España trágica/VI
VI
Sin menoscabar el respeto que a su buen padrastro debía. Vicente se cuidaba poco de seguir su criterio para la elección de libros. Reanudó sus visitas al cuchitril aduana del amigo Durán, y anhelando nutrir su pensamiento con doctrinas fundamentales, recibió de manos del mercader importador las obras de Ahrens y de Spencer. Cargó luego con lo último de Proudhon y con La Democracia en América, de Tocqueville, libro que volvía locos a todos los políticos de aquel tiempo. En la librería, corriendo los últimos días de Febrero del 70, hizo conocimiento con Manuel de la Revilla y amistad con Eusebio Blasco.
Vinieron días apacibles que Halconero aprovechó para su peregrinación al santo nicho de San Justo, que guardaba el Lucero de la tarde. Acompañábale Enrique Bravo en esta devoción de amor viudo, y del cementerio se corrían a Carabanchel, entreverando, en sus pláticas de paseantes, el Federalismo con la literatura, y las ideas permanentes con la transitoria y voluble actualidad. Hablaban de las dificultades que se acumularon en el camino de Prim por las cuestiones económicas y el proyectado empréstito con el Banco de París. Los haces de la mayoría se desataban. Unionistas, demócratas y progresistas saldrían pitando, cada cual por su lado, y adiós Gobierno, adiós Prim, y adiós restauración monárquica... Entre col y col, sacaban a relucir la lechuga del Concilio Ecuménico, que a la sazón estaba reunido en Roma para darnos el nuevo dogma de la Infalibilidad del Pontífice. De esto, por caprichosos brincos del pensamiento, pasaba Enrique a referir que se había divertido locamente en el último baile de Capellanes, o en el teatro-café de Calderón.
Aunque la familia de Vicente se había reinstalado ya en su casa de la calle de Segovia, Lucila pasaba semanas enteras en Carabanchel, solicitada de su tenaz afición a la vida de granja. Por hacerle compañía, dejaba la residencia de la Villa del Prado su padre Jerónimo Ansúrez, ya cargado de años, pero fuerte y en la plenitud de su saber campesino. Era la época de echar las gallinas, arreglándoles los nidales y las huevadas con maternal solicitud, asistiendo después al romper de los cascarones, y al cebo y crianza de los graciosos pollitos. Lo que gozaba Lucila en este interesante período de la vida gallinesca, no es para dicho. En tanto que ella se embelesaba en su papel de comadrona de pollos y patitos, Jerónimo podaba las tres o cuatro vides de latada, disponía preparación de los terrenos para la siembra de patatas, algarrobas y yeros, para el plantío de calabacines, pepinos y zanahorias, y a toda hora se mostraba labrador peritísimo y archivo de refranes agrícolas.No ha de llover en Marzo más de cuanto se moje el rabo del gato, decía tranquilizando a su nieto que anhelaba el buen tiempo para sus campestres paseos.
Cuando Vicente se quedaba de noche en la casa de Carabanchel, solía retener a Enrique Bravo en su compañía, y por la mañana salían juntos para volverse a Madrid, o peregrinar con rumbo a lo que fue Portazgo de Alcorcón, corriéndose luego hacia el campo de tiro y demás establecimientos militares. Una mañana, apenas salieron al camino real, vieron venir, como de Carabanchel Alto, tres figuras de mujer vestidas de negro, formadas en línea y andando a compás, guardando una distancia discreta entre sí. La que iba en medio era más alta que las otras dos; estas, desiguales en su mediana talla. «Ya tenemos aquí a las tres estantiguas, que no descansan, que no se rinden, ni hay un rayo que las parta -dijo Bravo, hallándose aún a distancia de las visiones-. ¿De dónde vendrán ahora estas beatas andariegas? Vendrán de Leganés, de visitar al inspirado historiador Confusio, que en aquel manicomio sigue escribiendo la Historia de España... por el reverso, o como él dice, por la verdad de la mentira».
