XVII

En la calle del Príncipe encontró don Pedro Vela una tarde a la Marquesa de Subijana, y al pronto no la conoció: tan bien apañada y compuesta iba, luciendo al exterior elegante traje y capota, por dentro atormentada de un tirano corsé, máquina ortopédica contra la obesidad y los cuerpos deformados. Unos días a pie, otros en coche, cultivaba la noble señora sus nuevas amistades refrescando las antiguas. A la Duquesa de la Torre visitó más de una vez en la Inspección de Milicias (morada del Regente, como lo había sido de Espartero), y quedó muy prendada de su gracia y amabilidad.

Por cierto que en su reciente salida a las mundanas esferas, no era fácil clasificar a Carolina en uno u otro de los dos bandos sociales que a la sazón existían marcados con graciosos motes. En entrambos podía figurar, porque a los dos por igual concurría. A las esposas de los ministros y personajes que pertenecían a la situación presidida por Serrano con el nombre de Gobierno Provisional, pusieron las damas de la vieja cepa aristocrática el picante apodo de señoras provisionales. No se quedó corta la de la Torre en devolver la picazón a sus enemigas, y como estas tenían su conciliábulo de murmuraciones en un palacio de la Carrera de San Jerónimo, fueron así llamadas: las señoras de la Carrera. La de Subijana, por la promiscuidad de sus relaciones, era tan pronto de la carrera como provisional.

No debe el historiador dejar en el olvido un dato importante, y es que Céfora se negaba tercamente a acompañar a su tía, o lo que fuese, en el jubileo de visitas. Aunque no carecía ya de buena ropa, rara vez abandonaba su sencillo vestir. Más que de andar por el mundo, gustaba del visiteo de altares y de hociquear con curas y personas religiosas. Grandes altercados tuvo con ella Carolina; mas no pudiendo vencer su caprichuda modestia, al fin la dejó que hiciese su gusto. La probidad exige al narrador una declaración que arrojará, sin duda, sombras de sospecha y desdoro sobre la señorita; pero los hechos piden la verdad, y la verdad era que muchas tardes, dejando a la criada en la iglesia, Céfora se escapaba con Urríes de Santo Tomás o de San Sebastián para esconderse con él en ignorado asilo... Doloroso es decir esto: tal vez los mismos sucesos traigan, cuando menos se piense, justificación de cosa tan irregular.

Para que todo fuera misterioso en aquella singular mujer de angélicos y dulces ojos, su origen y estado civil no estaban claros. Por conceptos obscuros y equívocos escapados de la discreta boca de la Subijana, entendió don Juan que no era tía de Céfora. ¿Qué lazo de parentesco había entre las dos? ¿Acaso no existía ninguno? Si así era, ¿cómo explicar la proximidad o alianza de aquellas dos vidas? Por descifrar tan cerrado acertijo, ahondaba Urríes en el pensamiento de una y otra, partiendo de palabras, ademanes o silencios de ellas; pero no encontraba la solución. Conjeturas, hipótesis, leyendas, disparates mil devanaba en su caletre el caballero andaluz, con interminable voltear de infinitos hilos. Y lo más extraño, confinando con lo inverosímil, era que su secreta confianza con Céfora no le valía para esclarecer las tinieblas de aquella existencia. La vaporosa mujercita no sabía nada de sus progenitores, o no quería romper el sello que la dignidad, la vergüenza, el miedo quizás, habían puesto en sus labios.

Tan sólo una vez habló la esfinge rubia. Hallábanse una tarde los enamorados en su retiro. Urríes estrechaba con preguntas apasionadas y capciosas a su amiga, y esta, arreglándose los cabellos de oro entre el galán y un espejo, dejó caer de sus labios pocas palabras melancólicas, desmayadas: «Lo único que sé y puedo decirte es... que fui bautizada en Roma, el 9 de Febrero, día de San Nicéforo... Para que sepas mi edad, añadiré que fue el 47, segundo año del Pontificado de Pío IX... Conténtate con saber una fecha, el principio de una vida... Deténgase aquí tu curiosidad...».

