XII

Dos días hubo de permanecer en cama el noble caballero y otros dos sin salir de su aposento: tan desquiciado le dejó la estúpida broma de aquella noche infausta. Los huesos le dolían como si se los hubieran quebrantado en bárbara paliza; su cerebro era como abierta jaula, de la cual habían huido la memoria y el entendimiento... Hizo Tapia por consolarle, diciéndole que todo caballero había corrido alguna borrasca de mujeres y vino, y que hasta los hombres más sesudos y escrupulosos tenían anotada en su vida una borrachera, como tributo pagado a la virilidad. Ni admitía ni rechazaba Romarate estas ideas, pues su ánimo se estancaba en un fondo cenagoso de idiotez y marasmo. Casi a la fuerza, Celestino le obligó a vestirse; le sacó a la calle, y después de pasearle en coche por la Castellana, le condujo a un café donde almorzaron; y cumplida esta elemental obligación para con la máquina corporal, se fueron al Congreso.

Era el 26 de Abril. Ya se había discutido la cuestión religiosa en la totalidad del proyecto de Constitución. Faltaba examinar los artículos 20 y 21, en que se concedía de una manera farisaica y meticulosa la tolerancia de cultos. Aunque mucho se había dicho de tan grave materia, mucho y bueno quedaba por decir. La expectación era grande; las tribunas estaban llenas antes de empezar la sesión. Propuso don Wifredo a su amigo quedarse en el Salón de conferencias, donde no faltarían ociosos con quienes engañar las horas en dulce charla. Pero anhelando Tapia para sí y para el Bailío las fuertes emociones, a remolque le llevó arriba, y se colaron en la tribuna de periodistas, donde aquel gran entrometido tenía vara alta.

Viose, pues, el ilustre hijo de Álava en un mundo nuevo y desconocido, el mundo de la Prensa, formado por personal de diferentes castas y procedencias, por hijos de diversas madres políticas, amamantados antes con unas leches, ahora con otras. Lo que a primera vista le causó más sorpresa, fue ver confundidos en cháchara compañeril a los que seguían las inspiraciones de don Pedro la Hoz y a los que las recibían de Castelar o Rivero. «¿De modo -se dijo- que en este coro angélico se practica la libertad de cultos?». Nueva sorpresa fue para él que los folicularios de Dios y los de Luzbel aparecieran también unidos para ofrecerle en aquel beaterio sitio de preferencia donde pudiese ver y oír cómodamente.

Ya empezada la sesión, pudo observar el alavés que algunos de aquellos pícaros le miraban con cierta malicia, y apartados murmuraban risueños. Por Tapia, que entre ellos se sentaba y con todos alegremente departía, sabían el nombre y condición social del caballero. El que a su lado estaba, como los demás prevenido de lápiz y papel para extractar los discursos, le ofreció caramelos, y entrando en conversación con él sobre si estorbaba o no en aquel sitio, le dijo: «Usted no estorba en ninguna parte, y para nosotros es un honor tener en nuestra compañía al señor don Gaiferos».

Al pronto, tuvo el Bailío por irrespetuosa la alteración de su nombre de pila, y poco le faltó para corregir airadamente al picaresco escritorcillo; pero luego reflexionó que el Gaiferos no era más que la castellanización castiza del gótico nombre, como está escrito en los libros de caballería y en los romances de gesta. No había, pues, motivo para enfadarse por un rasgo de erudición. En esto, había empezado a discursear un orador republicano de lucida estatura y semblante un poquito diabólico, rostro largo y huesudo, frente ancha, ojos vivos, pelos negros y erizados en tres mechones, uno por arriba y dos en las regiones temporales; barba en la forma que llaman de candado, también negra, partida como cola de pez mitológico; figura, en suma, semejante a la que se ve en la parte inferior de algunos retablos. El periodista dijo así a su vecino: «Este es Suñer y Capdevila, diputado federalista, y ateo él gracias a Dios». Y a poco de oír el nombre, oyó don Wifredo de boca del orador esta frase sintética: «Ni el Gobierno ni la Comisión han comprendido bien la idea nueva, y voy a decírselo. La idea caduca es la fe; el cielo, Dios. La idea nueva es la ciencia, la tierra, el hombre».

