con los labios oprimidos enmudece.
Entristecido el rostro y bajando los ojos, Eneas
se adelanta dejando la cueva y da vueltas en su
ánimo los ciegos sucesos. Su fiel Acates
le acompaña y fija sus huellas con iguales preocupaciones.
Discurrían entre sí muchas cosas en una variada charla,
quién sería el compañero muerto, cuál el cuerpo que debía enterrarse
y qué decía la adivina. Y ellos ven en la seca playa,
cuando llegaron, a Miseno perecidos de una indigna muerte,
a Miseno el eólida, al que ningún otro aventajaba
en mover a los hombres con el bronce y encenderlos a Marte con su canto.
Éste había sido compañero del gran Héctor, junto a Héctor
salía al combate insigne por su lituo y su lanza.
Después de que fue vencedor Aquiles, le robó la vida,
el héroe valerosísimo se había sumado a los compañeros
del dardanio Eneas, no inferior al que seguía.
Pero entonces, mientras por casualidad hace resonar el mar con su cóncava concha,
fuera de sí, y convoca al combate a los dioses con su canto,
lo sorprendió el émulo Tritón, si es digno de creerse,
y había sumergido al hombre entre las rocas en la espumosa ola.
Así que todos gemían con gran clamor a su alrededor,
y en especial el piadoso Eneas. Entonces, sin demora,
se apresuraron llorando a cumplir las órdenes de la Sibila y
luchan por levantar el ara del sepulcro con troncos y alzarla hacia el cielo.
Se adentran en un antiguo bosque, profundo escondrijo de fieras;
caen los pinos silvestres, resuena la encina con el golpe de las hachas
y rasgan troncos de fresno con cuñas y del hendidizo
roble, ruedan montes abajo los ingentes olmos.
Y Eneas en medio de tales trabajo anima el primero
a sus compañeros y se ciñe con iguales armas.
Y él mismo da vueltas a estas cosas en su triste corazón
observando el inmenso bosque, y así suplica por azar:
“¡Si ahora se nos mostrase aquel ramo de oro
en su árbol en este bosque tan grande! Pues ¡ay! todo cuanto
te dijo a adivina, Miseno, ha sido demasiado verdadero.”
Apenas había dicho esto, cuando por casualidad dos palomas
llegaron volando del cielo ante los propios ojos del hombre,
y se sentaron en el verde suelo. Entonces el máximo héroe
reconoce a las aves de su madre y feliz suplica:
“Sed mis guías, si hay algún camino, y dirigid mi rubo
por las brisas hacia los bosques donde la preciada rama
oscurece el pingüe suelo. Y tú, oh madre divina,
no me abandones en estos asuntos dudosos.” Tras haber hablado así detuvo sus pasos
observando qué señales les dan, y adónde deciden continuar.
Ellas picoteando avanzan volando tanto hasta el punto en
que podrían alcanzar los ojos de los que las siguen.
Después cuando llegaron a las fauces del Averno de pesado olor,
se elevan rápidas y deslizándose por el líquido aire
se posan en las sedes deseadas sobre un árbol doble,
desde donde refulgió el aura del oro de distinto color por entre las ramas.
Tal cual suele en los bosques con el frío invernal
reverdecer con nuevas hojas el muérdago, al que no alimenta su propio árbol,
y rodear los redondos troncos con su azafranado fruto,
tal era el aspecto de las hojas de oro en la opaca
encina, así iba restallando su lámina al suave viento.
Eneas al instante se lanza y ávido la arranca
aunque se resiste, y lo lleva bajo los techos de la adivina Sibila.
Y entretanto los teucros no lloraban menos en la playa
a Miseno y rendían los últimos honores a la ingrata ceniza.
Primero estructuraron una ingente pira pingüe de teas
y roble cortado, cuyos laterales entretejen
con negras hojas y levantan delante fúnebres
cipreses, y la adornan por encima con fulgentes armas.
Una parte prepara agua caliente y calderos borboteando por las llamas,
y lavan y ungen el helado cuerpo.
Se producen gemidos. Entonces colocan los llorados miembros sobre un lecho
y encima sus ropas purpúreas, sus conocidas ropas.
Otra parte se acercaron al gran féretro,
triste menester y vueltos de espaldas según la costumbre de los
padres le arrojan una antorcha encendida. Apiladas las ofrendas
las queman, el incienso, viandas y las crateras de vertido aceite.
Después de que se hubieron caído las cenizas y la llama descansó,
lavaron con vino las reliquias y la bebedora brasa,
y Corineo guardó los huesos recogidos en una urna de bronce.
Él mismo rodeó tres veces a sus compañeros con agua pura
esparciéndoles con leve rocío y con la rama del feliz olivo,
y purificó a los hombres y les dijo las ultimísimas palabras.
Sin embargo, el piadoso Eneas coloca encima un sepulcro de ingente
mole y las armas del hombre y su remo y su clarín
al pie de un monte aéreo que ahora se llama Miseno
por él y tiene a través d ellos siglos un nombre eterno.
Hecho esto, se apresura a cumplir los preceptos de la Sibila.
Había una profunda caverna imponente por su vasta boca,
rasposa, protegida de un lago negro y las tinieblas de los bosques,
sobre ella no podía tender impunemente el vuelo
con su alas ave alguna: tal era el hálito
que esparciéndose por sus oscuras fauces alzaba hacia la bóveda del cielo.
[Por eso los griegos designaron al lugar con el nombre de Aornos (sin pájaros).]
Aquí dispone primero cuatro novillos de negro lomo
y va vertiendo la sacerdotisa vino en sus frentes,
y cortando entre medio de las astas las puntas de las cerdas
las echa a los fuegos sagrados, primeras ofrendas,
invocando con su voz a Hécate, poderosa en el cielo y en el Érebo.
otros hincan los cuchillos por debajo y recogen
la tibia sangre en páteras. El propio Eneas hiere con su espada
a una cordera de negro vellocino en honor de la madre de las Euménides
y a su gran hermana, y para ti, Proserpina, una vaca estéril;
Entonces inaugura los altares nocturnos al rey estigio
y pone sobre las llamas las entrañas completas de los toros,
derramando sobre las ardientes entrañas un pingüe aceite.
