XV

Conforme a los saludables requerimientos de don Pedro Vela y Carbajo, que a menudo le visitaba como cura de almas y como amigo, dedicose aquellos días el caballero de San Juan al arreglo de su conciencia. Del menudo análisis y honda meditación resultó un admirable resumen que hubo de dividir en dos partes, apresurándose a escribirlo para que las interesantes conclusiones no se le fueran de la memoria. La primera parte de aquel registro de conciencia lleva el epígrafe de Pecados, la segunda el de Tristezas, ambos rótulos puestos en latín para mayor claridad. Conviene dar a conocer los dos índices trazados por la honrada mano del noble y cristianísimo alavés.

«PECATA.- 1.º Error mío gravísimo y primer paso hacia la ignominia fue dejarme llevar al colmado por el maligno Tapia. Debo considerar como pecado mortal la cenita o comistraje en que Celestino y el demonio confabulados me entregaron a las hechicerías de la africana. Si yo no hubiera ido al colmado, mi pureza no habría sufrido menor detrimento.

»2.º Con sólo mencionar la flaqueza y el arrebato impúdico que me arrastraron hasta caer en el cieno, declaro mi pecado más horrendo, y de él me acuso. Mi arrepentimiento no empece para que yo admire una de las más bellas obras de Dios, a saber: los ojos negros y rasgados, el marfil de los dientes, el terciopelo de las patillas... y ainda mais, de la diablesa.

»3.º En el tercer artículo de mi afrenta pongo la descomunal borrachera que cogí aquella noche después de echarme al coleto un infernal bebedizo. Pecado repugnante fue la turbación a que damos el nombre de papalina, y los bárbaros despropósitos y suciedades del discurso que pronuncié subido en la silla. Parodiando a Castelar, más que a este, ridiculicé al Dios del Sinaí y del Calvario.

»4.º Culpa execrable fue haber admirado a Castelar, aunque por breves momentos y velando con escrúpulos mi admiración. Pequé asimismo cuando deseaba que Dios me concediese un poder oratorio semejante al de aquel vocinglero disolvente.

»5.º Pecado fue la cobardía que paralizó mi voluntad cuando de labios del moderno Moloch, Suñer y Capdevila, oí desvergonzados ultrajes a la Virgen Santísima y al glorioso Patriarca San José. Y no me disculpa la presunción o el hecho de que en aquel instante tuviera yo dentro de mi cuerpo unos diablillos irónicos y picarescos. Esto no me vale. Yo debí vomitar mis diablos sobre el hemiciclo, y protestar furiosamente contra el blasfemo.

»6.º El odio que de algún tiempo acá he sentido contra don Juan de Urríes y Ponce de León es un sentimiento notoriamente pecaminoso. Acúsome también de haber deseado la muerte de este sujeto, sin que me disculpe su perversidad. Abomino de mis pensamientos homicidas. Durante muchos días y noches me recreó y entusiasmó la idea de que pereciese en un desafío con espadachín más diestro que él. Quería yo ver reproducido en Urríes el caso de Celestino Olózaga, que por acometer airada y ciegamente se clavó en el sable de su contrario.

»7.º Pecado de tontería, no por menos grave, es la confianza y amistad que, por sugestión astuta de Urríes, concedí a esa serpiente llamada Tapia. Pequé de obcecación, de inocencia; falté a la lealtad que debo a mi Dios y a mi Rey, abriendo mi corazón a un traidorzuelo que con máscara carlista es correveidile de Montpensier y miserable instrumento de sus intrigas. Así me lo han asegurado personas de tanto crédito como don Pedro Vela, don Cristóbal de Pipaón y el bendito don Cruz Ochoa».

Reproducido el índice de los Siete Pecados del sanjuanista, sigue aquí el de sus Siete Tristezas.

«TRISTITIÆ.- 1.º Amor platónico y purísimo, sin ninguna esperanza, sentía yo por Fernanda Ibero cuando tan cerca de mí la veía diariamente en casa de mi tío el Marqués de Gauna. Indómitos celos me quemaron el alma cuando la vi arrebatada de amor por ese danzante de Urríes. El dolor de esta quemadura me durará tanto como la vida.