Sorprendió a don Wifredo la idea; mas no levantó en él indignación. Se sentía caído, amilanado; yacía su alma en un pantano de indiferencia o cobardía, en el cual dormitaba la perezosa voluntad. Las graves cuestiones de conciencia no tenían fuerza para sacarle de allí, y pasaban sobre él como aves errabundas, dejando caer la vana elocuencia de sus cantos o graznidos. No pudo confiar su impresión al vecino más próximo en la tribuna, porque el diligente cronista transcribía con rápida mano las palabras del ateo... Este la emprendió luego con Jesucristo y la Virgen María, en forma tan irreverente, que toda la Cámara y las tribunas respondieron con murmullos... Romarate estaba perplejo; no sabía qué pensar. El orador dijo: «Jesús, señores diputados, fue un judío, del cual todos los católicos, y sobre todo las católicas, tienen una idea equivocadísima... Jesús fue hijo de un carpintero... Según San Mateo, siendo María desposada con José, antes que vivieran juntos se halló haber concebido del Espíritu Santo...». El Bailío, cada vez más lelo, buscaba en los rostros circunstantes el efecto de aquellas palabras. Oyó claramente la voz de Tapia, exclamando: «¡Bárbaro!... ¡fuera!». Otras voces oyó, que por un momento ahogaron la voz del orador.

«¿Qué ha dicho?» preguntó don Wifredo al periodista.

-Que San José... no sé... que no conoció a María... que esta tuvo otros hijos, a más del primogénito... Ese tío está loco... Aquí no se pueden decir ciertas cosas...

Trató la campanilla presidencial de atajar al impío; este, con diabólica impavidez, hablaba del sentido que debemos dar a la palabra bíblica conocer. Quería demostrar que María tuvo más de un hijo, y que Jesús no provenía del Espíritu Santo... Rivero, haciendo de San Miguel, ponía el pie sobre Suñer, aunque aparentemente los golpes caían sobre la mesa... Pero Suñer no se daba por entendido. Su calma y la feroz tranquilidad de su acerba crítica podrían tener expresión propia cuando el lenguaje paradójico nos consintiese hablar de la frialdad del Infierno. «No debe olvidar Su Señoría -decía el Presidente furioso, descargando la espada ondeada sobre la testa dura de Suñer- que no discutimos aquí la religión, sino la forma política que debemos dar a la religión en España». Y el Belcebuth parlamentario devolvía la admonición con este zarpazo y coletazo de tente tieso: «Mi enmienda abraza dos partes: primera, que los españoles tengan libertad de profesar cualquier religión; segunda, que estén en libertad de no tener ninguna... He indicado que sería una ventaja para los españoles el estar limpios de toda religión...».

Oyendo estas cosas, don Wifredo vacilaba entre la risa y el enojo. El periodista su vecino le dijo con marcada socarronería: «Gracias a Dios que oímos aquí a un hombre de fe... ¿No cree usted que este Suñer es el evangelista del porvenir, y que su ateísmo es obra de la gracia divina?». Sin comprender el burdo humorismo de esta frase, Romarate asintió con sonrisa y cabezadas. Y luego, para su chaleco se dijo: «Estoy degradado. Busco en mí mis opiniones, y no las encuentro... efecto de la embriaguez y de andar entre Magdalenas que no quieren arrepentirse». Sus ojos buscaron a Tapia, el cual alarmado le miraba, temiendo que las horrendas herejías del orador afectaran al puntilloso paladín católico, y que este se disparase a una protesta ruidosa en plena tribuna. Pero Romarate parecía tranquilo y como aletargado. A las preguntas que por señas le hacía Celestino, contestó a media voz... «No oigo nada... Estoy sordo». Poco después de declarar el Bailío su sordera, Suñer y Capdevila soltaba nuevas y más detonantes bombas. Véanse algunas de estas: «La ciencia debe sustituir a la fe, el hombre a Dios...». «La moral se deriva directamente del hombre...». «El hombre no será hombre mientras Dios sea Dios...».

Por último, entre la Presidencia, que quiere cerrar a todo trance la boca del diablo republicano, y este y sus amigos co-diablos, que afirman ruidosamente su atea libertad de pensamiento y de palabra, se entabla un vivo diálogo. La Cámara, salvo el cotarro de la izquierda, apoya con calurosas excitaciones al Presidente; el orador sucumbe al fin a los golpes de los innumerables San Migueles que surgen de los escaños. Todos creen, todos envainan su indiferentismo práctico, para blandir el ondulado acero religioso que les ayuda a conservar sus posiciones políticas... El Satán parlamentario, acusado de una parte y otra por las voces que le motejan y las manos que le presentan cruces, repliega su cola erizada de escamas, esconde sus uñas, y con amargura flemática dice que no puede continuar apoyando su enmienda. Se sienta... Don Wifredo alarga su cabeza... ve desaparecer los cuernos del ateo entre las cabezas de los cachidiablos que le felicitan.

La necesidad de respirar aire no tan impuro como el de la Cámara, puede más que el entumecimiento perezoso del señor de Romarate. Se levanta; salta trabajosamente de la grada inferior a las superiores; su vecino le ayuda... Tropieza en unos y otros. Pide perdón, y una voz dice: «Tiene ángel este don Gaiferos». Suénale a burla el Gaiferos; pero le faltan alientos para protestar... Al fin, sus manos encuentran las del amigo Tapia, que le ayuda a salvar los últimos obstáculos para salir al pasillo. Tras de sí, en la cavidad rojiza y negra de la Cámara, deja un vago rumor de tempestad que gradualmente se apacigua, y una como neblina o tenue polvareda, producto de las retóricas emanaciones. «¿De veras está usted sordo?» le dice Tapia cariñoso. «Sordo del espíritu -replica el alavés-, impedido del pensamiento. No sé razonar, no sé juzgar. Me encuentro acorchado, o algodonado... Es atroz... no sé qué me pasa».