Dicho esto, revistió Céfora su bello rostro de una fría severidad displicente, que lastimó al galán, llevando a su alma mayor confusión. Poco más hablaron aquella tarde. Céfora o Nicéfora no se dignó poner en su boca la flor de la sonrisa. Urríes, al separarse de ella en el portal de la casa, pensó que el carácter de la damisela incógnita estaba erizado de espinas. ¿Pero qué importaba si en la esfera física y sensual los encantos de ella se sobreponían al carácter y lo soslayaban y obscurecían?... A menudo dejaba ver la locuela de Subijana dos fases de su ser, absolutamente disconformes una con otra. La cara ardorosa, la cara de hielo, alternaban a las veces, sin que entre el frío y la llama mediara la más leve transición. Displicente, hinchaba las ventanillas de su nariz, y en sus azules ojos se eclipsaba todo lo angelical, dejando ver chispazos de ridícula fatuidad. Amorosa, volvía la luz del cielo a su mirada, y la faz recobraba su atractiva belleza...

Al entrar en su casa con la criada mostrenca, fue sorprendida de un bullicio de voces y carcajadas. Era que el pobre don Wifredo andaba por los pasillos en mangas de camisa, alborotado, protestando de graves injurias que en aquella tarde había recibido de personas de la casa y de otras que fueron a visitarle. Tras él iban risueños, calmándole con prudentes razones, doña Leche y el joven Tinoco, el culotador de pipas de fumar. Dos ataques a la dignidad soliviantaron al cruzado de Jerusalén: le habían llamado señor Baldío, poniendo en caricatura su honroso título, y habíanle dicho que un señor pariente suyo, el Marqués de Gauna, le pagaba todos sus gastos. Gritaba el alavés protestando de tales insultos, y apeló a Céfora para que le apoyase. «¿Verdad, señorita, que es humillación intolerable que le paguen a uno casa y comida, un triste cocido y lo demás? Un caballero de nacimiento sabe recorrer con la frente erguida el camino de la pobreza... Venderé mi caserío de Argandona, venderé los pantalones que llevo puestos por ley del pudor, venderé mi honrada camisa antes que...».

En este punto, entró Céfora en su aposento, y tras ella, como si huyera de sus enemigos, se coló el sanjuanista sin ninguna ceremonia, cosa muy opuesta, en verdad, a su exquisita educación. «Aquí busco refugio -dijo- contra esa plebe desmandada». Pero la damisela no creyó que las bromas debían llevarse tan adelante, y con sequedad despiadada le significó que no se entraba con facha tan indecente en las habitaciones de las señoras. «¡Ah!, dispénseme -murmuró el Bailío sin desconcertarse-. Va usted a rezar... ¿Pero no ha rezado bastante con el caballero Urríes?... Mi opinión es que debe usted cambiar de altar y de santo... Y no es que ahora pretenda yo que rece usted conmigo... no... Yo practico a mi modo la libertad de cultos, y tengo mi altarito y mis devotas... morenas, de ojos negros». Empujándole suavemente, Céfora echó de su estancia al señor Baldío.

Cuando Tinoco se encargaba de llevar a don Wifredo a su habitación, hallábase no lejos de allí el Marqués de Gauna, haciendo efectivo ante la patrona el pago de los débitos del pobre vesánico. Cumplido este deber, y adelantando algunas indicaciones acerca del transporte del enfermo a Vitoria, retirose Gauna, evitando la dolorosa emoción de ver y oír a su infortunado pariente. De allí se fue al Congreso; subió a las tribunas, donde estaba su mujer con la Marquesa de Villares de Tajo y otras damas, y después de saludarlas bajó al pasillo curvo, donde aguardó a que saliera Cánovas del Salón de sesiones. En el breve rato de espera le acompañó Iranzo, uno de los que componían la modesta constelación canovista. Díjole que pronto hablaría Prim para presentar a los nuevos ministros, Silvela y Martín Herrera, en sustitución de Lorenzana y Romero Ortiz, y presentarse él mismo como Presidente del Consejo.

