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Ferrari se paró sobre la silla y echó un nuevo discurso saludando al recien llegado, miéntras el bueno y noble Strazza lo bautizaba mojándole el pelo con un poco de oporto.

Lanza estaba en su elemento.

Aquella gente le parecia la revelacion de un mundo desconocido pero presentido por él.

Y tomó asiento al lado del venerable presidente de la Maledicenza, que encontró en Lanza un neófito de primera fuerza.

Allí se encontraba el jóven en contacto con gente buena que podia ayudarlo de todas maneras, pues allí habia personas bien colocadas en el comercio rico italiano.

Y bendijo desde el fondo de su alma al changador que lo habia llevado al Hotel Marítimo, y á la señora Nina que lo habia puesto en contacto con aquel diablo de capitan Caraccio que, sin saberlo, se habia erigido en su providencia.

Como era natural, entre aquella gente y en festejo del recien presentado, la comida fué mas borrascosa de lo acostumbrado.

Algunos de los maldicentes se fuéron un poco al otro lado de la alforja, miéntras la mayoria saludaba á Lanza con un trigésimo brindis.

Aquella comida no terminó hasta las diez de la noche, y sabe Dios hasta que hora se hubiera prolongado, si Caraccio no hubiera hecho mocion de levantar campamento, porqué queria mostrar á su protegido lo que en Buenos Aires asombra.

¿A dónde ir á aquellas horas y en el estado en que se hallaba la mayoría?

Fué Lanza quien dió el derrotero con esta simple pregunta:

—¿Y en Buenos Aires no hay Alcázar?

Allí se dirigiéron todos aquellos cachafaces.

Si los maldicentes habian sido simpáticos al jóven desde el primer momento, este les habia caido en gracia sobre tablas, porqué habian visto en él un jóven alegre y despreocupado, que sería con el tiempo un digno maldicente.

Con dinero, como aparecia, y dueño exclusivo de su voluntad, aquel jóven podria seguirlos en todas sus aventuras y ayudarlos con su alegria y buen humor.

El Alcázar de Buenos Aires que él habia juzgado igual desde Montevideo, fué la revelacion de un mundo nuevo para él.

Nuestros lectores no habrán olvidado aun lo que era el Alcázar de Buenos Aires en aquellas épocas inolvidables.

Allí iba toda la juventud alegre y bulliciosa de Buenos Aires, armando cada jaleo que parecia una revolucion.

Habia un círculo de jóvenes que se habia impuesto á concurrencia y artistas, de tal manera, que era su voluntad la que allí imperaba, sin la menor contradiccion de una y otros.

Los programas de la funcion se alteraban por aquel público bullicioso con una facilidad tal, que el mismo Colombet habia concluido por aparecer en las tablas preguntando qué querian que cantara.

Aquella era una concurrencia de hombres solos, que iban á