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ANTÓN P. CHEJOV

212 ANTON P. CHEJOV Tcherviakof tosió, echóse hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero: - Dispenseme, excelencia, le he salpicado..., fué in- voluntariamente... -No es nada..., no es nada... -¡Por amor de Dios! Dispenseme. Es que yo..., yo no me lo esperaba... -Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar! Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente, y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentia ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, mur- muro: -Excelencia, le he salpicado... Hágame el favor de perdonarme... Fué involuntariamente. - No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo-contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros. -Lo ha olvidadox; mas en sus ojos se lee la mo- lestia-pensó Tcherviakof mirando al general con des- confianza— no quiere ni hablarme... Hay que expli- carle que fue involuntariamente..., que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que escupi. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún dia...! Al volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesia. Mas le pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no es su «jefe, calmóse y dijo: la calde