A pesar de estas burlas, detúvose Bravo ante las tres mujeres, y saludó a una de las pequeñas en tono de familiar conocimiento. «Doña Rafaela, ¿tan de mañana por estos arrabales? ¿Han dormido aquí, o han venido en el coche de Tiburcio?...». La respuesta fue breve, y denotaba pocas ganas de conversación. Durante el rápido coloquio y saludo, Halconero permaneció apartado, mirando con recelo cauteloso a la más alta de las tres, que por más señas era de rostro huesudo y desapacible. Siguieron las negras mujeres su camino a paso vivo y casi marcial, hollando la polvorosa carretera con pie calzado de zapato blando y holgón, como de santas peregrinas, y los dos amigos, viéndolas entrar en la casa de la viuda de Oliván, hicieron despiadada carnicería de ellas y de sus infecundos menesteres de falsa piedad.
La cháchara de los jóvenes facilita la obra del narrador. «¿Qué nombre les has dado? -decía Enrique-. ¿Son las Euménides, o las Parcas?». Y Vicente respondió: «La noche en que murió mi Fernanda, cuando salí disparado a buscar al médico, las vi por primera vez en este mismo sitio. ¡Oh! Después las he visto en ocasión también memorable, y esa de aventajada talla, y de cara tan dura que parece de bronce, me causa miedo... me da escalofrío...». Insistió Bravo en que eran las Parcas, y Vicente, más fuerte que su amigo en Mitología, las declaró reproducción de la triple Hécate, divinidad infernal que en tres figuras representa la venganza, el encantamento y la expiación.
A esto añade el narrador que la más talluda y desagradable era Domiciana Paredes, hija de un cerero de la calle de Toledo, más que cincuentona, de historia compleja y un si es no es dramática. Abrazó el monjío en el culminante período del valimiento de Sor Patrocinio, y la expulsaron del convento de Jesús por el delito de clavar un alfiler gordo en las nalgas de un señor obispo. Anduvo después en privadas intrigas y enjuagues palaciegos. Vivió en los altos de Palacio hasta que fue destronada doña Isabel, y cuando entraron a mandar los revolucionarios, según ella impíos y masones, dedicose a la dulce masonería que en reservadas logias laboraba porque volvieran las aves negras a sus desiertos nidos. Terca como una mula, sagaz como raposa y escurridiza como serpiente, llevaba por buen camino sus propósitos, ayudada de sus malas pasiones y de su talento de organización. Conocía mejor que nadie la Historia interna de España desde el 46 al 70.
La de menor talla, que solía ir a su derecha, era Rafaela Milagro, ya entrada en años, proyectando en ellos las últimas luces de su decadente belleza graciosa y aniñada. En sus mocedades, aún soltera, cuando le aplicaban el gracioso mote de perita en dulce, tuvo que ver con diferentes sujetos, extremando su fragilidad con Montesdeoca, y antes, o a la par, con un caballero militar, que al cabo de los años resurge en esta historia. Casó luego Rafaelita con un señor acomodado que apodaban don Frenético; enviudó el 67, y apenas hubo endilgado las severas tocas que le aseguraban la prescripción de un pasado frívolo, se consagró a pasar revista nocturna y matinal a todas las iglesias de Madrid. En la sacristía de San Justo hizo amistad con Domiciana, que le confirió el cargo de su lugarteniente o Vicaria general.
La tercera, la que se distinguía por su talla media entre Domiciana y Rafaela, se llamabaDonata, y había vivido desde su tierna infancia entre curas y capellanes más o menos castrenses. El imponderable historiador Confusio la raptó, con audacia y escándalo, del gineceo del Arcipreste de Ulldecona, descendiente del de Hita. Pasó luego del servicio de Juanito Santiuste al de opulentos y refinados canónigos. Blando y encendido era el corazón de Donata, como de pura pasta de amor; pero no podía torcer el imán de su destino que la encaminaba inflexiblemente a la íntima familiaridad con personas eclesiásticas. A estas consagraba toda la solicitud y ternura de su alma fogosa. Era la más joven de las tres, y en su faz de Dolorosa, pálida y lacrimeante, persistía la belleza de imagen vieja, de luciente barniz, que reflejaba la llama de los cirios. Entre sus cualidades descollaba el saber litúrgico, pues en la dilatada convivencia con gente de iglesia su feliz memoria llegó a encasillar en las fechas del calendario los nombres de todos los santos del Cielo; conocía las festividades y ceremonias, sin que se le escapara el menor detalle; sabía Derecho canónico, y merecía pertenecer a la Sagrada Congregación de Ritos.