»2.º Conocí a Céfora; gusté de su dulce y blanda belleza dorada. Antes de que yo la desechase por extravagante y neurótica, me fue arrebatada por el atrevido pillastre don Juan de Urríes, a quien Dios pone siempre en mi camino para enturbiar glorias de amor. Yo habría conquistado a Céfora, enmendando con paciencia y saliva sus histéricas explosiones de risa y llanto... Luego he visto que tía y sobrina no son trigo limpio... Urríes se come la breva, y yo masco mi amargura.

»3.º Entrome la africanita por el ojo derecho; sus gracias me subyugaron. Ya he reconocido como pecado grave la pasión inspirada por una Magdalena no arrepentida. Pero la idea de redimirla no quiere abandonarme. Puesto que mi director espiritual no consiente que me meta en líos de redención, obedezco, y consigno aquí mi desconsuelo, no sin hacer constar que la doctrina de Cristo no nos veda que redimamos a quien lo ha menester, ni menos que lo hagamos por los medios y resortes del amor. Dolida está mi alma de no poder salvar la de una mujer bella y descarriada, diciéndole: 'Tú, que has amado mucho, vendrás conmigo al Paraíso'.

»4.º No disimules, corazón mío, tu aflicción por el desaire que te hicieron los propios agentes de la causa de Dios y del Rey. Ofrecieron mandarte a negociar con las Cortes extranjeras, y después nadie te dijo por ahí te pudras, diplomático. ¿Quién tiene bastante grandeza de alma para no sentir ni lamentar este vacío de la promesa no cumplida? ¿Hay otros más dignos de tan noble misión? Pues díganlo. Yo no soy ángel; yo me quejo de lo que considero doble bofetón a mi dignidad y a la Orden de caballería que profeso.

»5.º Y como no me duelen prendas, también diré que estoy dolorido por haber hablado con la africana de la sacra Orden de San Juan de Jerusalén. Tuve la debilidad de darle pormenores de la fundación y de las reglas de honor a que los caballeros estamos sometidos. Esto no debí hacerlo hasta no tener el alma de Paca bien metida en las vías redentoras.

»6.º Una de las tristezas que más lúgubremente agobian mi alma, es haber admitido socorros de dinero de ese maldecido Tapia. Verdad que este oprobio vino a mí de soslayo. ¡Perfidias de mi destino adverso! Mandome el sastre la cuenta. Yo, contra mi costumbre, diferí el pago, esperando que de Vitoria me remitieran fondos. El Celestino, que presente estaba, dijo que no me apurase. Yo, enfermo y turbado, me entristecí, suspiré... ¿Qué hizo él? Pues pagarme la ropa... Después vino con el requilorio de que ya arreglaremos cuentas. Se declaró mi administrador. ¡Canalla!

»7.º Me duele haber querido competir en vestimenta con ese silbante de Romero Robledo; me horripila deber dinero a Tapia; me amarga la idea de que, con lo que ha de venir de Vitoria, no tendré para el médico y para la quincena de casa. Heme aquí perturbado en mi admirable orden, y sacado del carril de mi método... ¿Qué es esto? ¿Es anuncio de mi próxima muerte? Si es así, acójame el Señor en su santo seno».

Así acababan las Tristezas del Bailío, que jamás contento con lo que había escrito, rehacía diariamente sus conclusiones. Por último, a fin de Mayo o principios de Junio, que en la fecha no hay claridad, viendo don Pedro Vela que el amigo se hallaba ya restablecido de sus achaquillos cerebrales y bien preparado de conciencia, determinó que no se dilatase más el acto de confesión. De acuerdo ambos en el lugar y la hora, fue don Pedro a buscar al Bailío una mañana, y juntos se llegaron a la próxima parroquia de San Sebastián. No faltó el ratito de parleta en la sacristía con el cura, el colector y otros clérigos que entraban o salían, algunos revestidos para la misa. Amigo de los más de ellos era don Pedro, y no escaseaban temas de conversación eclesiásticos y profanos. En esto, salió a la iglesia don Wifredo, con ánimo de arrodillarse en el primer confesonario que viese libre, según indicación del padre Vela; y al atravesar la nave paralela a la calle de Atocha, entre el barullo de gente que a diversos altares y misas acudía, fue atormentado por visiones que tomaban cariz terrorífico en la penumbra del templo.