Desde el 29 de Septiembre, venía siendo Prim la voluntad impulsora de la situación. A principios de Junio del 69, vigente ya el nuevo mamotreto constitucional, la cabeza visible, Serrano, fue colocada en jaula de oro, y apareció al frente del Gobierno el que de hecho lo presidía ya y era su efectiva cabeza... Propuso Iranzo a don Luis de Trapinedo introducirle en el Salón por la mampara de la izquierda, para que pudiese ver y oír a Prim. Aceptó gustoso el forastero, y en pie, en el ángulo donde estaba la estatua de Fernando el Católico, presenció lo más interesante de la sesión. Justo será decir que le agradaron la persona enjuta y el amarillo rostro del General de los Castillejos, así como su oratoria ceñida, clara, de genuino estilo militar. Vino a repetir Prim la muletilla de los Presidentes del Consejo en tales casos: que el nuevo Gobierno era continuación del anterior, y que si cambiaban los hombres, inmanecían las ideas; o en otros términos: que la idea, Prim, se perpetuaba, aunque por dar pasto a las ambiciones se variaran las figurillas del retablo.

Volvieron Iranzo y el Marqués al pasillo curvo, donde no tardó en agregárseles Cánovas del Castillo, el cual expresó una opinión, como suya, muy interesante y atinada. «No entiendo -les dijo- cómo este Prim, hombre de una agudeza fenomenal, ha reconstituido el Ministerio sin dar participación a los demócratas, que vienen siendo, aunque el General no quiera, la salsa del guisado septembrista. Oigan ustedes a Martos, a Becerra, al mismo Rivero, y verán por dónde respiran. Lo que ellos dicen: '¿Y para esto nos hemos hecho monárquicos?'. No ha de tardar mucho la explosión de estas ambiciones hasta cierto punto legítimas... A esto dicen los de la Unión Liberal: 'Sin nosotros estaríais aún en la emigración, cantando las letanías ojalateras...'». En este punto pasó junto a ellos un joven regordete, con gafas, afeitado totalmente el rostro... Gauna, que no le conocía, le tomó por un profesor de latín o por un clérigo humanista que ahorcado había las negras hopalandas. Tocó en el brazo a Cánovas; este alargó el suyo, le enganchó de la mano, le trajo al grupo y con afecto le presentó al de Gauna: «Mi amigo muy querido, Cristino Martos, Vicepresidente, gran orador y demócrata de la congregación de la paciencia».

-Ya sabes, Antonio -replicó Martos con gracejo, después de los cumplidos-, que no soy impaciente. Los que fabricamos el porvenir sabemos esperar.

-¿Y qué dices de los nuevos ministros?

-Que no traen más que una muda de ropa política... como quien viene para pocos días... Abur. Me llama el Presidente.

Corrió a la Mesa, donde Rivero le soltó el trasto de presidir, la campanilla. Los tres del grupo quedaron riendo del gracioso dicho de Martos, y luego don Luis indicó a Cánovas que tenía mucho y bueno que contarle referente a los planes y conjuras carlistas. Desde que se puso en contacto con su entrañable amigo, contaminándose de las ideas del talentudo malagueño, contábale a este todo lo favorable a la Causa, y con más gusto quizás todo lo adverso. Aquella tarde llevaba Gauna un buen puñado de substanciosas y verídicas noticias; pero como no había tiempo para transmitirlas, propuso a D. Antonio que comieran juntos. «Convidados estamos María y yo para esta noche por la Villares de Tajo... y en nombre suyo te digo que ella y nosotros tendremos muchísimo gusto en que tú y el amigo Iranzo seáis de los nuestros, para decirlo a la francesa». Aceptaron.

Vivía la Villares de Tajo en el novísimo barrio de Salamanca, ampliación de Madrid según la norma de las grandes ciudades europeas. Del plan ideado y a medio ejecutar por el atrevido negociante, resultaba partido el escudo de esta cortesana Villa: con todo lo viejo se quedaba el oso heráldico, y lo nuevo poníase bajo la jurisdicción del madroño. En los días de mi cuento, gran parte de la nueva Madrid avanzaba en su construcción, un poquito a la ligera, y se extendía desde el terreno próximo a la antigua Plaza de Toros, por detrás de la Veterinaria y Casa de la Moneda, hacia los altos que dominan la Fuente Castellana. Por el Este quería invadir los improvisados Campos Elíseos y los tejares y paradores que afeaban los aledaños de la capital. Las dos primeras manzanas de casas, levantadas hacia el 68, respondían al genial pensamiento de Salamanca. En su interior tenían un gran patio común ajardinado, que les daba luz y aire; sus habitantes gozaban de doble fachada y no padecían la insana obscuridad de los interiores del viejo caserío.