De repente, a los umbrales del primer sol y el orto
el suelo comienza a mugir bajo sus pies y las cimas de los bosques
comenzaron a moverse, y les pareció ver a las perras aullar por la sombra
según se acercaba la diosa. “Lejos, quedaos lejos, profanos.”
exclama la adivina, “y alejaos del bosque entero;
y tú emprende el camino y saca el hierro de su vaina:
Ahora, Eneas, es necesario valor, ahora un ánimo firme.”
Sólo esto hubo dicho fuera de sí y se adentró por la abertura de la cueva;
él no tímido iguala con sus pasos a la guía que escapaba.
¡Dioses a quienes pertenece el dominio de las almas y silenciosas sombras
y Caos y Flegetonte, callados lugares en la amplia noche,
séame permitido decir lo que oí, pueda con vuestro numen
revelar los secretos inmersos en la calígine y en la profunda tierra!
Iban oscuros a través de la sombra bajo la solitaria noche
y a través de las casas vacías de Dite y sus inanes reinos:
cual el camino bajo una luz maligna avanza con una luna incierta
en los bosques, cuando Júpiter ocultó el cielo
con la sombra, y la negra noche arrebató el color a las cosas.
Ante el propio vestíbulo y en las primeras fauces del Orco
el Luto y las Preocupaciones vengadoras colocaron sus cubiles,
y allí habitan los pálidos Morbos y la triste Senectud,
y el Miedo y el Hambre, mala consejera, y la torpe Pobreza,
figuras terribles de ver, y la Muerte y la Fatiga;
además el Sopor, consanguíneo de la Muerte y los malos Gozos
de la mente, y en el umbral contrario la mortífera Guerra,
y los lechos de hierro de las Euménides y la demente Discordia
enlazada su cabellera con cintas ensangrentadas de víboras.
En medio abre sus ramas y sus brazos añosos
un opaco olmo, gigante, en el que se dice que tienen su sede
los Sueños vanos, adheridos bajo todas sus hojas.
Y además, muchas visiones de variadas fieras moran allí,
los Centauros acampan en sus puertas y las biformes Escitas
y Briáreo el de cien brazos y la hidra de Lerna
de horrendo silbido, y la Quimera armada de llamas,
las Gorgonas y las Harpías y la figura de la sombra de tres cuerpos.
Entonces Eneas tembloroso por un terror repentino empuña el hierro
y ofrece su agudo filo a los que van llegando,
y si no le hubiera avisado su docta compañera de las tenues vidas
sin cuerpo que revoloteaban bajo la vacía apariencia de fantasmas,
se lanzaría contra ellas y cortaría en dos en vano con su hierro las sombras.
De allí parte el camino del Tártaro que lleva hacia las aguas del Aqueronte.
Aquí un remolino turbio por el cieno y de vasta vorágine
hiere y eructa toda la arena en el Cocito.
Un horrendo barquero guarda estas aguas y los ríos,
Caronte de terrible suciedad a quien una larga canicie
descuidada yace en su mentón, sus ojos están inmóviles con llamas,
y cuelga de sus hombros el manto sucio anudado.
Él mismo con su pértiga impulsa la barca y maneja las velas
y transporta a los muertos en esquife herrumbroso,
ya anciano, pero luce la vejez cruda y verde de un dios.
Hacia estas riberas corría esparcida toda la turba,
madres y esposos, cuerpos privados de vida
de magnánimos héroes, niños y niñas solteras,
y jóvenes tendidos en la pira ante el rosto de sus padres:
tantos como las hojas que en los bosques con el primer frío otoñal
caen desprendidas, o como tantas aves se amontonan
hacia tierra desde el alto mar, cuando la estación fría
las hace huir a través del mar y las envía a tierras soleadas.
Estaban de pie pidiendo ser las primeras en cruzar el río
y tendían las manos por el amor de la orilla opuesta.
Pero el triste barquero acoge ora a éstos ora a aquéllos,
sin embargo a otros los rechaza manteniéndolos lejos en la arena.
Así pues, Eneas sorprendido y perturbado por aquel tumulto
dice: “Dime, oh virgen, ¿qué quiere el tropel junto a la corriente?
¿O qué buscan las almas? ¿Y con qué criterio unas
abandonan las riberas, y aquéllas barren las lívidas aguas con los remos?
Así le contestó brevemente la longeva sacerdotisa:
“Hijo de Anquises, verdadero descendiente de dioses,
estás viendo los profundos estanques del Cocito y la laguna Estigia,
por la que los dioses temen jurar y engañar su numen.
Todos esos que ves son una turba desvalida y sin sepultura;
El barquero es Caronte; éstos, a los que arrastra la marea, los sepultados.
No se permite cruzar las riberas horrendas ni las
concas corrientes antes de que sus huesos descansen en sus sedes.
Erran durante cien años y revolotean alrededor de estas playas;
sólo entonces son admitidos y llegan a ver los estanques deseados.”
El hijo de Anquises se detuvo y contuvo sus pasos
pensando en muchas cosas y lamentando en su ánimo su inicua suerte.
Allí distingue entristecidos y carentes del honor de la muerte
a Leucaspis y a Orontes, capitán de la flota licia,
a los que al mismo tiempo, navegando desde Troya por mares borrascosas,
abatió el Austro, envolviendo la nave y a los hombres en el agua.
Y he aquí que avanzaba hacia él el piloto Palinuro,
al que hacía poco en la travesía de Libia, mientras miraba las estrellas,
se había caído de la popa hundiéndose en medio de las olas.
Apenas lo reconoció afligido entre la densa sombra,
así el primero se dirige a él: “¿Quién de entre los dioses, Palinuro,
te arrebató de nosotros y te sumergió en medio del mar?
