Diferencia entre revisiones de «Pancho Sales el verdugo»

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=== I ===
 
Al caer de la tarde del día 24 de enero del año 1795 recorrían las calles de Lima algunos jóvenes, pertenecientes a familias aristocráticas, precedidos de un esclavo vestido de librea. El traje de los jóvenes era casaca de terciopelo negro con botones de oro, sombrero de puntas, calzón corto, medias de seda, de las llamadas de privilegio, atadas con cintas de Guamanga, y zapato de hebilla con piedras finas. Así lucíanse bien torneadas pantorrillas, que hoy harían la desesperación de ciertos personajes, que pasarán al panteón de la historia por lo famoso en ellos de esa prenda corporal. Cruzaba el pecho de los jóvenes, sobre camisa de pechuguilla encarrujada, una banda de riquísima cinta de aguas, donde, bordada en letras de oro, se leía la palabra Caridad.
 
El esclavo que acompañaba a cada socio de esa humanitaria cofradía iba con la cabeza descubierta, llevando en una mano una salvilla o fuente de plata, y en la otra una campanilla del mismo metal, que hacía sonar de rato en rato, pronunciando en clamoroso y pausado acento estas palabras: «¡Hagan bien para hacer bien por el alma de los que van a ajusticiar!».
 
Y las encopetadas damas, a quienes caía en gracia más el aspecto del galán postulante que el motivo de la demanda, echaban un reluciente escudo de oro en el azafate, o por lo menos un peso duro, y la gentuza, por no desairar al niño que era el pedigüeño, depositaba también la ofrenda de un real o de una columnaria.
 
La limosna que en oportunidad tal recogían los hermanos de Caridad se empleaba en alimentar opíparamente al reo durante las cuarenta y ocho horas de capilla, satisfacer sus antojos, hacerle un decente funeral y, si sobraba algún dinerillo, en misas y sufragios. Además, de esta limosna se entregaban a la víctima cuatro pesos, la que humildemente los pasaba a manos del verdugo como precio del cáñamo destinado a ponerle el pescuezo en condición de no usar otra corbata.
 
El cargo de verdugo en Lima estaba miserablemente rentado; pues sus emolumentos se reducían a diez pesos al mes, valor del arrendamiento de un cajón de Ribera, cuyo número evitamos designar por no traer desazones y escrúpulos a su actual locatario y que, si pelecha, diga la murmuración que en la heredad del verdugo se encontró un pedazo de cuerda de ahorcado, receta infalible para hacer fortuna.
 
Cinco eran los reos que en esa tarde se hallaban en capilla para ser ajusticiados al siguiente día. Cuatro de ellos eran zarcillos que la horca hacía tiempo reclamaba; pues tenían en la conciencia el fardo de algunas muertes, hechas con alevosía y en despoblado, amén de no pocos robos y otros crímenes de entidad. El quinto era un negro esclavo, mocetón de veinte años, zanquilargo y recio de lomos, fuerte como un roble y feo como el pecado mortal. Habiéndose insolentado un día con sus amos, éstos lo mandaron, por vía de corrección, al amasijo de la panadería de Santa Ana, cuyo mayordomo gozaba de neroniana reputación. Hacía trabajar a los infelices esclavos que por su cuenta caían, con grillete al pie, medio desnudos y descargándoles sobre las espaldas tan furibundos rebencazos que dejaban impresos en ellas anchos y sanguinolentos surcos.
 
Cuando el insubordinado negro recibió el primer agasajo en las posaderas, se volvió hacia el mayordomo y le dijo: «No dé usted tan fuerte, D. Merejo, y ¡cuenta conmigo, que mi genio no es de los muy aguantadores!». Pero D. Hermenegildo, que así se llamaba el mayordomo, y que era hombre acostumbrado a despreciar amenazas, le duplicó la ración de látigo; y, sea por tirria o por congraciarse con los amos del negro, no dejaba pasar día sin arrimarle una felpa. Ya porque amasaba de prisa, ya porque era remolón, ello es que ni frío ni caliente contentaba a D. Merejo.
 
Una noche llegó el esclavo a desesperarse, y en un abrir y cerrar de ojos, lanzándose sobre el mostrador donde lucía el cuchillo con que don Hermenegildo acostumbraba cortar hogazas, lo hundió hasta el mango en el pecho del mayordomo.
 
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-Pero, señor, ¿quién es Grano de Oro? ¡Yo exijo que me presente usted a Grano de Oro! ¡Yo quiero conocer a Grano de Oro! ¡Que me traigan a Grano de Oro! - Calma, lectores míos, que un cronista no es saco de nueces para vaciarse de golpe, y como quien toma aliento, conviene abrir aquí un paréntesis para borronear un par de carillas sobre historia.
 
 
 
=== II ===