XII

«Esta pájara -decía Segismundo, calle arriba- hace siempre su nido en casas de clérigos. Hay que asaltar el nidal, o sacarla de él con arte mañoso, y luego dejarla libre para que busque otro sagrado refugio, que hallará al primer vuelo».

En el café se encontraron a Felipe Ducazcal, que también allí cenaba con algunos amigos militantes en el famoso bando de la Porra. Y el capitán de esta, coincidiendo con laecuménica, vaticinó que en el entierro menudearían los palos, por causa del metimiento de los masones en acto tan serio. «Si queréis libraros de un porrazo -agregó con su habitual petulancia-, veníos a la Porra». Luego llevó su tributo al inagotable caudal de comentarios sobre la tragedia del día 12.

Como dijera uno de los presentes que ninguna persona de la familia del Infante se hallaba en Madrid, Felipe afirmó que el hijo mayor, llamado también Enrique, subteniente de Húsares, no había salido de la Corte. En la mañana del domingo tuvo sospechas de que su padre se batía con Montpensier, y salió a caballo acompañado de su primo, el hijo de Güell y Renté, dirigiéndose a los Carabancheles. En el camino encontraron al de Orleans que volvía de la tragedia, con su séquito de médicos y padrinos... Siguieron los dos jóvenes, y antes de llegar a donde querían, alguien les enteró del funesto desenlace. Ciego de ira, volvió grupas el que ya era huérfano, con la temeraria idea de alcanzar a Montpensier, retarle a un juicio de Dios, repentino, sin trámites ni etiquetas ociosas, y arriesgar su vida juvenil en el empeño de vengar a su padre... Amigos y deudos le atajaron en esta generosa insensatez, y cuando su coraje se deshizo en un dolor sin consuelo, le llevaron a la casa de su tío el Duque de Sesa.

Muy al tanto de la vida y andanzas de don Enrique estaba el fantástico Ducazcal, o lo decía y aseguraba, declarándose íntimo del desgraciado Borbón. Todo lo sabía, y con desenfado airoso hacía las veces de Historia palpitante. «No están en lo cierto los que asignan a mi amigo cincuenta años de edad; sólo tenía cuarenta y siete, pues nació en Abril del año 23... Sus hijos menores don Francisco y don Alberto se hallan en París, en el Liceo Napoleón, que antaño se llamó de Enrique IV. La niña, doña María del Olvido, que sólo cuenta diez años, allá está también, en uno de los mejores colegios de señoritas. Y en París viven, al cuidado de los hijos, los criados fieles del Infante, Camilo Carsy y Eugenia Saint-Blancat... A los dos les he conocido y tratado bastante aquí. Son excelentes, y de inquebrantable adhesión a la familia... Don Enrique vino a Madrid con ánimo de cerrar el paso a la candidatura Montpensier. El mismo me ha referido lo que le dijo doña Isabel al despedirle... Porque habéis de saber que la Reina le quiso siempre... ¡Ay, qué cosas os contaría si tuviéramos tiempo por delante! Yo lo sé todo... Las desavenencias en la familia, las amarguras y reconcomios de este caballero vienen de que debió casarse con Isabel... Pero entre la Cristina, Luis Felipe de Francia y el Espadón de acá, deshicieron la obra santa del amor para urdir la de la maldita razón de estado...».

Interrumpió Segismundo a Felipe con estas cortantes razones: «Todo eso que nos cuentas es información de segunda mano, pues no fuiste tan amigo del Borbón como dices, ni poseíste su confianza. No eres más que portavoz del Capellán de las Descalzas, señor Pulido y Espinosa, el cual me ha contado también a mí lo que acabamos de oírte. No te des tono, haciéndote pasar por fuente histórica. Tú y yo no somos más que los primeros bebedores de las aguas de la verdad.

-Pues me has descubierto, querido Segismundo -replicó Ducazcal con llaneza y frescura-, declino mi originalidad... Es muy desairado contar de referencia. Sin pensarlo se hace uno el propio cosechero de las noticias de importancia. En fin, lo dicho dicho, bajo la fe y autoridad del Capellán señor Pulido. Por él sabrás tú, como yo, que uno de los mejores amigos del Infante ha sido Espartero.