Vamos, dime. Pues a mí, Apolo, antes jamás encontrado mintiendo,
me ha engañado el ánimo con esta sola respuesta,
quien me profetizaba que saldrías incólume del ponto y llegarías
a las fronteras ausonias. Mira ¿estas promesas son fieles?
Aquél dijo a su vez: “Ni te ha fallado el trípode de Febo,
caudillo Anquisíada, ni un dios me sumergió en el mar.
Pues arrancando el timón con mucha fuerza y por casualidad,
entregando al cual, yo, su guardián, estaba adherido y regía el rumbo.
Lo arrastré conmigo al caerme. Juro por los encrespados mares
que no se apoderó de mí temor alguno tan grande por mí,
como por que tu nave desmantelada de armas, privada de piloto,
no sucumbiera ante las olas tan grandes que iban surgiendo.
El Noto me arrastró durante tres noches borrascosas por el inmenso mar,
impetuoso con el agua; apenas vi a la luz del cuarto día
Italia subido desde lo alto de una ola.
Poco a poco llegaba nadando hacia tierra; ya me hallaba a salvo,
si un pueblo cruel, bajo el peso de mi mojada ropa
y agarrando con las uñas de mis manos las ásperas cimas del monte
no me hubiera atacado con su hierro y no me hubiera considerado, ignorante, una presa.
Ahora me tiene el oleaje y los vientos me llevan en la orilla.
Por eso te pido, por la agradable luz del cielo y las brisas,
por tu padre, por la esperanza de Julo que crece,
líbrame, invicto, de estos males: o échame tierra
encima, pues puedes, y busca las puertas de Velia;
o tú, si hay algún medio, si alguno te muestra tu divina
madre (pues no creo que te prepares sin el numen de los
dioses a cruzar ríos tan grandes y la laguna Estigia),
dale tu diestra a un desgraciado y llévame contigo a través de las olas,
para que al menos descanse en la muerte en plácidas sedes.”
Tales cosas había dicho, cuando la adivina empieza tales palabras:
“¿De dónde, Palinuro, te viene este deseo tan desmedido?
¿Vas a ver tú, sin enterrar, las aguas estigias y la
corriente severa de las Euménides, o acaso te acercarás a la orilla contra la ley?
Deja ya de esperar doblegar suplicando los hados de los dioses,
pero escucha y recuerda mis palabras, consuelo de tu dura circunstancia.
Pues los comarcanos, conmovidos a lo largo y ancho de las ciudades
por los prodigios de los cielos, expiarán tus huesos
e instituirán un túmulo y ofrecerán los honores solemnes en el túmulo
y el lugar tendrá el eterno nombre de Palinuro.”
Con estas palabras fueron calmadas sus preocupaciones y por un momento
el dolor de su triste corazón; se alegra con la tierra de su nombre.
Así pues, continúan el camino emprendido y se acercan al río.
El barquero, tan pronto como desde las ondas de la Estigia los vio
cruzar por el bosque callado y volver su paso a las riberas,
así se adelanta el primero con estas palabras y sin más les increpa:
“Tú, quienquiera que seas, que armado te encaminas hacia mis ríos,
venga confiesa, a qué vienes, ya desde ahí y detén tus pasos.
Éste es el hogar de las sombras, del sueño y la soporífera noche:
Me está prohibido transportar cuerpos vivos en la quilla estigia.
Y en verdad no me alegré de haber recibido a Alcides en mi lago
cuando vino, ni a Teseo ni a Pirítoo,
aunque eran hijos de dioses y de invistas fuerzas.
Aquel buscó encadenar con su mano al guardián del Tártaro
y lo arrancó tembloroso del trono del mismo rey;
éstos llegaron para llevarse a mi señora del lecho de Dite.”
A lo que dijo por el contrario brevemente la adivina Anfrisa:
“Aquí no hay ningunas insidias tales (deja de preocuparte),
ni las armas traen violencia, está permitido que el gran portero
eternamente en su cueva aterrorice a las sombras exangües,
está permitido que Proserpina siga guardando casta el umbral de su tío paterno.
El troyano Eneas, insigne por su piedad y sus armas,
descendió a las profundas sombras del Érebo hacia su padre.
Si no te conmueve en absoluto la imagen de una piedad tan grande,
tal vez reconozcas” (muestra el ramo que estaba escondido en el manto)
“esta rama.” Entonces se aplaca el corazón henchido de ira;
y nada más que esto hubo. Aquél, admirando el venerable regalo
de la rama del destino que no veía desde largo tiempo,
vuelve la cerúlea popa y se acerca a las riberas.
Después echa fuera a las otras almas que estaban sentadas en los largos bancos
despeja los puentes; al mismo tiempo recibe a bordo
al gran Eneas. Gimió el esquife recogido bajo su peso
y recibe mucha laguna por sus rendijas.
Finalmente atravesó el río incólume y deja a la adivina y al hombre
sobre el informe cieno y la blanca ova.
El enorme Cerbero hace resonar con el ladrido de sus tres fauces
estos reinos, enorme, tendido en frente de su cueva.
La adivina viendo que ya se le erizaba sus cuellos de serpientes,
le lanza una torta soporosa de miel y frutas medicinales.
Aquél, abriendo sus tres gargantas por el hambre voraz
la coge al vuelo, y estira su gran espalda
extendido en el suelo y se tiende, enorme, por toda la cueva.
Eneas ocupa la entrada, sumido en sueño el guardián
y abandona, rápido, la orilla de la corriente sin retorno.
De momento se oyeron voces, vagidos ingentes,
y las almas de los niños llorando, en el primer umbral,
a los que privados de la dulce vida y raptados de los senos
los arrebató el negro día y los sumió en el acerbo funeral;
junto a éstos, los condenados a muerte por falsa acusación.
Y en verdad estas sedes no son concedidas sin juez ni sorteo:
Minos, que preside, mueve la urna; aquél convoca el consejo de las silenciosas
sombras y aprende las vidas y los crímenes.
Después, los lugares próximos los ocupan los desgraciados, que, inocentes,
se dieron muerte con su propia mano y odiando a la luz
lanzaron sus almas. ¡Cuánto querría ahora soportar
en el alto éter su pobreza y las duras penalidades!
