XIX

En el curso de Agosto vio Halconero el vertiginoso giro del desastre; vio la incapacidad militar de Napoleón; el engaño de Francia, conducida torpemente a una colosal guerra, sin organización, sin criterio estratégico y táctico, sin estudio, sin planes ni concierto; vio claramente que el Ministro de la Guerra, Leboeuf, era una hinchada nulidad; que los generales se hacían un lío al primer paso; que la oficialidad llevaba planos de la topografía de Alemania, y desconocía la de su propio país; que los batallones iban con cifra menor que la del contingente oficial; que el aprovisionamiento era una vana palabra; que las tropas tenían que entrar en fuego fiándolo todo a un heroísmo temerario y a los arranques epilépticos del valor personal. Francia, vendida por sus ineptos conductores, sucumbía con hermosa desesperación.

Al descalabro de Worth siguieron Mars-la-Tour, Gravelotte, la salida de Metz, y por fin Sedan (1.º de Septiembre), con la resquebradura y desplome del fantasmón imperial. Y cuando París furioso, desengañado de la falsa ilusión guerrera y asqueado del organismo político que había perdido a Francia, proclamó el 4 de Septiembre la República; cuando el pueblo derramó su ira por plazas y bulevares, y tras de las pisadas de la Emperatriz fugitiva, recogió del arroyo la corona imperial para refundirla en mural corona, emblema de la Soberanía de la Nación, Lucila, temblando de miedo, dijo a Vicente: «Hijo del alma, vámonos sin perder día. Has visto ya bastante Historia viva, de esa que pone los pelos de punta... ¡Sabe Dios lo que va a pasar aquí! Yo te aseguro que las palabras República y republicanos me dan escalofríos y temblor de piernas. Antes no era yo así; me gustaba lo que llaman Soberanía del pueblo. Pero ahora... hogaño, como dice mi padre, y yo lo decía también cuando era moza... hogaño, el bienestar me ha hecho bastante moderada... Vámonos, hijo. ¡Ay, París, qué feo estás! ¿Quién te conoce? ¡Oh, España mía, único país del mundo que sabe ser a un tiempo desgraciado y alegre!».

No pudo Halconero desoír el toque de retirada. En un día compró los regalos destinados a la novia, y partieron para Burdeos. Iba Lucila contenta, y su hijo triste, viendo cómo se le ajaba y desvanecía la ilusión de Francia. Hasta la literatura, desmereciendo a sus ojos, se rebajaba de su esplendor augusto. Voltaire y Rousseau, Víctor Hugo y Balzac se le representaban menos grandes de lo que fueron antes del desastre. Este sentimiento de chafadura del ideal fue por fortuna poco duradero, y tuvo su corrección en el propio espíritu del joven. De la gloriosa Nación maltrecha resurgió pronto con mayor pujanza lo que debía tener perdurable vida...

En Burdeos enteráronse hijo y madre de la concisa carta que el desdichado Emperador dirigió al Rey Guillermo declarándose prisionero: Señor y hermano: No habiendo podido morir en medio de mis tropas, sólo me resta entregar mi espada a Vuestra Majestad. -Napoleón.Con esta dolorida estrofa terminó uno de los actos de la tragedia. Pero esta no había concluido, y sus pavorosas convulsiones siguieron aterrando al mundo entero en lo restante del año 70 y en buena parte del 71.

Se comprenderá que el descanso de Halconero y su madre en Burdeos fue muy breve, y que el primer vaporcito que salió para Royan les llevó a esta risueña villa, situada en la desembocadura de la Gironda. Gran día de regocijo y plácemes. Las dos familias (Iberos y Calpenas) gozaban de excelente salud, sin otra contrariedad que el dolor por las desdichas de Francia. Pilarita no había podido echar de su mente la idea de que su prometido corría enormes riesgos en París, y hasta que le vio llegar vivo y sano no se recobró de su pavura. En sus insomnios creía que los hulanos cogían a Vicente y le llevaban preso a Berlín; mal dormida y soñando, veía que los descamisados del 4 de Septiembre le conducían a la guillotina y le cortaban la cabeza, ¡ay!