Creyendo que su ánimo turbado era el forjador de tales fenómenos, avanzó don Wifredo en seguimiento de dos bultos que le parecieron Céfora y Urríes. No eran, no, fantasmas, sino reales y tangibles personas. La mística de Subijana y el guapo caballero andaluz iban hacia la puerta de la calle de Atocha silenciosos, como pedía la santidad del lugar. Fuerte coloración observó el alavés en las mejillas de Céfora, como de quien ha llorado, como de quien ha tenido excesos de pena o de alegría. El rostro del don Juan, por el contrario, era todo gravedad, decorada con palidez de buen tono. No daba Romarate crédito a sus ojos: buscando el testimonio del tacto, les cortó el paso, y poniendo su mano sobre el pecho de Urríes, dijo: «¡Ah!, ¿son ustedes?». El libertino respondió al instante: «Ha venido a confesar». «¿Y usted?». «Yo no; ella».

Miró Céfora con lástima a su vecino de habitación, y dijo: «En la capilla de los Dolores saldrá misa muy pronto. Nosotros nos retiramos ya». Y sin aguardar respuesta, se fueron... El de Jerusalén les vio salir, después de tomar agua bendita... Era una visión en que hacían híbrida pareja el misticismo y el amor. Había pronunciado Céfora el nosotros con dulcísimo acento familiar y musical, que dejó una intensa vibración en el alma del pobre don Wifredo. Este, cuando el andaluz y la rubia de Subijana salieron, se sintió en pavorosa soledad, sin que el ruido de pisadas y las caras del gentío que se agolpaba frente a los altares le aliviaran de tan ingrata sensación.

Como quien huye, atravesó la Iglesia en dirección de la salida por la calle de las Huertas, y junto a la capilla de la Novena vio un apiñado grupo con más mujeres que hombres. Acercose... más propio será decir que el grupo le atrajo. Fue magnetismo, fue el efecto de una enorme irradiación vital. El grupo era una boda que esperaba la bendición, y en él estaba Paca la africana con otras mujeres, todas con mantón negro de largo fleco y flores en la cabeza. Al ver a su conquista, resplandeciente de hermosura, el sanjuanista estuvo a punto de perder el conocimiento. Luego se le achisparon los ojos; acercose más hasta enredar sus dedos en el fleco sedoso que dejaba traslucir la torneada mano de la hetaira, y articuló palabras balbucientes. «Sí, sí, Gaifrido -dijo la moza, que así solía llamarle-: venimos de boda... Pero no soy yo la que se casa, sino la Eloísa... ¿no te acuerdas? Tú la conoces... estaba con nosotros aquella noche... cuando cogiste la gran mona... Es buena chica, honrada en lo que cabe... con mucho ángel...

-¿Y es casamiento de verdad... o...?

-¿Pues dónde estamos, Gaifrido, más que en la santa iglesia?... Ha tenido esta chica la gran sombra de encontrar un chico honrado y caballero... mírale allí... José Cornejo, que sin hacer caso del qué diréis lenguas, la saca de vida esclava y la trae a un altar, pasándose el mundo por las narices... Ya ves... para que aprendas. Eso hacen los hombres de corazón. Cornejo es guarnicionero, y trabaja en los arneses de la caballería, por lo que también es caballero como tú... Ahí tienes un hombre.

-Redención -dijo el alavés anegando sus miradas en los negros y fúlgidos ojos de Paca, que a su parecer (al de Bailío) alumbraban la iglesia-. Redención... lo que yo pienso, lo que yo predico, y no me entienden... Sólo que yo... no puedo... un cruzado de Jerusalén no puede, Paca... ¿Y la novia ha confesado? ¿Por qué no confiesas tú también, y limpias, barres y deshollinas tu conciencia? No hay otro camino... Yo he venido a eso... Te he visto. Estás guapísima. Tu hermosura es obra del Omnipotente, y esto se lo digo yo a don Pedro Vela y al Verbo divino. ¡Ay, Paca, Paca, yo estoy loco! ¿Cómo toco yo a redimir sin dejar de ser caballero... y cómo me pongo mi manto si redimo?... Que venga Dios y lo vea; que venga el Dios del Sinaí, mi particular amigo, y lo vea también... y que venga...