-Y que don Enrique conservaba cartas del ex-Regente, llenas de respeto y cariño. Una de ellas, escrita el 48 en Londres, es digna de pasar a la Historia. Ambos se hallaban desterrados en distintos países. El moderantismo furioso mangoneaba en España...

-Y en su carta al Infante, Espartero le decía...

-Le decía... Ya no me acuerdo... El señor Pulido retiene en su memoria las ideas, mas no los conceptos...

-¡Lástima que esa carta se pierda!

-Se perderá. La muerte del hombre -dijo Segismundo con triste sagacidad-, suele apagar todas las luces que iluminaron su vida».

Por fortuna, no se apagó aquella luz, y el narrador puede alumbrar con ella el cuerpo exánime del Príncipe sin ventura. La carta de Espartero dice así: «Serenísimo Señor: Cuando el infortunio que a tantos españoles agobia alcanza también a Vuestra Alteza, considero un deber manifestar el profundo sentimiento de que me hallo poseído al ver arrojado a un país extranjero al Príncipe adherido a la causa del pueblo... Consagrado yo al servicio de la Patria, he cuidado poco de los bienes de la fortuna. No me es dado por lo mismo el hacer ofrecimientos espléndidos. Pero si lo que yo poseo puede contribuir a suavizar la suerte de Vuestra Alteza, disponga de ello con tanta franqueza como yo empleo de sinceridad en ofrecérselo... Ver a Vuestra Alteza restituido a la Patria con la consideración debida a su alto rango, es el deseo ardiente del más atento y respetuoso servidor de Vuestra Alteza, cuyas manos besa. -El Capitán General, Baldomero Espartero».

Lo demás que hablaron Segismundo y Halconero en la ociosa compañía de los cachiporros, perdiose en el vago aire de las tertulias cafeteras. Al siguiente día, lunes 14 de Marzo, encontramos a nuestro amigo Vicente en la casa del Infante, esperando la salida del entierro. Sobre el ataúd cerrado se había puesto un crucifijo de bronce, el sombrero y la espada de vicealmirante; los emblemas masónicos habían desaparecido. En marcha se puso la fúnebre procesión... El día era ventoso y claro. En la calle no faltaba gentío popular; coches de lujo había muy pocos; personajes de viso, tan sólo el Duque de Sesa, el hijo de Güell y el Capellán de las Descalzas, que presidían. Uniformes de Marina no se veían por ninguna parte; altos funcionarios tampoco. Algunos respetables sujetos de la Masonería salieron con bandas y mandiles; pero pronto hubieron de quitárselos y esconderlos, obedientes a un mugido del pueblo acentuado por las mujeres. Contó Segismundo que una desaforada hembra de Lavapiés había gritado: Que se metan el faldón de la camisa.

Por entre ringleras de curiosos iba la negra carroza, paseando su desairado acompañamiento, que era en verdad bien pobre para difunto de estirpe tan alta. Lo que llamamos mundo oficial se había quedado en sus cómodas oficinas, la Grandeza en sus palacios, los caballeros de la Armada en el pontón anclado en calles que llamamos Ministerio de Marina, el Ejército en Buenavista, la Milicia Nacional en sus ociosidades bullangueras, las Autoridades embozadas en sí mismas, y los ricos, que colectivamente designamos con el nombre de alta banca, retraídos en el sagrado de su cuenta y razón. El pueblo solo asistía, melancólico, desorientado y sin arranque, en masas no muy nutridas, pues no se le había preparado para el acto. La sociedad revolucionaria que en aquel año imperaba, se mantuvo perpleja y muda, asustada de los arrumacos masónicos. Era tarda en formar criterio; su cerebro hallábase atarugado con las mareantes disputas por los candidatos al trono, y con el más enconado litigio de la forma de Gobierno. El mundo aquel de la Interinidad había caído en honda modorra, congestionado por sus pasiones furibundas. No hacía más que rumiar sus ideas, como un buey soñoliento.

