XVII

La última palabra de la lectura abrió el espacio de un silencio en cuyo seno se agitaban los pareceres, temerosos de manifestarse. Quiso Vicente que su ingenioso amigo echara su opinión por delante, y viendo que no alzaba los ojos de la redonda tabla tabernaria, cual si en ella hubiera signos y garabatos que prendían su meditación, le dijo: «Bueno, Segismundo: ¿qué...?». Como ni con este puntazo volviera el otro de sus reflexiones, le sacudió de un hombro, pidiéndole juicio sincero sobre el pensamiento y planes de Prim.

«No es fácil opinar tan pronto de cosa tan grave -replicó Segismundo sobándose la frente-... Aquí me tienes más que perplejo... En estos instantes he volado con una mirada de mi espíritu hacia el porvenir, y del porvenir vuelvo diciéndote... Espérate otro poco. Aún no es completo mi juicio... Esto debiera someterse al criterio de nuestro amigo Confusio, que si sabe rectificar la historia pasada, es maestro también en adelantarse a la futura.

-Yo pienso -afirmó Vicente con juicio a medio formar-, que si esto no es la venta descarada y burda de que tanto se habló, es un traspaso revestido de formas bellas, sugestivas y aun graciosas. Si la intención es discutible, debemos celebrar sin reservas la obra de arte.

-El arte es todo, mi querido Vicente. En la política, como en la vida, como en la misma religión, los grandes éxitos no son más que triunfos artísticos. ¿Quién duda que fueron artistas Moisés y el propio Jesucristo, y que en los tiempos cercanos al nuestro, Cromwell, Washington y Napoleón han sido ante todo admirables histriones?... Pero dejando a un lado el Arte, o sea la sublime pantomima que engendra las transformaciones políticas, yo, a medida que te hablo, voy completando mi juicio y acabo por decirte que... Déjame tomarlo de otro modo. Si lo que acabas de leer se hiciera público, todos los juiciosos, todos los sensatos, todos los sesudos omes de nuestro país dirían a voz en grito: 'Eso es una atrocidad, una vergüenza con taparrabo, una ignominia sobredorada'... y clamarían invocando la dignidad de una patria que nos quieren presentar con tricornio y chafarote para espantarse a sí misma... Pues yo, que más que hombre juicioso soy hombre sin juicio; yo, perdido, calavera, manirroto y dejado de la mano de Dios, te digo que en el pensamiento de Prim descubro una previsión profética, un mirar de águila que percibe lo distante mejor que lo próximo; veo el ensueño de fundar una nueva España más grande y potente, formada de pueblos ibéricos que se aglomeren y unifiquen, no con atadijos administrativos, sino con ligamento moral, filológico y étnico... ¿Me entiendes o no? ¿Crees que desvarío? Aunque estamos en una taberna, no he probado el vino; menos el aguardiente... ¡Pum, pum!... ¡Mozo...!».

Golpeaba la mesa llamando al tabernero o a su acólito, y este se apareció preguntando qué se ofrecía. Pidieron algo de beber, y en el punto en que el chico entraba con botellas y vasos, la Historia, oídos los pareceres de sus alumnos, aprovechó el ver a medio abrir la puerta para escabullirse sin que nadie advirtiera su salida. Los amigos bebieron, aplicándose Segismundo al aguardiente de caña, que le inspiraba sutiles pensamientos. Halconero lo tomó también, pero en pequeña porción, atenuada por la mezcla con gaseosa. Era el hijo de Lucila mal amigo de Baco: la bebida fuerte le repugnaba, y jamás conoció los desórdenes de la embriaguez. En cambio, Segismundo, lanzado a la vida libre sin poner freno a sus apetitos, se había connaturalizado con el alcohol, y bebiéndolo en cierta medida conservaba su serenidad, atizando y dando mayor brillo a las luces de su mente. Aquella tarde, a punto que el crepúsculo ponía entre dos luces a los descuidados amigos, Segismundo bebió con tino, y su ingenio paradójico y su fácil verbo se manifestaron gallardamente. Acariciando el vaso y consumiendo a sorbos la dulce y capitosa caña, decía:

«Este licor de América trae a mi pensamiento la idea de la comunidad pan-hispánica, que apoya uno de sus brazos en el viejo solar de Europa, para extender sin esfuerzo el otro por el continente americano... 'Libertad, fraternidad' dice la universal lengua soberana, Constitución íntima de estos gloriosísimos reinos; y por lo que toca al amigo Prim, opino que ha querido dar un salto en los tiempos, y se caerá al suelo sin que su idea por hoy tenga realidad... Y ahora, trayendo la cuestión del lado sublime al lado picaresco, te diré, ¡oh Vicentito! que será lástima el fracaso de nuestro General, porque si ese plan fuese un hecho, yo propondría que se modificara en aquella parte que trata de la indemnización y de que sólo se han de pagar los vagos intereses. Lo bonito será que nos traigan acá los doscientos cincuenta millones de pesos, para distribuirlos y aplicarlos conforme a las negras necesidades de estos empobrecidos pueblos. Muy desgraciado había de ser yo si no me tocaran algunas hebras de este vellocino...».

