España y Europa
Ha muerto Eugenia de Montijo. He aquí una excelente ocasión para no hablar de política. Se dirá que Eugenia de Montijo fue Emperatriz de Francia, y, por lo tanto, su persona pertenece a la historia política. Es verdad; pero con la misma razón podemos decir que esta dama granadina conquistó a Francia en la persona del Emperador, y, por tanto, el pueblo francés pertenece a la historia sentimental de un corazón de española. Dejemos, pues, la política: aunque sea la de un Imperio, no representa en la vida de una mujer sino un ornamento en torno a su gracia y un atractivo más de su feminidad.
Emperatrices ha habido muchas; pero sus nombres protocolarios no despiertan en las almas las románticas resonancias que el de esta viejecita dormida. Y es que en el caso presente los destellos del rango imperial ceden bajo el certero encanto de este nombre: Eugenia de Montijo, tan fino, tan castizo, tan reverberante que parece una daga de Toledo. Desde un punto de vista más delicadamente humano que el que solemos usar los periodistas, lo importante no es que Eugenia de Montijo fuera Emperatriz, sino que una Emperatriz fuese Eugenia de Montijo.
En zonas de nuestro corazón mucho más profundas que aquella en que se encrespa la política hallará siempre un eco estremecido el eterno cuento de hadas que ha vivido esta mujer. La trayectoria de su vida, sencilla como la de un astro, dibuja en la fantasía una línea legendaria; tenue alborada en el palacio de la plaza del Ángel, esplendor de mediodía en Saint-Cloud, crepúsculo en la vaga niebla de Inglaterra. Toda su existencia está llena de avisos misteriosos, sueños eliminados, gitanas profetisas. Cada gesto de su vida es simbólico. Ahora, imponiendo suave inflexión a su vuelo, con una grácil curva de paloma cansada, viene a morir en el palacio de Liria, después de haber posado entre las águilas picudas del Segundo Imperio.
La mayor parte de las cosas que hizo en Francia fueron funestas para la nación. Mas la culpa no es suya, sino del destino que puso a su lado un Napoleón insuficiente. El otro, el verdadero Napoleón, si hubiese sido un poco romántico, se habría también enamorado de ella y llevándola a París la habría dejado irradiar sobre Francia su genial encanto femenino, pero hubiese, a la vez, impedido sus intervenciones políticas.
Su misión no era entender de política, sino lo que, en definitiva, es la misión suprema de la mujer: crear un tipo nuevo y egregio de feminidad, elevarse sobre el horizonte sentimental del hombre como una nueva constelación sugestiva. Y esto lo hizo genialmente Eugenia de Montijo. El admirable óvalo de su rostro subrayado por la presión de dos bandas de cabello ceñidas a las sienes quedará como imagen evocadora de toda una etapa histórica, aunque acaso no sea la mejor. Creó una figura y creó nuevas maneras de alegría; contra lo que hoy piensa el vulgo, esta forma de colaboración en el desarrollo de la historia es tan esencial y tan fértil como la obra del estadista, el nuevo descubrimiento que hace el sabio y el nuevo escalofrío que inventa el poeta.
Por nuestra parte, si hemos de ser sinceros, sólo hallamos en su encantadora fisonomía un vicio que es, a la vez, una grave inelegancia: fue fanática. Sobre la ondulante y suave tolerancia del espíritu francés, sus actividades destacan a veces con acusada rigidez. Fue en este punto demasiado celtibérica, y siguiendo nuestra propensión, siempre que se presentó la oportunidad no se contentó con menos que con querer ser más papista que el Papa.
Pero el destino, merced a un galante azar, se ha ocupado de corregir este único defecto que había en su deleitable persona. Cuando ya no se hable en el mundo de Imperios ni de guerras, ni de políticas, se seguirá contando que Eugenia de Montijo fue amiga de Mérimée y de Stendhal, los dos franceses más libérrimos de espíritu que ha engendrado el siglo xix. Mérimée había conocido a su madre, la condesa de Montijo, en Madrid. «Es — dice el autor de Carmen en una carta íntima — la mejor amiga que tengo en el mundo, y que me ha dado siempre excelentes consejos». Hacia 1838, Mérimée lleva a su amigo y maestro Stendhal a casa de la Montijo, que se hallaba en París. Como Stendhal era un buen conocedor del eterno femenino, Mérimée le seduce con estas palabras: «Es una mujer encantadora, una admirable amiga, un tipo muy completo y bellísimo de la mujer de Andalucía; le agradará a usted mucho por su ingenio y su naturalidad». Hablar de naturalidad a Stendhal era ponerle en el disparadero. Pronto se anudó un comercio de amistad entre Beyle y la condesa de Montijo — refiere un biógrafo del sin par novelista. Las dos hijas de la condesa, Eugenia y Paquita, se aficionaron a Stendhal. Las noches que iba a verlas eran noches extraordinarias que esperaban impacientemente porque se quedaban hasta más tarde en el salón. Beyle les contaba historias divertidas; les hablaba de Napoleón, les regalaba estampas y Eugenia conservó siempre una Batalla de Austerliz que aquél le había dado. «Cuando sea usted grande — decía Stendhal a Eugenia —, se casará usted con el marqués de Santa Cruz — pronunciaba este nombre con un énfasis cómico —, luego usted me olvidará y yo no me ocuparé más de usted». En diciembre de 1840 la condesa invita a Beyle con frases apremiantes para que las visite en Madrid; se alojaría en su casa e iría con sus dos hijas a esperarle al apearse de la diligencia. Desde Civita-Vecchia, el cónsul literato expresa su nostalgia de las señoritas de Montijo, sus dos amigas de catorce años, sus dos encantadoras españolas. Cuando en 1860 volvía Eugenia, ya Emperatriz, de un viaje a Saboya, v io en el museo de la biblioteca de Grenoble un retrato de Beyle. «¿No es éste — dijo — el señor Beyle? Lo he conocido cuando era niña; me hacía saltar sobre sus rodillas». Olvidaba la Emperatriz que Stendhal la había tratado como a una persona mayor. Ella le escribía cartas breves y siempre sin fecha, a las que Beyle contestaba con epístolas, que, según él se expresaba, tenían los defectos contrarios. (Stendhal-Beyle, por Arturo Chuquet.)
Cargada de alegrías y de tristezas, como nave de largo crucero, termina ahora esta larga existencia ejemplar. Triunfadora y derrotada ha puesto sus labios en lo más dulce y lo más amargo. Ha vivido la vida entera. Flor de cima, ha traído sobre sí el rayo de oro del sol y el rayo de fuego de las nubes.
Como españoles no podemos olvidar que Eugenia de Montijo y Mariano Fortuny han sido las dos últimas victorias de España sobre Europa.
Publicado sin firma en El Sol, 13 de julio de 1920.