Halconero y su madre se instalaron en el Hotel de la Croix Blanche, y los Iberos y Calpenas vivían en una linda casa con jardín, propiedad de don Fernando. Todo el día pasaban juntos, y la feliz pareja irradiaba su contento sobre los demás. Mas era raro el día en que las malas noticias no arrojaban una sombra de tristeza sobre la triple familia. Hoy era la batalla de Artenay; mañana, la toma de Soissons; por fin, que los prusianos iban ya sobre París... Y una mañana, cuando Vicente fue a la casa de su amada, de donde habían de salir todos para una excursión a Vieux Soulac, pueblecito tragado por las arenas, Pilarita le sorprendió con un notición que de tan gordo parecía mentira.

«¿No sabes, Vicentillo, lo que pasa? Te quedarás atónito y estupefacto cuando yo te lo diga... Espera un poco, que ahora voy a decírtelo... Pues los garibaldinos han entrado en Roma... Como Francia tuvo que retirar sus tropas dejando indefenso al Papa, ¿qué han hecho los italianos? Pues asaltar la ciudad eterna por una puerta que se llama... Pía... Nada, hijo, que a Pío IX le han birlado sus Estados, y Roma será la capital de Italia. ¿Qué te parece? ¿Ves qué cosa tan atroz?

-Ya estaba previsto. El Papa quedará de Rey espiritual de los católicos, que es destino de gran provecho... Dejemos correr la comedia del mundo hacia el reparto equitativo de papeles. Cada cual al suyo.

-¿De modo que tú no te asustas, ni siquiera te indignas? Pues mi tía Gracia dice que esto es un robo, una usurpación, y que si todas las naciones no acuerdan devolver al Santo Padre su reino, lo que debe hacer Pío IX es abandonar a esa Roma ingrata, y venirse a España con toda su Corte Pontificia. Aquí se le recibiría como si bajara del Cielo, por ser este el país más católico del mundo... A mi tía Demetria no le da tan fuerte, y asegura que bien se está San Pedro en Roma. Por mi parte, te diré que, si me apuran, todo lo que no sea casarme contigo me importa un rábano, y que allá se las haya Pío IX con Víctor Manuel... Pero eso no quita que nos alegremos de que el Papa se establezca en Madrid... Dará gusto ver tantos Cardenales vestidos de colorado y centenares de Obispos, algunos con barbas... y figúrate el sinfín de frailes y monjas de todos colores que veremos por las calles... Confiésame que será muy bonito... Si nos traen Rey, tendremos dos Cortes; y como para el Papa habrá de ser el Palacio Real, al Rey le meteremos en la Casa Panadería o en la Platería de Martínez».

Pasados algunos días en gratas excursiones por las amenas orillas de la Gironda, llegó la ocasión del regreso a España. Partieron con pena, dejando a Francia tan agobiada de acerbas desdichas, y a medida que avanzaban hacia el Pirineo, les daba en el rostro el aliento de las calamidades españolas.

En aquella encrucijada internacional, donde se abren los portillos de Francia y España, los viajeros no lograron seguir juntos. Lucila, invitada por los Iberos, pasó la frontera para detenerse en la Rioja alavesa, gozando de una temporadilla geórgica en tierras de sus amigos. Vicente quedó con los Calpenas en Biarritz por unos días. Era tan considerable allí la colonia de españoles de viso, que no se daba un paso sin meterse en saludos y en chácharas interminables. Manolo Tarfe, Guillermo de Aransis, la Villares de Tajo, desfilaron esparciendo a un lado y otro sus ditirambos sobre la guerra franco-prusiana y sobre el obscuro porvenir de nuestra política.

Nada de esto desagradó a Vicente. Lo que le sacó de quicio fue ver al mal caballero don Juan de Urríes y a su esposa doña Mariana de Pedroche, Marquesa de Aldemur. Con ellos iba Carolina de Lecuona, formando una trinidad harto antipática. Esquivó Halconero la presentación, desairando a su amigo Tarfe, con quien a la sazón estaba, y prefirió la sociedad de un improvisado figurón, funcionario del Gobierno civil, don Telesforo del Portillo, que en su anterior vida policíaca fue vulgarmente conocido con el mote de Sebo. Este hombre del siglo y su esposa, una tal Fabiana Jaime, que había sido sastra de curas, presumían de elegancia. La sociedad estaba sin duda trigonométricamente trastrocada, como decía Raimundo Bueno de Guzmán. Los aristócratas se aburguesaban, y la señora de Sebo ponía en su sombrero los plumachos que eran signo de distinción social.