La ley divina se interpone, y la odiosa laguna de triste oleaje
los ata y la Estigie les retiene derramada por nueve veces.
Y no lejos de aquí aparecen extendidos por todas partes
los campos de Llanto; así los llaman por nombre.
Aquí a los que el duro amor fue consumiendo con su cruel congoja,
los acogen escondidas sendas y los cubren a su alrededor
un bosque de mirtos; sus preocupaciones no lo abandonan ni en la misma muerte.
Por estos lugares distingue a Fedra y a Procris y a la desgraciada Erifile
que mostraba las heridas de su cruel hijo,
y a Evadne y a Pasífae; a estos les acompaña
Laodamía y Cereo, antaño mozo, ahora mujer
de nuevo y devuelta a su antigua figura por el destino.
Entre éstas erraba la fenicia Dido por un gran
bosque con su herida reciente; el héroe troyano
tan pronto como estuvo junto a ella y la reconoció oscura
entre las sombras, como el que al principio del mes
ve o piensa haber visto la luna a través de las nubes
dejó correr las lágrimas y le habló con su dulce amor:
“Infeliz Dido, ¿así pues era verdadera la noticia
que me había llegado de que estabas muerta y que habías buscado el final con el hierro?
¡Ay! ¿Fui yo la causa de tu funeral? Juro por las estrellas,
por los dioses superiores y por si hay alguna fidelidad en lo profundo de la tierra,
contra mi voluntad, reina, me marché de tus costas.
Pero los mandatos de los dioses que me obligan ahora a caminar por estas sombras,
por lugares desolados y por una noche profunda,
me llevaron por sus poderes; y no pude creer
que con mi marcha te causara un dolor tan grande.
Detén tu paso y no te apartes de mi vista.
¿A qué huyes? Por el lado, esto es lo último que te puedo decir.
Con tales palabras Eneas trataba de apaciguar su alma ardiente
y su torva mirada, y vertía lágrimas.
Mantenía ella los ojos fijos en el suelo estando de espaldas
y no le mueve más su rostro el discurso emprendido
que si fuera un duro pedernal o rocas marpesias.
Finalmente se marchó y como un enemigo se refugió
en el sombrío bosque, donde su antiguo cónyuge, Siqueo,
responde a sus preocupaciones e iguala su amor.
Y Eneas, no menos apenado de su duro infortunio
mientras ella se aleja la sigue de lejos con lágrimas y se compadece de ella.
Entonces continúa a duras penas el camino concedido. Y ya cruzaban los
campos más lejanos, los que, apartados, frecuentan los famosos en la guerra.
Aquí les sale al encuentro Tideo, aquí Partenopeo,
célebre con las armas y el fantasma del pálido Adrasto,
aquí los Dardánidas tan llorados por los de arriba y caídos
en la guerra, a los que mirando en larga fila, aquél
gimió por todos, a Glauco, Medonte y a Tersíloco,
los tres hijos de Anténor y a Polibetes consagrado a Ceres,
y a Ideo aún sosteniendo el carro y también las armas.
Están a su alrededor a derecha y a izquierda numerosas almas,
y no les es suficiente haberlo visto una vez; les complace incluso demorarse
y acompañar sus pasos y conocer las causas de su llegada.
Sin embargo, los capitanes de los dánaos y las falanges de Agamenón
cuando vieron al hombre y sus refulgentes armas por las sombras,
se echaron a temblar con un ingente miedo; una parte volvieron las espaldas,
como antaño buscaron las naves, otra parte lanzaron una
exigua voz: el clamor iniciado se les frustra en las bocas abiertas.
Y aquí ve al hijo de Príamo destrozado por todo el cuerpo,
a Deífobo y el rostro cruelmente desgarrado,
el rostro y ambas manos, y arrancadas las orejas de las destrozadas
sienes y con la nariz mutilada por una herida vergonzosa.
Apenas lo reconoce por esto, tembloroso e intentando ocultar
los crueles suplicios, y se adelanta con voces conocidas para el otro:
“Deífobo, poderoso con las armas, linaje de la valerosa sangre de Teucro,
¿Quién deseó infligirte penas tan crueles?
¿A quién se le permitió algo tan grande sobre ti? En la pasada noche
me llegaron rumores de que, cansado por la vasta matanza de Pelasgos
habrías caído encima de un montón de confusos muertos.
Entonces yo mismo te levanté en la playa rotea un túmulo
inane e invoqué en voz alta tres veces a tus Manes.
Tu nombre y tus armas guardan el lugar; no pude
verte, amigo, ni al partir enterrarte en tierra patria.”
A lo que el Priámida dijo: “Nada, amigo, te dejaste abandonado;
lo cumpliste todo con Deífobo y con las sobras de su funeral.
Pero mis hados y el criminal delito de la Lacedemonia
me hundieron en estos males; ella me dejó estos recuerdos.
Pues sabes cómo pasamos la última noche
entre falsas alegrías: es necesario recordarlo bastante bien.
Cuando el fatal caballo llegó en su salto sobre las alturas
de Pérgamo y pesado, trajo en su vientre soldados armados,
ella fingiendo una danza ritual, guiaba a las
frigias a su alrededor entre los cantos de Baco; ella misma sostenía en medio una
ingente llama y llamaba a los dánaos desde lo alto de la ciudadela.
Entonces, agotado yo de preocupaciones y pesado por el sueño
me poseyó mi infeliz lecho, y tendido en él se apoderó de mí
un dulce y profundo reposo y muy similar a la plácida muerte.
Entretanto mi egregia esposa saca fuera de la casa
todas mis armas, y había apartado de mi cabeza mi fiel espada:
llama a Menelao dentro de la casa y abre los umbrales,
teniendo la esperanza sin duda de que éste sería un gran regalo para su amante,
y así poder borrar la fama de viejas desgracias.