Alzando gradualmente la voz y descomponiéndose, llegó a promover alarma y tumulto en el santo recinto. La gente acudía escandalizada, las misas se quedaban sin oyentes. Perdida por completo la noción del lugar donde estaba y toda idea de comedimiento, avanzó don Wifredo hacia la nave principal, y allí, de cara al altar mayor, aterró a los fieles con sus gritos y sus descompasadas gesticulaciones... El primero que acudió a contenerle, echándole los brazos, fue don Víctor Ibraim, que salía ya para su casa. Después apareció consternado don Pedro Vela; tras él el párroco, y algunos otros clérigos, sacristanes y monaguillos. En tanto, el grupo de la boda entraba en la capilla donde los novios habían de recibir las santas bendiciones.

Fue don Pedro Vela el que primero logró imponer su autoridad al desdichado Bailío, haciéndole ver el escandaloso sacrilegio que cometía. Voces y músculos cedieron, agotada pronto la energía del pobre señor, y fácilmente le condujeron a su casa el mismo Vela y don Víctor Ibraim. Buena parte del día pasó el alavés sin que remitiera la exaltación. Por la tarde, al fin, quedó el hombre tranquilo; comió en su aposento; fueron a verle algunos amigos, y él se mantuvo correcto en la breve tertulia, más atento a sí propio que a las ajenas voces. No faltó aquella noche la de Subijana, mostrando tanta estimación como lástima del desdichado amigo, y mientras hubo con quien mover la sin hueso, allí se estuvo parloteando. Don Pedro Vela fue el que más tiempo devanó con ella el hilo de la conversación. Carolina desplegó aquella noche una locuacidad diluviana. El motivo de este desbordamiento no era otro que la venturosa solución del pleito de Salinas; que la felicidad engendra el optimismo, y este suelta las esclusas de la palabra.

«Al fin se me ha hecho justicia, señor don Pedro -dijo la dama-; al fin se me entrega el patrimonio de mi familia, y yo estoy loca de contento deseando volver a mi tierra».

-A usted -replicó el capellán de las Descalzas- la llama el Norte; la llama el país de sus antepasados, de sus recuerdos. Desea respirar el aire de las montañas, y... digámoslo de una vez... el aire carlista... Yo, señora, no la sigo a usted por ese camino: soy partidario acérrimo de la Reina destronada, y no hay quien me saque de las casillas de mi lealtad.

Observando que don Wifredo, adormecido suavemente, abandonaba su cabeza en el respaldo del sillón, aguardó un instante, y en voz baja dio esta réplica al digno sacerdote:

«Ahora que nuestro buen amigo no se entera de lo que hablamos, señor don Pedro, puedo decir a usted que los partidarios del nieto de don Carlos María Isidro no harán otra cosa que perpetuar la Dinastía de la Pretensión... no sé si me explico».

-Lo entiendo muy bien -dijo Vela-, y abundo en las ideas de usted. Será ese joven Pretendiente III, pues aquí no hay más Reina efectiva que doña Isabel II.

-Y en todo caso, la Señora tiene un hijo que dentro de algunos años estará en edad de ceñir la corona.

-Es prematuro hablar de Alfonsito. Su madre, calumniada y escarnecida por los que se ensalzaron y se enriquecieron a su sombra, ha de volver al Trono, y una vez restaurada en él, abdicará o no abdicará... Ella es quien ha de decidirlo.

Dormía profundamente don Wifredo, la cabeza tendida hacia atrás, abierta la boca, por la cual respiraba con áspero ronquido, las manos cruzadas sobre el vientre. Del angélico sueño del Bailío, que era como un alejamiento a cien leguas de la realidad, se aprovechó Carolina para echar de sí las ideas ingeniosas que a continuación se expresan.