Septiembre era en años normales el mes del desfile de españoles a Francia. Los comerciantes iban a sus compras de otoño; las señoras a su acopio de perifollos de invierno, y a tomar nota de los nuevos modelos de vestir. Fabiana Jaime hacía también su escapadita, a por un abrigo de última novedad. París era la meta de las ambiciones indumentales. Pero en aquel año trágico la corriente se invertía, y el Ferrocarril del Norte más traía que llevaba españoles. Los unos huían de la guerra; los otros eran emigrados de las sublevaciones federal y carlista del 69, a quienes la amnistía concedida por el Gobierno español abría las puertas de la patria.

Con esta avalancha tropezó Vicente en su regreso, y aconteció que el plan de las tres familias para seguir juntas hasta Madrid, no pudo realizarse por imprevisión, o descuidos de tiempo, harto comunes en la estrategia de los viajes. Ello fue que Vicente llegó al encuentro de Lucila más tarde de lo presupuesto, y ambos se quedaron rezagados en Miranda. Hijo y madre cogieron el expreso, metiéndose en un coche ya ocupado por tres personas, y no fue poca suerte encontrar aquel acomodo, pues todos los trenes ascendentes iban atestados de viajeros.

Las tres personas que en el departamento venían instaladas desde Irún, eran Portillo y su mujer, y un caballero alto, picado de viruelas, inquieto y hablador. Antes de fijar la atención en aquel hombre extraño, dígase que los señores de Portillo (alias Sebo) venían inconsolables por no haber podido llegarse a París. Billete gratis tenían hasta la frontera, y en el Midi les agraciaban con mitad de precio. Después seguían en Orleans con billete de segunda, y así podían, con arte económico, visitar la capital de Francia. Dos otoños seguidos habían efectuado su excursión, alojándose en casa de Madame Noel, donde amos, criados y huéspedes hablaban español. Hacía Fabiana sus pequeñas compras de trapos, con añadidura de sombrilla, fichú, cintajos y otras menudencias, todo baratito, pues sabía entenderse con marchantes de poco pelo; luego lo pasaba todo de contrabando por la aduana de Irún, valiéndose de mil tapadijos y de su conocimiento con vistas y carabineros, y al llegar a Madrid, en el círculo de sus variadas amistades se daba un horroroso pisto. Pero la maldita guerra, promovida por las intrigas de ese Bismar, había cortado en flor dichas tan inocentes.

Trotando el tren hacia Pancorbo, el señor parlanchín, que ocupaba un asiento junto a la ventanilla del Oeste, prosiguió su conversación con Portillo, sentado en mitad del diván frontero de espaldas a la máquina. A juzgar por lo que dijo el desconocido, Sebo se había burlado de los derechos individuales, llamándolos inaguantables, y recordando que a Sagasta le pesaban como losa de plomo. Desatose el otro en invectivas contra Sagasta, llamándole farsante y traidor a la Libertad... No intervino Halconero en la conversación, aunque a ello le incitaba el taravilla de ronca voz con su mirada insistente, como si le pusiera por fiador de lo que decía o le pidiese su testimonio. Hallábanse en lados distintos y en ventanillas diagonalmente contrapuestas.

En tanto, las dos señoras, sentadas una junto a otra en el diván zaguero, de cara a la máquina, no podían vencer el prurito netamente español de la familiaridad, y picotearon contándose sus viajatas. Fabiana, cuarentona de lucidas carnes, tomó un tonillo finústico, y sin dejar de la mano el saquito en que llevaba su dinero y algunas alhajas, ponderó a Biarritz por su elegancia y la mucha gente de la grandeza que allí veraneaba. «En Francia -decía- todo es amabilidad. En tiendas, cafés y restauranes la miran a una para adivinarle lo que quiere y servirla al instante. Eso da gusto... Cierto que cobran bien; pero paga una de buena gana la finura, acordándose de que en España no tenemos buena educación».

El hablador del otro lado despotricaba con fuertes voces y ademanes violentos, alargando los brazos casi hasta tocar con sus dedos el rostro fiero y bigotudo de Sebo, que defendió a Sagasta, su jefe en otros días, empleando los argumentos más comunes con frase arrastrada y pedestre. El discutidor viajero soltó esta rociada: «Vivimos en una sociedad infame donde los unos son egoístas hasta el crimen; los otros, ignorantes o pusilánimes hasta la estupidez... No tendremos verdad y justicia hasta que las clases trabajadoras despierten de su letargo... Esto lo digo yo, yo, que inicié la Revolución de Septiembre, y después arrastré al partido federal a la lucha violenta... No hay otro medio para facilitar al pueblo el camino de la verdadera revolución. Vengo del destierro; vuelvo a mi patria con el fin de agitar las masas... Yo no me canso; lucharé hasta morir, porque es mi temperamento luchar por el pueblo y para el pueblo... Ese caballerito que está sentado frente a mí, me conoce, y puede decir si soy hombre que lleva en sus venas horchata de chufas, o sangre caliente y rica».