¿A qué me demoro? Irrumpen en el lecho, y llega como su compañero y a una con ellos
el Eólida instigador de todos los crímenes. Dioses, instaurad
tales cosas para los griegos, si os pudo castigos con labios piadosos.
Pero, ea, dime a tu vez qué casualidades te han
traído vivo. ¿Acaso vienes llevado por los errores del piélago,
o por orden de los dioses? ¿O qué fortuna te fatiga,
para que visites estas tristes moradas sin sol, estos túrbidos lugares?”
A su vez con esta conversación la Aurora con su rosada cuadriga
ya había pasado la mitad del eje con su carrera etérea;
y acaso en otros tales hubieran pasado todo el tiempo concedido,
pero su compañera, la Sibila, le advirtió y le dijo brevemente:
“La noche nos acecha, Eneas; nosotros estamos pasando horas llorando.
Aquí es el lugar donde el camino se divide en dos partes:
por la derecha, el que lleva a los pies de la muralla del gran Dite,
este camino nos lleva al Elisio; sin embargo, por la izquierda,
ejerce castigos y lleva hacia los impíos Tártaros.”
Deífobo le responde en contra: “No te enfades, gran sacerdotisa;
ya me marcho, volveré al grupo y regresaré a las tinieblas.
Ve, ve, gloria nuestra; que te sirvas de mejores hados.”
Habló así, y hablando torció sus pasos.
De pronto mira Eneas hacia atrás y ve al pie de una roca a su izquierda
unas anchas murallas rodeadas por un muro triple,
que lo ciñe una rápida corriente de ardientes llamas,
el Flegetonte del Tártaro, y retuerce resonantes piedras.
Enfrente hay una enorme puerta y columnas de sólido adamante,
tales que ninguna fuerza de los hombre sin los propios celestiales
podrían abrir en son de guerra; se alza hacia las brisas de una férrea torre,
y Tisífone, sentada allí, ceñida con un manto de sangre
guarda la entrada en vela las noches y días.
Desde allí se escuchaban gemidos y el resonar de crueles
azotes, y entonces el estridor del hierro y de cadenas arrastradas.
Se detuvo Eneas y aterrado escucha el estruendo.
“¿Qué tipo de crímenes son? Habla, virgen; ¿Con qué
penas se les atormenta? ¿Qué lamento tan grande va por las brisas?”
Entonces la adivina así comenzó a hablar: “Guía famoso de los teucros,
a ningún justo le está permitido penetrar en este umbral de los crímenes,
pero cuando Hécate me puso al cargo de las florestas del Averno,
ella misma me enseñó los castigos de los dioses y me guió por todos ellos.
Radamanto de Cnosos gobierna aquí estos durísimos reinos
y castiga y oye los crímenes y obliga a confesar
lo que cada uno entre los de arriba, contento con un vano fraude,
abandonó las faltas cometidas a la tardía muerte.
Al instante, Tisífone, la vengadora armada con su látigo sonante
golpea a los criminales tras saltarles encima, y sosteniendo en su
izquierda torvas serpientes, llama a la tropa cruel de sus hermanas.
Entonces finalmente se abren las puertas sagradas estridentes con hórrido sonido,
sobre sus goznes. ¿Ves qué tipo de guardián
está sentado en la entrada, qué figura guarda los umbrales?
Una inmensa Hidra con sus cincuenta negras fauces,
aun más cruel, tiene dentro su sede. Entonces el mismo Tártaro
se abre al precipicio y se extiende bajo las sombras tanto
como dos veces mide la vista del cielo hasta el etéreo Olimpo.
Aquí el antiguo linaje de la Tierra, los jóvenes Titanes,
se revuelven abatidos por el rayo en el profundo abismo.
Aquí vi también a los dos Alóadas, cuerpos inmensos,
que osaron desgarrar con sus manos el gran cielo
y derribar a Júpiter de los reinos superiores.
Vi también a Salmoneo al que le daban crueles castigos,
por imitar los rayos de Júpiter y los sonidos del Olimpo.
Éste, llevado por cuatro caballos y agitando una antorcha
por los pueblos de los griegos y su ciudad por medio de la Élide,
iba triunfal, y pedía para sí el honor de los dioses,
fuera de sí el que los nimbos y el inimitable rayo
simulaba con bronce y el golpe de los cascos de los caballos.
Sin embargo, el padre omnipotente hizo girar su dardo entre las densas
nubes, ni antorchas ni las luches humeantes de las teas,
y lo hundió de cabeza en el inmenso remolino.
También podría distinguirse a Ticio, retoño de la Tierra, madre de todos,
cuyo cuerpo se extiende a lo largo de nueve yugadas,
y un inmenso buitre de corvo pico devora
su hígado inmortal y sus vísceras que crecen sin parar para
el castigo y rebusca en su comida y habita bajo
su profundo pecho, sin dar descanso alguno a las renacidas fibras.
¿A qué recordaré a los lápitas, Ixión y Pirítoo?
Sobre estos pende una negra roca que parece que ya va a deslizarse, y
que ya cae; brillan respaldos de oro en los altos
divanes suntuosos y los banquetes preparados ante sus ojos
con lujo regio; junto a la mayor de las Furias
está echada e impide alcanzar con sus manos las mesas,
y se levanta llevando la antorcha y atruena con su boca.
Aquí están los que envidiaron a sus hermanos, mientras permanecían con vida,
o golpearon a su padre y urdieron un fraude a sus clientes,
o los que incubaron riquezas encontradas para ellos solos
y no dieron una parte a los suyos (ésta es la mayor turba),
todos los muertos por adulterio, todos los que siguieron impías
armas y no se asustaron a engañar las diestras de sus señores,
éstos esperan acercados aquí su castigo. No intentes averiguar
qué castigo, o qué forma o fortuna sumergió a estos hombres.
Unos hacen rodar una enorme piedra, y cuelgan encadenados
de los radios de las ruedas; allí está sentado el infeliz Teseo
y estaría sentado por siempre, y el misérrimo Flegias
advierte a todos y lo atestigua en alta voz por las sombras:
“Aprended la justicia una vez advertidos y a no despreciar a los dioses.”