Vicente y sus amigotes iban contando las personas conocidas asistentes al entierro: Montero Telinge con sus barbas de Isaías, García López con su atildada frialdad, Díaz Quintero, Sánchez Borguella, Barcia, Blanc, Bernardo García y otros muchos de significación radical. Los de la cuerda templada se podían contar por los dedos de ambas manos... En la Puerta del Sol hubo un poco de atasco y barullo. El coche fúnebre se paró junto al pilón, y en la muchedumbre que en dos filas se apiñaba se iniciaron carreras con tumulto y chillidos. Por fortuna se calmó pronto el oleaje. Del grupo bullicioso en que Halconero iba, se separaron, por oscilación mecánica de la multitud, Segismundo, Ducazcal y otros jóvenes, quedando solos el hijo de Lucila y Enrique Bravo.

En la corta parada, Bravito sacudió el brazo de Vicente, dirigiendo la atención de éste hacia unas mujeres que formaban en la primera tanda de apretados mirones. «Allí tienes -le dijo-, a la Eloísa, con Paca la Africana y otras tales. Míralas: nos han visto y se ríen. La Eloisilla rompe filas para venir a hablarte... ¡Pobrecilla! La tienes muy olvidada». En efecto: a Vicente se acercó una linda joven de esbelta figura y agraciado rostro, y sin melindre se le colgó del brazo, soltándole estas acaloradas expresiones: «¡Bandido, ladrón; tres siglos, tres meses sin ir a verme! Desde el día de los Inocentes no he visto a mi Vicentíbiris. ¡Faltón, perdulario, ingratíbiris!». Su lenguaje era como el de los pájaros, su acento sentido y risueño: a un tiempo le reconvenía y le acariciaba.

Halconero estrechó con afecto la mano blanca, y por un instante admiró el bello rostro de exquisito corte y finura, los ojos azules, la expresión inocente de la pobre mujercita en quien se juntaban las apariencias angelicales con la moral más desconcertada. Eloísa siguió así: «No te suelto si no me juras por tu salvación que irás a verme. ¿Te espero, granujíbiris? ¡Tres meses sin acordarte de tu silfidíbiris, tanchalá por ti!». Afable y cariñoso le contestó Vicente que sí, que a verla iría prontito, y diciéndolo pensaba en las cosas que le habían pasado en aquel lapso de tres meses: el conocimiento con Fernanda, su admiración de la hermosa mujer trágica, su pasión repentina, las ansias de aquellos lúgubres días de Enero, la muerte, en fin, del Lucero de la tarde... No hubo tiempo para más, porque el carro fúnebre siguió, avivando la marcha, en dirección de la calle de Carretas. Halconero se despidió de la grácil y tierna Eloísa; despidiose también Bravito de la Africana y de las otras, echándoles familiares saludos, a que todas contestaron con gestos y sonrisas de picante franqueza.

Dejándose llevar en la pausada corriente del entierro, el hijo de Lucila no podía echar de su mente a la sentimental diablesa, parecida externamente a los ángeles, y dio en traer a la memoria el cómo y cuándo de su conocimiento. Fue por Todos los Santos. Bravo había sido el introductor. Sobrevino del primer encuentro un ardiente apego por una parte y otra. Halconero se dejaba colar por simpatía y también por estímulo cerebral, procedente de sus amores literarios... Realizaba la Vida de Bohemia y otras vidas de cortesanas remojadas en el Jordán de la poesía... La pasión de ella era más intensa, más arraigada en el corazón. Decíale a Vicente que le amaba con locura, y este pudo creerlo en algunos instantes... Al fin, tras devaneos y embriagueces que no duraron más de cincuenta días, el galán vio a Fernanda y contrajo la grande y definitiva dolencia de amor, con fiebre y delirio. Las relaciones corporales con Eloísa quedaron desde aquel punto cortadas bruscamente y disueltas en el olvido.

Reapareció de improviso la graciosa silfidíbiris en el fondo de un cuadro fúnebre, y la visión despertó en el guapo mozo memorias que no eran desagradables... Eloísa encarnaba en su persona la más absurda paradoja que pudiera imaginarse, pues su depravación pública no se acomodaba con la fineza ideal de su ser físico. Inmóvil y callada, era un perfecto tipo de distinción aristocrática; la palabra y el gesto descomponían el artificio, y ya no era más que un ser desgraciado, errante en el laberinto de las liviandades del hombre. Con estos pensamientos enlazó el joven otros pertinentes al vacío sentimental de su alma. Acordose de la señora y niñas que en la calle había visto el día anterior... En falta estaba con Gracia lo mismo que con Demetria, y más aún con el amadísimo don Santiago, padre delLucero de la tarde. Hizo, pues, ante su conciencia juramento de pagar sin perder día la deuda de urbanidad.

