España trágica/XXVIII
XXVIII
A los pocos segundos, al torcer el coche para entrar en la calle del Turco, surgió otro fumador que daba fuego a su cigarro. Pensó el ayudante que ya eran dos las personas que en tal sitio y en noche tan fría se paraban a encender fósforos. El General iba meditabundo. Pensaba en lo que le habían dicho los federales, interesándose por su vida, que él mismo afectaba despreciar. No debió de ahondar mucho en sus reflexiones, porque ya próximo al extremo de la calle del Turco se detuvo el coche. Había un obstáculo... otro coche, parado y sin cochero. Oyose la voz del de Prim que clamaba contra el estorbo. En el momento mismo, el ayudante gritó: «Mi General, agáchese, que nos hacen fuego». Al través del vidrio empañado vio, o antes sintió que vio, el súbito peligro. A un golpe de fuera saltó en pedazos el cristal del lado derecho, y por el hueco entró, con un hierro en forma de trompeta, un estruendo aterrador. El General quedó herido en la mano derecha con que empuñaba el bastón.
Antes que pudieran protestar de la barbarie, estalló el vidrio por el otro lado. Una voz tabernaria, infernal, gritó: «¡Fuego! ¡Prepárate; vas a morir!». Dos, tres, cinco disparos descargaron dentro del coche sin fin de postas y hierros de metralla... El cochero fustigó furioso a los caballos, para zafarse de la horrible visión de los hombres que dispararon sus trabucos. Vio cinco, seis, repartidos en los dos costados. Vestían largas blusas. Palabras soeces, horrorosas blasfemias, eran la repercusión de los disparos... En segundos pasó todo: la descarga, el piafar de los caballos, el arrancar de estos con arrogante fiereza invadiendo la acera, el encontronazo con el coche parado, la rauda salida a la calle de Alcalá tomando la dirección de la rampa de Buenavista...
El carruaje fusilado llevaba en su interior sangre, silencio y el estupor trágico, que aún no daba paso al claro conocimiento del hecho. Subiendo la rampa empezaron las voces a manifestar las impresiones... «¿Herido?... No será nada. ¡Canallas!». Prim echó las llaves a su palabra. Manteníase derecho, mirando a los oficiales y soldados de la guardia que, al ruido de los trabucazos, salieron a ver qué ocurría. Alguien dijo: «Nada... unos miserables... tentativa de agresión...». El coche entró en el portal. Un oficial abrió la portezuela. Salió Prim con bastante agilidad y rostro ceñudo, sin hablar con nadie; se dirigió a la escalera privada y subió agarrándose al pasamanos, que dejó manchado de sangre. Contestaba con frase cortante a los que bajaron a su encuentro.
Al pronto se creyó que el General no tenía más herida que la de la mano derecha, bien manifiesta por la sangre que de ella corría. Al llegar arriba, la Condesa de Reus salió consternada. Su esposo le dijo: «No me toques... Estoy herido...». Fijáronse todos en el hombro izquierdo... Por la inmovilidad, por las señales de intenso dolor, por la sangre que empezó a calar la ropa, comprendieron que había en aquella parte gran destrozo... Pasaron silenciosamente a la alcoba del General. Este se sentó en una silla. El primer impulso fue acudir con pañuelos, con agua templada, con frases cariñosas... Siguió a esto la natural confusión, la febril impaciencia: «Losada, Losada...», y en otra parte: «Ledesma, Ledesma...».
Lentamente recobró sus fueros el método normal... Y a cada instante llegaban amigos, según se iban enterando del grave suceso. Uno de los primeros fue Muñiz, que había ido a la fonda de la calle del Arenal, donde se celebraba en santa paz el convite masónico. Presidía el ágapedon Clemente Fernández Elías, y el ritual de la Orden escrupulosamente se observaba en todos los pormenores del festín, así en la disposición de las mesas, como en el detalle de colocarse los comensales las servilletas en el hombro izquierdo. Primero Muñiz, luego Morayta, dieron cuenta de la bien motivada abstención del General, lo que desconsoló a todos; y aunque ambos dejaron entrever la posibilidad de que el Caballero Rosa Cruz asistiese por breves minutos, nadie esperaba verle aquella noche. Ya habían empezado las salvas, cuando entró un militar masón, y habló al oído delVenerable Presidente. Este palideció. Diríase que su estupor le privaba del uso de la palabra... Una onda de ansiedad suspicaz corrió de mesa en mesa. El señor Elías escribió algo en un papel, y alargó este a los comensales más próximos. Cuantos leían, quedaban suspensos y aterrados, y la general incertidumbre aumentaba. Por fin, el Venerable, sacando fuerzas de flaqueza, se puso en pie, y con voz de intenso duelo pronunció estas palabras: «Hermanos... imposible callar. No puedo ni debo ocultaros la verdad terrible. El hermano Prim ha sido asesinado».