Este vendió su patria por oro y le impuso un poderoso
señor; hizo y deshizo leyes por dinero;
éste invadió el lecho de su hija y los prohibidos himeneos:
todos ellos osaron inmensos crímenes y los llevaron a cabo.
Ni aunque tuviera cien lenguas y cien bocas
y una voz de hierro podría abarcar todos los tipos de sus crímenes,
ni enumerar todos los nombres de sus castigos.”
Cuando hubo dicho esto la longeva sacerdotisa de Febo dice:
“Pero vamos ya, sigue tu camino y termina la tarea emprendida;
aceleremos, ya diviso las murallas construidas en las fraguas
de los Cíclopes y en el arco de enfrente las puertas
 donde nos ordenan los preceptos deponer el regalo.”
Así había dicho y avanzando por igual a través de oscuros caminos
atraviesan el espacio intermedio y se acercan a las puertas.
Eneas ocupa la entrada y asperja su cuerpo
con agua fresca y deja fija la rama en el umbral de enfrente.
Finalmente, cumplido esto, terminada la ofrenda a la diosa,
llegaron a lugares gozosos y a las amenas praderas
de los bosques de los afortunados y sus felices sedes.
Aquí un éter anchuroso viste los campos con una luz
purpúrea, y reconocen su propio sol y sus estrellas.
Una parte ejercitan sus músculos en las palestras herbosas,
compiten por juego y luchan en la dorada arena;
otra parte marcan los bailes con los pies y recitan poemas.
Y el sacerdote tracio, con larga vestidura;
no deja de acompañar con sus cadencias los siete intervalos de voces,
y ya con sus mismos dedos, ya con el plectro de marfil los pulsa.
Aquí está el antiguo linaje de Teucro, bellísima descendencia,
magnánimos héroes nacidos en mejores años,
Iloy Asáraco, y Dárdano el fundador de Troya.
Admira armas a lo lejos y los vacíos carros de los hombres;
clavados en el suelo se yerguen las lanzas, y sueltos por todas partes,
pacen los caballos por el campo. La afición por los carros
y las armas que tuvieron vivos, la preocupación de cuidar
lustrosos caballos, la misma los sigue sepultados en la tierra.
Allí, de pronto, distingue a otros a izquierda y derecha pastando
por la hierba y cantando a coro un alegre peán
en un bosque perfumado de laurel de donde hacia lo alto
va rodando por la selva la caudalosa corriente del Erídano.
Aquí está el grupo de los que sufrieron heridas luchando por la patria,
todos los sacerdotes castos, mientras permanecían con vida,
todos los adivinos piadosos y que hablaron de forma digna de Febo,
o los que ennoblecieron la vida descubriendo las artes,
todos los que por sus propios méritos hicieron que otros los recordasen;
a todos éstos, les ceñían níveas ínfulas sus sienes.
Así, esparcidos alrededor como estaban, les habló la Sibila,
a Museo antes que a todos (pues lo tiene la inmensa multitud
en medio y lo contempla asomando con sus altos hombros):
“Decidme, felices almas y tú, el mejor de los adivinos,
¿Qué región, qué lugar posee a Anquises? Pues por él
hemos venido y atravesamos en la nave las corrientes del Érebo.”
Y esta respuesta le dio así el héroe con pocas palabras:
“Ninguno tiene una morada fija; vivimos en opacas florestas,
y andamos por los lechos de las riberas y los frescos prados del río.
Pero vosotros, si el deseo os lleva así en el corazón,
pasad este callado, y ya os pondré en camino seguro.”
Dijo, y condujo su paso delante y desde lo alto les muestra
las brillantes llanuras; después abandonan las altas cimas.
Sin embargo, el padre Anquises en el fondo de un valle verdeante,
observaba a las almas encerradas que irían hacia la luz de arriba
fijándose con afán, y recontaba por casualidad el
número total de los suyos, y a sus queridos nietos
y los hados y fortunas de los hombres, sus costumbres y sus obras.
Y cuando este vio a Eneas avanzando a su encuentro por la hierba,
le tendió alegre ambas palmas,
e invadidas de lágrimas sus mejillas, la voz le salió de su boca:
“Has venido finalmente, ¿Esa piedad tuya, anhelada por tu padre,
ha vencido al duro camino? ¿Se me concede mirar tu rostro,
hijo, y escuchar y responderte a ti y a voces conocidas?
Así ciertamente lo esperaba en mi ánimo y me imaginaba que ocurriría
contando los días, y no me falló mi afán.
¡Yo te recibo tras recorrer qué tierras
y cuán grandes mares! ¡Qué grandes peligros has arrastrado, hijo mío!
¡Cuánto temí que los reinos de Libia te hicieran daño!”
Aquél a su vez: “Tú imagen, padre, tu triste imagen
presentándose muy a menudo, me empujó a dirigirme a estos umbrales;
las naves están en el mar Tirreno. Dame a estrechar tu diestra,
dámela, padre, y no te sustraigas de mi abrazo.”
Hablando así, con largo llanto iba regando a la vez su rostro.
Tres veces intentó echarle los brazos alrededor de su cuello allí;
tres veces la imagen, abrazada en vano, huyó de sus manos,
igual los leves vientos y muy similar a un alado sueño.
Entretanto Eneas ve en un recluido valle
un apartado bosque y las resonantes ramas del bosque,
el río Leteo que corre por delante de las plácidas mansiones.
Alrededor de éste, innumerables gentes y pueblos volaban:
y como cuando las abejas en los prados en el calmado verano
se posan en varias flores y se derraman alrededor
de los blancos lirios, resuena todo el campo con su murmullo.
Eneas, ignorante, se espanta por la repentina visión
y pregunta las causas, qué ríos son aquéllos de a lo lejos,
y quiénes son aquellos hombres que llevan en las riberas en tan gran grupo.
Entonces el padre Anquises: “Son los almas a las que por el hado
deben habitar otros cuerpos, junto a las aguas del río Leteo
beben los seguros líquidos y los largos olvidos.