Tanto lo que Segismundo expresaba seriamente como lo que en picaresco decía, era muy grato a Vicente, que tenía singular predilección por aquel desordenado amigo. Las ideas de este sobre el pan-hispanismo como síntesis palingenésica le admiraban y seducían, pues él también acarició alguna vez en su cerebro aquella magna hermandad de los continentes, concibiéndola y desechándola como un rosado ensueño, y en el inofensivo picor de la gaseosa, se alumbró con las divinas luces que despedía de su mente el gracioso perdis... La conversación derivó por escalones hacia las sosas aventuras del propio Vicente, y este dijo que la carta de su novia, incluyendo la nota de Prim, era un disimulado artificio para llamarle y dar por terminados los moños. La niña le amaba, y él también a ella, con pasión discreta de las que terminan en matrimonio. Su madre Lucila le incitaba a la reconciliación, buscando para ello un pretexto, un punto de apoyo.

«Sí, sí: haz pronto las paces... cásate... ponte la marca de los privilegiados de la vida. Posees bienes de fortuna; no tienes que aguzar el entendimiento para proporcionarte el cocido de mañana. Todo te lo dan hecho: la comida, la casa, la mujer... A cambio de esto, carecerás de libertad, de aquella libertad preciosa que arraiga en el pensamiento y florece en los hechos políticos... Sí, Vicente, joven sensato: quiéraslo o no, tú serás alfonsino, trabajarás por la Restauración... Puede que seas marqués, y ministro de un Borbón futuro...».

Halconero reía, tomando a chacota los presagios de su amigo. Y este, apurando la caña, atizaba el fuego de su locuacidad. «Yo no soy sensato, y me quedo en la pobreza y en la insensatez; yo me tengo por hijo de una edad revuelta, y en este año 70, que es para mí la plenitud de los tiempos locos, me declaro ciudadano de la sinrazón, y no haré nada que sea razonable, según vuestra idea de la razón... Ya se verá lo que sale de esto. Lo que yo te aseguro es que antes de haber mundo hubo caos, un delicioso embarazo cósmico, y que viniendo a la edad histórica, la civilización y cultura han nacido del vientre abultado de una sociedad gestativa... En aquel barrio pobre me instalé, y en él vivo gozoso... Y aunque pudiera titularme Marqués de la Cascarria, me limitaré a llamarme capellán honorario de Su Majestad la Plebe... Podré ser Ministro de un Gabinete o Gabinetito con alcoba. Desde mi púlpito predicaré la piadosa destrucción. Nada me importa el decir de la gente de allá. He abandonado Atenas para establecerme en Corinto, y allí puedo disfrutar mejor que en otra parte la única riqueza que me ha dejado la sociedad, el sol, el benéfico agente de toda vida. Con mi sol y mi plebe me basta; no quiero nada más... Y para concluir, amadísimo Vicente, hombre nacido de pie y destinado a gozar de todo privilegio, no olvides que me has prometido un suministro de doscientos reales, que te devolveré el día en que se vuelvan gatos los leones de la Cibeles... No lo dejes para mañana, que en ese río del mañana, según un viejo refrán, se ahogan las buenas intenciones».

Con estas y otras donosas extravagancias, que Vicente oyó como chisporroteo del recalentado magín de su amigo, terminó la tarde. Fue Halconero a su casa, a corta distancia de la taberna, y al poco rato puso en manos de Segismundo la cantidad que este necesitaba para sus urgencias de amor y el pago de su pitanza. Separáronse, prometiendo Vicente visitar al pobre misántropo en su retiro de Corinto... Volvió a su casa Halconero, y aquella misma noche o al siguiente día (sobre esto no hay seguridad) dedicó un mediano rato a contestar a su novia. La carta era del tenor siguiente:

«Señorita: Conforme a lo que me indica en su esquela, doy recibo de la nota que incluye, para que su señor tío don Santiago tenga seguridad de la exactitud con que usted cumple sus encargos. Y tranquilizada usted sobre este punto, me permito decirle que el abismo abierto entre usted y yo es grandísimo y pavoroso. No me toca ninguna responsabilidad en la apertura o excavación del susodicho abismo, obra exclusiva de usted y de sus imaginarios agravios. No soy, pues, quien debe cegar esa cavidad, sino usted, Pilar, y para ello es menester que tenga el valor de reconocer en mí al caballero que amó a usted creyéndola dotada de tanta discreción como sensibilidad, y de un genio apacible, digno complemento de su gentileza y hermosura. Es cuanto tiene que decirle por hoy su atento servidor q. s. p. b. -Vicente Halconero.