Sebo y las señoras miraron a Vicente. Este habló así, dirigiéndose al exaltado sujeto: «Desde que entramos aquí le conocí a usted, señor Paúl y Angulo; pero como no había tenido el gusto de tratarle más que una vez, y eso brevemente... no sé si se acuerda... una noche en casa de don Fernando Garrido, creí que no se acordaría de mí, y no me determiné a saludarle».

Viéndose presentado al público, el hablador se aprestó a sermonear de nuevo. Lucila le miraba espantada. Nunca había visto aquel rostro cribado por la viruela, y encendido del ardor de la sangre... Los cristales azules de las gafas hacían veces de ojos, simulando los de un ser fantástico, de esos que representan el papel aterrador en los cuentos de niños. El marcado ceceo andaluz y las patillas negras completaban el cariz temerón y provocativo del viajero, que sin que nadie le excitara rompió en estas exaltadas manifestaciones:

«Yo soy todo corazón, ya lo sabe ese joven; yo llevo la honradez en mi alma y el anatema en mi boca; yo digo a España la verdad, y al pueblo señalo el camino para que llegue a la conquista de sus derechos... Los que me escuchan no me negarán que el orden existente es un conjunto repugnante de leyes injustas, de códigos infames, de gobiernos cínicos, de costumbres vergonzosas. Y yo digo a los virtuosos y desgraciados trabajadores: «Nada tenéis que esperar de los ricos, de los instruidos, de los poderosos de la tierra».

Algo pensó contestar Sebo: su descomunal bigote se agitó debajo de la nariz minúscula; los vocablos querían salir, y el bigote no los dejaba, o las ideas se recogían en el pensamiento, persuadidas de que las cerdas del mostacho bastarían a confundir al brutal preopinante. Halconero, sin ganas de discusión en tal sitio y delante de señoras que deseaban reposo, dijo que la sociedad no era perfecta ni mucho menos; pero más imperfecta sería por los medios violentos del amigo Paúl. España acababa de hacer una revolución de tres al cuarto, y anhelaba constituirse en un régimen práctico, ecléctico, que le permitiese vivir... No aspiraba por de pronto más que a un vivir de reparación y descanso, con media cabeza en el almohadón del régimen pasado, y la otra media en el de las ideas novísimas...

«¡Ah, según eso -exclamó Paúl soltando la carcajada-, usted es de los del balancín! Bonita generación de muchachos tenemos... Nada, que estamos a lo práctico. ¿Le ha dado a usted Prim un destinillo? Bien, hijo: por ese camino se va a la gloria. No ha cambiado usted poco desde que le vi en casa de Fernando Garrido... Claro: en casa de aquel amigo no hacía usted nada. Allí no daban credenciales».

La grosería impertinente del andaluz no podía ser tolerada. «Señor Paúl -le dijo Vicente con serena dignidad-, no he dado motivo a que usted me hable de ese modo. Si usted desconoce que estamos en una sociedad de personas bien educadas, le dejaremos que hable solo, y sus palabras serán para nosotros como un ruido más de las ruedas del tren.

-¡Ja, ja...! ¡Señoritos a mí! Dígame, pollo: ¿cuándo traen ustedes al bebé... al inocente Alfonsito? ¿Ya están de acuerdo con Pringue?

-Señor Paúl, lo único que puedo y debo decir por ahora, es que usted no debe molestar a estas señoras. Si no lo entiende así, será preciso decírselo de otro modo».

Lucila, viendo cómo se alborotaba su hijo, trató de calmarle con amonestaciones cariñosas, dichas a media voz. Pronunció Sebo frases conciliadoras. Vicente se movía en su asiento, cual si este fuera todo espinas. Paúl rezongaba en el opuesto ángulo, mascullando crudas ironías, y en esto se detuvo el tren en la estación de Burgos; abriose la portezuela, y entró un clérigo con maletín y una manta liada, dio las buenas noches y tomó asiento junto a Paúl. Cuando el tren proseguía su marcha, sacó de una de las maletas un gorro negro, y encasquetándoselo, se dispuso a envolver el traqueteo del viaje en un dulce sueño.