Diferencia entre revisiones de «El doctor Centeno: 47»

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Centeno se recreaba en el fácil uso de su albedrío, en aquel desembarazo que le hacía hombre; y cuando se acordaba de la soledad de su amo, sintiendo, con el recuerdo, un poco de pena, se consolaba mirando el mucho azúcar que sobraba y haciendo propósito de guardarlo todo para el enfermo. Tomaban el café despacio, porque estaba muy caliente, y entre sorbo y sorbo, corría de la boca de Juanito, como del caño de abundosa fuente, un chorro de hipérboles. Felipe no tenía su espíritu muy alegre; pero desde el mal aventurado instante en que llevó a sus labios la copa, sintió que se trasformaba y volvía muy otro de lo que era. Aquel maldito licor picaba como un demonio, producíale llamaradas en todo el cuerpo, y en la cabeza un levantamiento, un pronunciamiento, una insurrección de todas las energías, un motín de ideas, bullanga y jarana extraordinarias... Pero él, impávido, seguía bebiendo para que no le dijeran memo, y por fin no quedó nada en la copa.
 
¿Qué alegría era aquella que le entraba, qué prurito de moverse, de reír, de alzar la voz, de hacer bulla y dar saltos sobre el asiento cual muñeco que tuviera en cada nalga un bien templado resorte? Juanito y su amigo se reían de verle en tal estalo, y le incitaban a seguir bebiendo; pero él, con seguro instinto, se negó a dar un paso más por tan peligroso camino.
 
Era el tal café de los que llaman cantantes. A cierta hora un melenudo artista sentose en la banqueta próxima al piano, y empezó a aporrear las teclas de este. A su lado, un hombre flaco y pequeño cogió el violín, y rasca que te rasca, se estuvo media hora tocando. El efecto que la música hacía en Felipe era como si se le levantara dentro del alma un remolino de satisfacción, el cual corriera haciendo giros, con delicioso vértigo, desde lo más bajo del pecho a lo más alto de la cabeza. Pues digo... ¡cuando cesó el del violín y subió a la tarima una tarasca que cantaba romanzas de zarzuela y jotas y fandangos...! Felipe, entusiasmado, no cesaba de dar palmadas, y a la conclusión de cada estrofa le faltaban pies y manos para hacer sobre la mesa y en el suelo todo el ruido que podía. Juanito, con más calma, tenía fijos sus ojos en la cantatriz, y admiraba sus dejos, sus gorjeos, sus ayes picantes y todo lo demás que salía por aquella salerosa boca. Él no decía más sino ¡qué boca, qué boca!... ¡Y con qué entusiasmo la contemplaba!... Se la doraría.