»Como usted postdatea, no quiero ser menos. Reciba usted, por mi conducto, finas expresiones y recuerdos de esta señora casada, con quien me divierto y me divertiré hasta que logre olvidar a la que no hace mucho reinaba en mi corazón y era señora de mi pensamiento... En mis soledades no olvido a las amigas de usted, que tan bien la ayudaron a cavar el dichoso abismo. Deles memorias, y añada que me alegraré mucho de que se queden para vestir imágenes. A usted no le deseo lo mismo, aunque bien merece tener ese fin desgraciado; no se lo deseo, porque aún espero la enmienda de la interesante señorita, que ahoga las bondades de su corazón con suspicacias y reparillos sacados de su cabeza... un poquitín destornillada.

»Aunque usted me manda que no escriba palabra alguna dirigida a la que fue mi novia, y me amenaza con romper mi carta sin leerla, yo desobedezco, y escribiré cuanto me dé la gana. Quiero hacerla rabiar. Rabie usted Pilarita y conserve su furia hasta el Día del Juicio por la tarde... Allí, en el Valle de Josafat nos encontraremos».

Aunque esta carta llevaba entre líneas las paces, y paces cantó parabólicamente en su respuesta Pilarita, llamándole pillastre, libertino, granuja, epítetos que en mil casos no son más que la proyección burlesca del cariño, la reconciliación se hizo esperar, y fue Vicente el que la llevó con pies de plomo, buscando así la eficacia de la lección que dar quiso a su novia. Y aunque esta, corregida de su ligereza, trataba de apresurar el día feliz, aún fue menester que la costurerilla rompiese un par de zapatos llevando y trayendo conceptos sutiles, escrúpulos y reservas no menos prolijas que las de una negociación diplomática. Halconero se proponía rendirla y someterla de una vez para siempre, que así creía, como si dijéramos, reacuñar en nuevo troquel a su esposa futura.

Y tanto se alargó la lección, que hasta bien entrado Mayo no fue un hecho la paz, ajustada por fin en forma tal, que ambos la tuvieron por duradera. Vicente, justo será decirlo, no queriendo ser corrector incorregible, se puso también en paz con su conciencia, cortando de raíz sus livianos amores con la rubia Eloísa. Al llegar, pues, los floridos días de San Isidro, halláronse los novios en pleno éxtasis de amor sin nubes, de candorosa égloga y de idílico arrullo. Sus conversaciones, apartadas de los oídos profanos, imitaban el canto pre-matrimonial de las enamoradas avecillas. Oigase el gracioso pío-pío: «¿Verdad, Vicente, que nosotros somos felices y que la infelicidad de España nos importa un bledo? ¿Verdad que este afán de buscar Rey y no encontrarlo, nos tiene sin cuidado? Porque nosotros ya hemos salido de la maldita interinidad; nosotros ya tenemos Rey. Mi Rey eres tú, y yo tu Reina...

-Así es; y lo mismo nos importa un Rey de extranjis que la traída de la República. La República no ha de causarnos la menor molestia; haremos nuestro nido en un árbol grande y alto, a donde no lleguen los alaridos de la muchedumbre soberana.

-Yo te digo, Vicente mío, que la vida humana es muy bonita, y que hicimos muy bien en nacer y venir a este mundo, porque este mundo, digan lo que quieran los predicadores, es precioso, y en él está todo dispuesto para nuestra felicidad. ¿No lo crees tú así? No tenemos para qué pensar en la muerte. Entiéndanse con ella los viejos. Nosotros hacemos bien en ser jóvenes, y como jóvenes pensamos en Dios, sin meternos en las tristezas de la religión... Nosotros no tenemos pecados... me parece que tú y yo somos ángeles... no te rías... Yo pienso que en el cielo se casan los ángeles.

-No nos cuidemos, vida mía, de si hay en el cielo una Vicaría para los ángeles que quieran vivir honradamente en sus casitas. Sin duda habrá por arriba ángelas hacendosas que anhelan casa y marido, y ángeles que aspiren a ser cabezas de angelicales familias».