Ciertamente hace ya tiempo que quiero nombrártelas y mostrártelas
a la vista, enumerarte esta prole de los míos,
para que te alegres más conmigo de haber descubierto Italia.”
“Padre, ¿Acaso hay que pensar entonces que algunas almas ligeras
van al cielo y de nuevo regresan a sus torpes
cuerpos? ¿Qué deseo tan terrible de luz es el de los desgraciados?”
“Ciertamente te lo diré y no te mantendré en suspense, hijo mío.”
Comienza Anquises y en orden explica cada cosa.
“Ante todo, sustenta el cielo y las tierras y las líquidas praderas
y el luminoso globo de la luna y los titánicos astros
un espíritu interior, y un alma esparcida por sus miembros
pone en movimiento toda la mole y se mezcla con el gran cuerpo.
De ahí surge el linaje de los hombres y los ganados y la vida de las aves
y los monstruos que el ponto guarda bajo sus superficies marmóreas.
Su vigor es de fuego y su origen celeste de las semillas,
en tanto no las retrasan dañinos cuerpos
y las embotan ligaduras terrenales y los miembros que han de morir.
Entonces temen y desean, sufren y gozan, y las auras
no ven, encerradas en las tinieblas y en una ciega cárcel.
Y así, ni cuando en el último día las abandona la vida,
aun no abandona del todo los males a las desgraciadas ni
todas las pestes al cuerpo, y es profundamente necesario
que por admirable traza arraiguen durante mucho tiempo muchas adherencias.
De modo que las someten a castigos y sufren penas
de antiguos males: unas se abren colgadas a los inanes
vientos, de otras se lava el crimen infecto al pie del vasto
remolino o se quema en el fuego:
cada cual padecemos nuestros propios Manes. Después de esto, se nos envía
por el amplio Elisio y unos pocos ocupamos los campos felices,
hasta que el largo día, terminado el ciclo de tiempo,
limpia la mancha arraigada, y deja puro
el sentido etéreo y el fuego del aura primitiva.
A todas éstas, cuando giraron la rueda por mil años,
el dios las convoca en un gran grupo hacia el río Leteo,
para que, sin memoria, contemplen de nuevo la bóveda del cielo, vuelvan a
empiecen a querer volver a un cuerpo.”
Así había dicho Anquises y arrastra a su hijo junto con la Sibila
al centro de una asamblea y una ruidosa turba,
y ocupa un túmulo desde donde podía ver en larga fila
a todos de frente y conocer los rostros de los que llegaban.
“Ahora mira qué gloria seguirá después a la descendencia
de Dárdano, qué herederos permanecerán de la estirpe ítala
las almas ilustres que van a venir a nuestro nombre,
te lo explicaré con palabras y te enseñaré tus hados.
Aquel joven, ¿lo ves?, el que está apoyado sobre su pura hasta,
ocupa por suerte los lugares más cercanos a la luz, subirá el primero
a las etéreas brisas que va con mezcla de sangre ítala,
es Silvio, nombre albano, hijo tuyo póstumo,
que ya viejo te dará tu esposa Lavinia tarde,
y lo educará en los bosques, al rey y padre de reyes,
de donde nuestro linaje dominará en Alba Longa.
Próximo a él está Procas, gloria del pueblo troyano,
y Capis y Numitor y el que te hará regresar con su nombre,
Silvio Eneas, egregio igualmente en piedad o en armas,
si alguna vez llegara a reinar en Alba.
¡Qué jóvenes! Qué fuerzas tan grandes muestran, mira,
y qué sienes llevan sombreadas con la cívica encina!
Éstos te levantarán Nomento, los Gabios y la ciudad de Fidena,
éstos sobre los montes los Alcázares Colatinos,
los Pomecios, el Castro de Inuo, Bola y Cora;
éstos serán entonces sus nombres, ahora son tierras sin nombre.
Y el hijo de Mavorte, Rómulo, se añadirá como compañero a su abuelo,
al que parirá su madre Ilia de la sangre de Asáraco.
¿Ves cómo se alzan en su frente dos penachos
y el propio padre de los superiores ya lo marca con su honor?
¡Ay, hijo! Bajo los auspicios de éste, aquella ínclita Roma
igualará su poder por las tierras, sus ánimos con el Olimpo,
y rodearía por completo con un muro sus siete fortalezas,
feliz por su prole de hombres: cual la madre Berecintia
recorre coronada de torres en su carroza a través de las ciudades frigias
gozosa con el parto de dioses, abrazado a sus cien nietos,
todos celestiales, todos ocupando las regiones altas.
Vuelve aquí ahora tus ojos, mira este pueblo
y a tus romanos. Éste es César y toda la progenie de Julo
que va a llegar bajo el gran eje del cielo.
Éste es, éste es el hombre que muy a menudo oyes que se te ha permitido,
Augusto César, linaje del dios, que fundará los dorados
siglos de nuevo en el Lacio, por los campos que antaño
gobernará Saturno, y llevará su imperio sobre los Garamantes
y los Indos; su tierra se extiende más allá de las estrellas,
allende los caminos del año y el sol, donde Atlas portador del
cielo tuerce sobre su hombro el eje tachonado de ardientes estrellas.
Ya ahora ante su llegada se horrorizan los reinos caspios
con las respuestas de los dioses y la tierra Meotia,
y se perturban las siete bocas temblorosas del Nilo.
Y en verdad ni Alcides recorrió una tierra tan grande,
aun cuando asaetease a la cierva broncípeda o apacentara
los bosques de Erimanto e hiciera temblar a Lerna con su arco;
ni el que, victorioso, maneja sus yuntas con riendas de pámpanos,
Baco, bajando tigres de la elevada cumbre de Nisa.
¿Y todavía dudamos en extender nuestro valor con hechos,
o el miedo nos impide asentarnos en la tierra Ausonia?