En la calle de Toledo, donde el duelo se despedía, redújose bastante el acompañamiento. Halconero y Enrique siguieron en simón hasta el camposanto, y reunidos allí con los amigos dispersos, entraron tras el cadáver hasta el lugar del sepelio. Dominaba en la concurrencia la humanidad de chaqueta o blusa, y el recinto lúgubre y los fríos patios, embaldosados de rotas lápidas mortuorias, se animaban con tanto ruido de pisadas enérgicas y de vivo lenguaje... Antes de encasillar el cuerpo de don Enrique de Borbón en un nicho de la horrible estantería sacramental, le rezó un responso el señor Pulido, rodeado de los parientes y allegados del muerto. El susurro de las preces dio al acto severa solemnidad... Gemían los goznes del negro portalón de Ultratumba...

Fuera del cementerio, mientras las cabezas del duelo requerían sus coches para volverse a Madrid, el pueblo se derramaba por los cerros próximos a la ermita del Santo, juntándose con innumerables gentes que subían de la pradera. Y si en las exequias del Príncipe de Borbón faltó la militar pompa y enmudecieron cañones y fusiles, en cambio estalló ruidosa tempestad popular con truenos y relámpagos oratorios. Aquí y allí lanzaron sus anatemas improvisados tribunos, y de la turbamulta se destacó al fin uno que impuso atención y silencio, soltando a los aires su voz bien timbrada y sus detonantes razones. Era Luis Blanc, joven que por su apellido parecía revolucionario francés, y lo era español de los más desahogados y atrevidos. Pequeño de cuerpo, de rostro agradable y sugestivo, completaba su persona con una palabra audaz que se disparaba sin saber a dónde iba.

Empinándose sobre las ruinas de una tapia, empezó diciendo que hablaba por obedecer al pueblo soberano... Hablaba para manifestar ante el pueblo que su presencia en aquel sitio no significaba que acompañase a un Borbón a su morada postrera; significaba el respeto a un español muerto por la mano de un francés... Don Enrique había perecido de un modo misterioso, cuando ya estaba secretamente elegido Presidente de la República... Griterío aterrador y palmoteo acogieron estas palabras: el aire quemaba, la tierra se estremecía con el ardiente resuello popular. Calmó Luis Blanc los atroces vientos recomendando que se disolviese la reunión con el mayor orden. El pueblo no es enemigo del orden, y lo reclama y practica en el ejercicio de las sacrosantas libertades. «Orden, señores, para que no digan... para que no vengan diciendo que somos la demagogia, que somos el libertinaje...».

A pesar de la sensata indicación del orador, el pueblo no se retiraba con la debida compostura, ni cesó el relampagueo de protestas y tronicio de aislados discursos. Del tronco de un árbol caído hizo púlpito un imberbe mozo, y emprendió con voz fogosa y ademanes epilépticos el panegírico de la Santa Masonería. Alelados le oían hombres y mujeres, y él se arrancó con este atrevido pensamiento: «Pío IX se tiene aún por francmasón, aunque hace tiempo se le borró de los cuadros jerárquicos de la Orden, por considerar al Rey de Roma incompatible con la fraternidad humana. ¿De qué os asombráis? ¿Por qué abrís con estupor de ignorancia vuestras bocas? Meditad en lo que digo, y la razón entrará en vuestros obscuros entendimientos. No me miréis con ojos atónitos. Sobre las aguas turbias de la ignorancia flota la verdad... Si buscáis a Dios en el fanatismo sacerdotal, nunca le encontraréis... Buscadle en las almas sencillas de los que sufren, de los que lloran... Vuelvo a deciros que Pío IX es francmasón. ¿Y por qué no ha de ser francmasón el llamado Papa, habiéndolo sido nuestro padre Adán, Moisés y el mismo Jesucristo, Hijo de Dios, que extrajo de los libros masónicos todo lo bueno que encontramos en los Evangelios?...».