XXXI

De mal talante se apartó Ibero de las malditas cornejas, y procurando olvidar los lúgubres vaticinios, fue corriendo a su casa, ganoso de llevar a la familia las felices nuevas. Sin tardanza volvió al Ministerio, y apenas entró en la alcoba donde el General yacía, pudo advertir en las caras de los amigos presentes que las impresiones lisonjeras habían cambiado en el corto tiempo de su ausencia. Había dejado al héroe incorporado en su lecho, y le encontraba rígidamente tendido en todo su largo, la cabeza hundida en las almohadas. Habíale dejado parlero y casi jovial, y le encontraba con la cara intensamente terrosa, la mirada fija en el techo con atención incierta. No hizo el Coronel a los circunstantes pregunta alguna. Todos miraban al General, esperando que hablase. Al fin el héroe y mártir dejó caer de sus labios una vaga pregunta: «¿Qué hora es?». Contestáronle que habían dado las doce, y el silencio volvió a posesionarse de la triste y amarilla estancia.

Pasado un rato, la misma pregunta del General rasgó el silencio: «¿Qué hora es?». Le respondieron agregando a la cifra anterior lo que aumentado había el paso inexorable del tiempo... Ya no dudó nadie que en el cerebro del General se iniciaba la somnolencia que conduce al eterno dormir; y cuando por tercera vez dijo con mayor desmayo y terneza de la voz: «¿qué hora es?» el terror cundió por toda la casa. Síntomas tristísimos no tardaron en presentarse, y la Facultad acudió a ellos con remedios que sólo servían para disimular la inmensa gravedad. Aumentó la fiebre, y en el ardor de ella el General tuvo un momento lúcido para preguntar con voz entera si había llegado el Rey a Cartagena; y como le contestaran que si, lanzó de su pecho un descomunal suspiro. Fue sin duda el delantero que abría paso para la salida del alma. Pasó un rato angustioso, hasta que la noticia que habían comunicado al hombre de la Revolución tuvo de boca de este un fúnebre comentario: El Rey ha llegado, y yo... me muero.

¡Triste síntesis de la vida de España en aquellos turbados años! ¡Tanta energía y acción tan formidable concluidas en un cruce irónico del triunfo y la muerte! Llevaron apresuradamente al doctor Sánchez Toca, que no hizo más que verle, y salió diciendo: «Me traen a ver un cadáver... Ya no hay nada que hacer...». Anocheció. Las últimas claridades de un día velado y lacrimoso se despidieron del aposento amarillo en que acababa sus horas el que unió su nombre a la más amada idea del siglo: Prim Libertad. Lámparas nocturnas alumbraron la inmovilidad del moribundo y el dolor de los suyos. En su delirio, el héroe mismo se cantaba sus honras pronunciando a ratos con fuerte voz, a ratos con torpeza balbuciente, este salmo lastimero: «He salvado la Libertad... me muero... ¡Canallas!...».

El grande hombre arrastró sus instantes hasta las ocho y quince minutos, en que expiró. Su figura histórica era la puerta de los famosos jamases, la cual tapaba el hueco por donde habían salido seres e institutos condenados a no entrar mientras él viviera. Muerto Prim, quedó abierto el boquete, y por él se veían sombras lejanas que miraban medrosas, sin atreverse a dar un paso hacia acá. Era pronto para entrar; pero como quedaba franco el camino, ya les llegaría su ocasión. Aquel día, 30 de Diciembre de 1870, supo España que toda puerta es practicable cuando no hay un cuerpo bastante recio que la tape y asegure... Las devociones reaccionarias y frailunas rezaron por el muerto con esta dulce letanía: «Vivir para volver».


 
 
FIN DE ESPAÑA TRÁGICA
 
 

Madrid, Marzo de 1909.