Levantáronse todos de golpe, como a impulso de una sacudida telúrica, y confundidos el lamento y la protesta, los elementales sentimientos humanos ahogaron el sentido masónico que a tanta gente congregaba. Se acabaron las salvas; la pólvora quedó en los cañones o vasos ociosos. Todos mostraban honda pena, y los militares, que no eran pocos, añadían a la pena, la ira y el deseo de venganza. La dispersión fue instantánea. Los más acudieron a Buenavista.
A las diez, en el salón grande del Ministerio y en el despacho, recientemente decorados por el General Prim con exquisito gusto suntuario, apenas cabía la muchedumbre que acudió a condolerse del salvaje crimen y a maldecir a sus autores. Los amigos íntimos, como Damato, Muñiz, Moreno Benítez, y los funcionarios de la casa, Azcárraga, Sánchez Bregua y otros, pasaban a las estancias interiores y volvían con noticias que interpretaban en el sentido más favorable. «Losada y Vicente han hecho la primera cura. Las heridas del hombro izquierdo son las de más importancia; pero, según parece, no comprometen la vida del General...». El ayudante Nandín, que se aguantó largo tiempo con la mano herida envuelta en un pañuelo, fue conducido a la Casa de Socorro... No cesaba el ardiente comentario del suceso. Moreno Benítez y Ricardo Muñiz declaraban que al entrar don Juan en su residencia, dijo a su esposa y a los amigos: «Oí su voz bien clara...».
Prim fue acostado después de la cura. La Condesa de Reus y contadas personas de la intimidad política del héroe, no se apartaban del lecho. Aunque los médicos habían recomendado el reposo y el silencio, era forzoso tratar sin demora de una cuestión de suma gravedad. Imposibilitado el Presidente del Consejo para recibir al Rey, que habría de llegar a Cartagena el 29, ¿quién desempeñaría misión tan alta? Serrano, sentado a la cabecera del lecho, propuso la cuestión a Prim, a Topete y a dos amigos presentes. Nadie osaba pronunciar una palabra en tal asunto. Rogó Prim al Regente que decidiera, como primera autoridad del Reino en los confines de la Interinidad a punto de extinguirse. El Duque de la Torre, que en todo el tiempo de la visita no acertó a disimular su tristeza y consternación, dijo a Topete con una mirada y un apretón de manos cuanto podía decirse en trance tan crítico, impropio para discusiones de palabra.
¿Con qué cara iría Topete a recibir a un Rey a quien había negado su voto? Esta cuestión peliaguda, insoluble para espíritus de bajas miras, la resolvió el hombre generoso y bueno, el heroico soldado de mar, con un gallardo arranque de su corazón, desoyendo cuantas sutilezas pudiera sugerirle el pensamiento. Los tres caudillos de la Revolución de Septiembre, separados por distintos criterios en las postrimerías de la Interinidad, se unían de nuevo lealmente, como en los comienzos de ella. Accedió Topete a partir para Cartagena, y lo hizo casi sin articular palabra; asintió, más que con la voz, con el gesto y un palmetazo en el hombro de Serrano, mirando al General herido, a quien no podía estrechar ninguna de las dos manos. «Don Juan -dijo al fin, empañada la voz-, esté tranquilo. Yo traeré al Rey... No tema nada. De que le traeré bueno y sano, respondo con mi cabeza. Restablézcase pronto... y que al volver de este viaje le encontremos a usted tan animado como le vi en el puente de la Zaragoza».
Y Prim, inmóvil, pues sus vendajes le tenían como una momia, le contestó: «Amigo del alma... yo no dudaba que usted me sacaría de este mal paso... Dios se lo pague...». Con Serrano habló luego un instante, mostrándose uno y otro más tranquilos. «Creo que saldré de esta -dijo Prim... Y Serrano: «Para mí es indudable. Quietud, amigo. No pensar más que en remendar la pelleja, y adelante con ella. Yo pienso que nosotros tenemos siete vidas»... Y Prim: «Yo he contado siempre con setenta. Adiós. Descansar».
Topete, al salir de la alcoba, se pasaba la mano por los ojos. Era hombre de corazón tan grande, que por no temer nada, no temía que le vieran llorando. Grave y silencioso salió Serrano, queriendo engañar con vaticinios consoladores su pesimismo... Para sí, muy para sí, pensaba que la nave de la Revolución de Septiembre había encallado.