Pero ¿quién es aquél que lleva a los lejos los símbolos sagrados
distinguido con la rama de olivo? Reconozco por el pelo y
la barba acanecida del rey roano, aquél que fundará
la primera ciudad con sus leyes, enviado desde la pequeña Cures
y de una pequeña tierra a un gran imperio. Después a éste le seguirá
Tulo, quien romperá los ocios de la patria y mandará
a sus hombres inactivos a la guerra y ya disuelta la formación de triunfo.
De cerca le sigue más arrogante Anco,
que incluso ahora se ufana demasiado con el favor del pueblo.
¿Quieres ver también a los reyes Tarquinios y la
soberbia alma de vengador Bruto y las recobradas flores?
Él será el primero que recibirá la autoridad de cónsul y
las crueles segures, y el padre que a sus hijos, por moverse para una nueva guerra
los someterá a castigo en nombre de la hermosa libertad,
desgraciado, comoquiera que juzguen estos hechos sus descendientes:
El amor de la patria y un inmenso deseo de gloria venerarán.
Mira también a los lejos a las Decias, los Drusos y al cruel Torcuato
con su segur y a Camilo que recupera las enseñas.
Sin embargo, aquellas almas que ves brillar con armas idénticas,
ahora en paz y mientras sean oprimidas por esta noche,
¡ay! ¡Qué guerra tan grande entre sí tendrían si llegan
a alcanzar la luz de la vida, qué grandes filas moverán y qué estrago,
el suegro bajando de las colinas alpinas y de la fortaleza de Mónaco
el yerno con las tropas de oriente frente a él!
¡Hijos míos, no acostumbréis vuestros ánimos a guerras tan grandes
ni volváis poderosas fuerzas contra las entrañas de la patria;
y tú el primero, tú cesa, tú que procedes del linaje del Olimpo,
arroja las armas de tu mano, sangre de mi sangre!
Aquél por su victoria en Corinto llevará su carroza triunfal
hacia el alto Capitolio insigne por la matanza de aqueos.
Aquél arrasará Argos y la Micenas de Agamenón
y a un Eácida, descendiente de Aquiles poderosa en las armas,
vengando a sus antepasados de Troya y los profanados templos de Minerva
¿Quién podría pasarte en silencio, gran Catón o a ti, Coso?
¿Quién al linaje de Graco o a las dos Escipiones, dos rayos de la guerra,
azote de Libia, y a Fabricio poderoso en su pobreza
o a ti, Serrano, sembrando en tus surcos?
¿A dónde me raptáis cansado, Fabios? Tú eres aquél, Máximo,
el que, solo, ganando tiempo nos restituirás la patria.
Otros lucharán con más primor bronces que respiran,
(lo creo ciertamente), sacarán rostros vivos del mármol,
defenderán mejor las causas, y describirán con su compás
los caminos de cielo y dirán las salidas de las estrellas:
tú, romano, habrás de recordar gobernar los pueblos bajo tu poder,
(éstas serán tus artes), imponer leyes de paz,
perdonar a los sometidos y abatir a los soberbios”
Así dijo el padre Anquises, y añade esto a los que se admiraban:
“Mira cómo se acerco Marcelo, insigne por sus opimos botines
y sobresale vencedor entre todos los soldados.
Éste afirmará a caballo el poder de Roma en medio de una gran revuelta,
arrollará a los púnicos y al rebelde galo,
y por tercera vez colgará las cautivas armas en el padre Quirino.”
Y entonces Eneas, (pues veía a su lado caminar
a un egregio joven de hermosa figura y brillantes armas,
pero su frente poco feliz y sus ojos en un rostro cabizbajo)
“Padre, ¿quién es aquel hombre que así lo acompaña al caminar?
¿Su hijo, o acaso alguno de su gran estirpe de nietos?
¡Qué estrepito entorno a su acompañante! ¡Qué gran taya en él mismo!
Pero una negra noche de triste sombra vuela alrededor de su cabeza.”
Entonces el padre Anquises repuso sin contener las lágrimas:
“Hijo mío, no preguntes por el gran luto de los tuyos;
los hados te mostrarán tan sólo las tierras y no permitirán que sea
nada más. El linaje romano os parecería
demasiado poderosos, dioses, si le hubierais dado este regalo:
¡Cuántos gemidos de hombres tendría aquel campo junto
a la gran ciudad de Mavorte! ¡Qué funerales verás, Tiberino,
cuando te deslices junto a su reciente túmulo!
Ningún hijo del pueblo troyano elevará tan alto
la esperanza de sus antepasados latinos, ni se jactará nunca tanto
la tierra de Rómulo con otro retoño.
¡Ay, piedad! ¡Ay, antigua fe y diestra invicta en la guerra!
Nadie se opondría impunemente al encuentro de
éste armado, ya fuera a pie contra el enemigo
ya aguijara su espuela en los ijares del espumante caballo.
¡Ay, chico digno de pena! Si puedes romper los duros hados,
tú serás Marcelo. Dadme lirios a manos llenas,
esparciré sobre él purpúreas flores y colmaré el alma de mi nieto
al menos con estos regalos, y le rendiré este vano
homenaje.” Así vagan por toda aquella región sin rumbo
en los anchos campos aéreos y lo observan todo.
Después de que Anquises condujo a su hijo a cada lugar
y encendió su ánimo con el ansia de la fama de los venideros,
enseguida emociona al hombre las guerras que deberá llevar a cabo después,
y le enseña los pueblos laurentes y la ciudad de Lantino,
y cómo y qué fatigas evitará y soportará.
Hay dos puertas del Sueño, de las cuales una se dice que es
de cuervo, por donde se da una salida fácil a las verdaderas sombras,
la otra es brillante terminada en reluciente marfil,
pero por ella los Manes envían al cielo los falsos ensueños.
Ahí Anquises conduce entonces a su hijo junto con la Sibila
con estas palabras y los saca por la puerta de marfil,
aquél (Eneas) corta camino hacia las naves y vuelve a ver a sus compañeros.
Entonces se dirige por un camino recto hacia el puerto de Cayota.
Se lanza el ancla desde proa; se yerguen las popas en las orillas.

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