Colaboradora y amiga de tanto precio encontró Domiciana en la vivienda de un ilustrado sacerdote, que había sido Capellán de Honor y Predicador de Su Majestad, y llevándola consigo en sus peregrinaciones quedó constituida latriada de mal agüero, que a Bravo causaba risa y miedo a Vicente. El continuo trajín de las reverendas fantasmonas se explica por un fenómeno social propio de aquellos días turbulentos: la revolución de Septiembre había llevado su espíritu reformador a la esfera y a las costumbres que parecían más rebeldes a toda mudanza. La discreción privada y pública recibió un golpe de muerte; las ideas más conservadoras buscaban el aura popular, y la falsa piedad, que antes vegetó en recintos obscuros, se hizo callejera. Obedeciendo al prurito social de libertad, gimnasia y ventilación, la sagaz Domiciana iba prendiendo de casa en casa el hilo de sus intrigas. Creíase destinada por Dios a recoger la grey cristiana dispersa, y a establecer contacto y acuerdo entre los españoles crédulos que del nuevo Recaredo Carlos VII esperaban la salvación.
Con estos y otros artilugios, la triada iba calentando el horno de la fe, lo que no era difícil aun en tiempos tan impíos. Organizaba pomposas funciones de desagravios, solemnísimos Triduos y Novenas, recaudando de casa en casa gotas de cera para un grande cirio pascual. Pedían asimismo para socorrer a emigrados católicos que ojalateaban en Bayona o en Perpignan, y últimamente acudían al bolso de las personas ricas para obsequiar con esplendidez pontificia al Santo Padre en celebración de su dogmática infalibilidad.
No era todo venturas en los tientos que las andariegas daban a la caridad o a la vanidad de las familias madrileñas, y si de algunas casas salían bien satisfechas, con carne entre las uñas, en otras, las menos, o eran recibidas agriamente, o tenían que retirarse aprisa con las manos en la cabeza. Uno de los más feos desaires recibió la Triple Hécate en casa de Lucila (calle de Segovia).
Con cierto temor mezclado de confusión, así lo contaba Vicente: «Iban sin duda equivocadas, desconociendo quien vivía en nuestra casa... Entraron las tres. Salió mi madre al recibimiento antes que pasaran a la sala. La Domiciana, grandullona y altiva, se turbó al ver a mi madre... Mi madre la miró como dudando si era o no era persona conocida. La feróstica quiso recobrarse de su asombro; le costó trabajo echar una sonrisa y estas palabras: «Lucila, ya no me conoces?...». Mi madre, sin esperar mas razones, puso la cara trágica... Cuando mi madre se pone la careta de Melpómene... se acabó... trapatiesta segura... Pues me cogió del brazo, como amparándose de mí, y con fiereza me dijo: «Vicente, echa de casa a esas mujeres». Yo me adelanté... Oída por ellas la intimación, la Domiciana soltó una risilla desdeñosa y se dirigió a la puerta rezongando así: «Pues no es poco tonta tu mamá. Abur... Que se alivie...». Cogieron la escalera más que deprisa... Pues en todo aquel día no se quitó mi madre la cara trágica. A las interrogaciones que le hicimos mis hermanos y yo, respondía vagamente... ¿Tú qué piensas de esto?
-Yo no sé más -replicó Bravo-, sino que esa Domiciana es un demonio que no se espanta de las cruces... como que las lleva siempre consigo... Es mala de veras... Quizás tenga tu madre, en sus cuentas atrasadas, alguna partida serrana de esa estantigua... Si tu madre no te lo ha dicho, guárdate de preguntárselo».
No se habló más del asunto. Tres días después, hallándose una tarde en Madrid y en lo alto de la calle de Fuencarral, acompañados del Carbonerín y de Emigdio Santamaría, vieron pasar a la triada. Bromearon los cuatro amigos acerca del apodo que debían aplicar a las damas callejeras, y discutiendo si las llamarían las Parcas o las Euménides, Carbonerín se decidió por este mote, y lo corrompió al instante con su lengua inculta y graciosa. Quedaron bautizadas con el nombre de las ecuménicas.