Y otro día, la enamorada dijo esto a su enamorado: «Vicentillo, quiero revelarte un secreto... Dame tu palabra de no contárselo a nadie, ni a tu mamá... Lo he sabido casualmente por unas palabras que oí a mi tío Santiago hablando con mi tía Gracia... No es que yo me pusiera a escuchar... Eso no lo haré nunca. Fue que hablaron ellos sin verme, cuando yo estaba en el gabinete de mamá, detrás de aquel biombo, ¿sabes? buscando un pedazo de satén que guardé hace días en el arca que fue de doña María Tirgo... Te lo digo a ti solo... Verás: tú has oído que mi tío sale mañana para La Guardia y Samaniego con objeto de ver los trigos y preparar la siega de las cebadas... Dicen que la cosecha será tremenda... Pues mi tío no va a La Guardia... Todo es mentirijilla y disimulo. A donde va es a Logroño, y lleva una carta que Prim escribe a Espartero ofreciéndole la corona...Vicente, tan verdad es esto como el sol que nos alumbra... Y como Espartero, naturalmente, aceptará otra esta vez la corona que le ofrecen Prim, Serrano y Sagasta, en triunfo le traerán a Madrid, y... aquí viene lo que no es más que figuración y corazonada mía. Espartero quiere mucho a mi padre, que fue su mejor auxiliar cuando preparaban el Convenio de Vergara... Pues Espartero Rey será padrino de nuestra boda, Vicente... ¡Anda, no esperabas esta, pillo!... ¡El Rey nuestro padrino!... ¿La noticia no vale que me digas alguna cosa bonita?

-No es noticia; es corazonada. Y el corazón no acierta siempre, Pilarica. Por lo demás, nuestra felicidad será la misma apadrinados por Baldomero I, o por cualquier hijo de vecino».

Aconteció que a los pocos días volvió el Coronel a Madrid, y toda la transcendencia del mensaje que había llevado a Logroño quedó en agua de cerrajas. Espartero rechazaba discreta y juiciosamente la corona. No se dio por defraudada Pilarita, y del auroral optimismo en que vivía sacó este plácido razonamiento: «A decir verdad, Vicentillo, maldita la falta que nos hace que nos apadrine un Rey. Yo pensé en Espartero, por aquello de darnos tono y de que rabiaran mis amigas; pero como de todos modos han de tragar mucha quina, bien vamos así... Para el otoño han fijado nuestra boda tu mamá y la mía. Tú has dicho que debemos poner alas al verano. Por mí, que vuele todo lo que quiera. Te advierto que mi padre quiere llevarnos este año a Arcachón; pero mamá no está por eso, y prefiere a Royan. Conque ya lo sabes. Si vas este año a París... y cuidado con París, caballerito, que es ciudad donde los hombres pierden el tino, y por eso la llaman Babel o Babilonia... ya lo sabes... a la ida o a la vuelta nos harás la visita, y ella no ha de ser corta... ¿Quedamos en eso?

Y ya entrado Junio, con su blando calor y alegría, Pilar pasó una tarde tediosa esperando a Vicente, que por primera vez después de la reconciliación faltaba a la hora de costumbre. «¡Ay, qué susto me has dado! -le dijo Pilarita viéndole entrar casi de noche-. No te riño... Lo de reñir por las tardanzas está mandado retirar, ya lo sé... Pero he pasado una tarde horrible. Creí que estabas malo». Dio Halconero la explicación justa. Había ido al Congreso con Enrique Bravo y otros dos amigos... Les llevó a la tribuna el interés que despertaba el voto particular de Rojo Arias, y la votación que habría de recaer sobre él.

-¿Y qué es eso, y con qué se come?

-Pues nada... El Congreso acuerda que para elegir Rey será preciso reunir 171 votos, la mitad más uno de los diputados que han jurado el cargo...

-¿Y eso va con nosotros, Vicente? ¿Qué nos importa que sean ciento o ciento y pico?... Mi padre ha dicho que lo que es Montpensier, por más dinero que gaste en la compra de periódicos y diputados, no sacará más de veinte o veinticinco votos... ¡Ah! ¿no sabes lo que me dijo ayer tu padrastro don Ángel? ¡Qué risa! Pues quiso atraerme al montpensierismo. Me ofreció, puesta la mano sobre el corazón, que si don Antonio es Rey, me nombrarán dama de honor de la reina Luisa Fernanda. ¡Lo que pude reírme, Dios mío! ¿Qué falta me hace a mi ser dama de honor, que es como entrar en servidumbre?... Pues oye lo más gracioso... También me dijo que a ti, a los dos, nos darán un título de nobleza: seremos Marqueses de la Villa del Prado... Anda, hijo, date tono. Fruta por fruta, un Marqués de la Uva de Albillo no será menos que un Rey de las Naranjas».