El espíritu progresivo de Eufrasia fue de los primeros en admitir la innovación. Una de las casas de la segunda manzana, con entrada por Jorge Juan y disfrute de las luces del patio, fue adquirida por la ilustre dama, que se instaló en ella poco después de la Revolución de Septiembre. Falta decir, como última pincelada en el boceto del barrio flamante, que a la calle principal se dio primero el nombre exótico de Boulevard Narváez. La Revolución, con el criterio patriótico infantil de aquellos días, borró el Narváez para poner Serrano, y el instinto académico del pueblo condenó a muerte la primera parte del rótulo, pues no es necesario que las calles se llamen bulevares para ser aireadas, amplias y alegres... La comunicación entre el barrio y la vieja Villa era de lo más primitivo, conforme a la mezquindad y lentitud de la existencia urbana. Llevaba y traía gente un solo ómnibus con imperial, y cabida para veinte personas a lo sumo. El cobrador anunciaba las salidas con un cuerno o trompetilla, y a los clamores de esta acudían señoras y caballeros al estribo por donde trepaban al interior, o a la escalerilla de la imperial. A muchos parecía este sistema de locomoción interurbana un portento de actividad y europeísmo.

Volvió a su casa la Villares de Tajo, acompañada de su amiga María Erro, antes que terminase la sesión, que fue bastante aburrida, como una comedia moral del viejo molde. Encontró tarjeta de la Subijana, que por segunda vez a visitarla iba. Supo al propio tiempo que también había estado la señorita Céfora. La visita de la titulada sobrina era ya la tercera, y en ninguna de las tres llevó compañía de señora ni criada. Bastó la simple mención de estas personas para que María Erro, encendida en curiosidad, pidiese a su amiga información acerca de ellas. Como viuda de un Socobio, Eufrasia seguramente las conocería.

Declaró, en efecto, la Villares de Tajo que a Carolina trataba, y que de ella no podía decir nada malo. Era viuda de un don Miguel de Nanclares, caballerizo de don Carlos, por gracia de este, Marqués de Subijana. A la terminación de la guerra, quedó el matrimonio en situación precaria, y huyendo de molestias y ahogos fue a parar a los Estados Pontificios. «Don Miguel y Carolina desaparecieron, pues, de Álava, y en más de veinte años apenas se ha tenido de ellos noticia. Muerto el marido en Roma, volvió Carolina con Céfora, hará de esto dos años... Entre paréntesis, esa joven no es tal sobrina: ya lo explicaré. Volvió, digo, muy mal de ropa y de dinero, y se consagró asiduamente a reclamar del Estado las salinas de Añana, fundándose en el derecho que le había transmitido su tío paterno don Indalecio de Lecuona, fallecido en Miranda de Ebro el 66... Según parece, ha ganado el pleito, y ya está remediada de su estrechez. Yo me alegro mucho: la he felicitado de todo corazón. Carolina es mujer de talento. No tenga usted reparo en tratarla... A la inteligencia une la distinción, la bondad... Y hablemos ahora de la falsa sobrina, que bien merece capítulo aparte, porque esa sí que es historia interesante de las que parecen novela. Carolina tuvo y tiene gran empeño en entapujarla. Con esto ha dado lugar a que la gente lance a la circulación mil cuentos extravagantes: que Céfora es hija de Montemolín, que nació de una princesa de Módena... Algunos van más allá, y han lanzado a la maledicencia el nombre del Papa... ¡Qué aberración! Yo soy quizás la única persona que sabe la verdad, y no vacilo en contarla para que se entere todo el mundo. No hay desdoro para nadie en referir una verdad que corta el vuelo a las mentiras... Amiga mía, tenemos tiempo de charlar un poco antes que lleguen mis convidados. Déjeme usted dar algunas órdenes... cinco minutos no más... y luego contaré...».