El portero le ofreció una silla en la antesala de la tribuna para que descansara. Dábase aire el Bailío con un pañuelo. A su lado, algunos periodistas disputaban. «Eso no puede decirse en un Parlamento...». «En un Parlamento se dice cuanto es menester para fundamentar la opinión que se profesa...». «¿Pero qué tiene que ver la Sagrada Familia con la libertad de cultos?...». «¿Pues no ha de tener que ver? El Estado me manda que adore a San José, y yo, en uso de un derecho indiscutible, me niego a ello...». «No es eso... por Dios, no es eso...». «Suñer no predica el ateísmo; no hace más que proclamar el derecho a no creer en nada». Uno de ellos, no de los más jóvenes, se dirigió a Romarate con frase afable y benévola: «Habrá usted pasado un rato amarguísimo. No debe venir aquí el que no pueda dejarse las creencias en la calle de Floridablanca».

A esta y otras indicaciones de los que a su lado bullían, contestaba don Wifredo indistintamente, abanicándose, sí sí, o no no, sin saber a qué ideas asentía ni cuáles reprobaba. Un amigo de Celestino tomó la defensa del diablo Suñer, encareciendo así sus virtudes privadas, las únicas que tal nombre merecen: «Es un hombre honradísimo, excelente padre de familia, cumplidor exacto de sus deberes en todos los terrenos. No ha necesitado extraer del catecismo su moral... y es benigno, generoso, indulgente... Ensalza a los buenos y detesta a los malos, sin preguntarles a qué religión pertenecen. Ama la ciencia, y la practica como médico. Respeta la fe... La fe suya arranca de la Naturaleza. No hace mal a nadie. Don Juan Prim, que le conoce bien, le ha retratado en pocas palabras: un santo que no cree en Dios».

Despidiéndose del grupo de periodistas con un solo saludo para todos, don Wifredo se agarró al brazo de Tapia, y con trémula voz le dijo: «Lléveme usted hasta la calle... No sé qué tengo...». Bajaron la escalera entre un gentío bullicioso que comentaba la crudeza brutal del enviado de Pero Botero. Alarmado Celestino por la palidez y temblor del Bailío, quiso levantar su ánimo con palabras lisonjeras: «También hoy había mujeres bonitas en las tribunas... ¿No ha reparado usted?».

-Sí, no... no sé... Algo sordo... También un poco ciego... Yo miré... Sobre las tribunas flotaba una niebla... Las caras de las mujeres, confusas, borradas... Abajo, lo mismo... Yo no veía claro más que el testuz cabrío y el corpacho peludo de ese Capdevila... Estoy trastornado, ¿verdad?... Pues en las tribunas de enfrente vi a Paca la africana, que no quitaba de mí sus ojos.

-Ilusión, fantasmagoría -dijo Tapia riendo-. Esas no vienen a las tribunas del Congreso.

-Alucinación, burla de mis sentidos... Como la llevo en el alma, la veo donde no está.

Suspiró con ansia el caballero, y al llegar a la calle requirió a su amigo para que hasta la de Atocha le acompañara. Temía perderse, tropezar con los transeúntes, caer al suelo... se sentía muy mal. Accedió el otro condolido y atento, y en aquel triste camino rompió de nuevo el silencio el buen Romarate para franquear al compañero las singulares anomalías de su espíritu. «Esa mujer, esa africana -dijo parándose para tomar aliento-, me tiene loco; se ha metido en mí... y con ella dentro de mí, yo soy otro hombre: ya no soy aquel, aquel...». Asintió el adlátere, temiendo que la contradicción acreciera el desvarío, y entreteniéndole con frases amenas, le llevó hasta su casa.

Subieron. Opinó Celestino que al instante debía meterse en cama, y prevenida doña Leche para disponer lo necesario, pronto quedó entre sábanas el atribulado sanjuanista. La vicepatrona se apresuró a traer un tazón de tila bien caliente. Con la pócima se templó y sosegó el enfermo... No hacía falta más que reposo y descargar la cabeza de pensamientos vanos. De esto hablaban, cuando el cruzado de Jerusalén con brusco ademán mandó salir a doña Leche; atrajo a sí al amigo con otro gesto menos autoritario, y señalándole una silla próxima al lecho, amplificó y aclaró los conceptos expresados en la calle.

«Sí, señor de Tapia, soy otro hombre... Ya no soy aquel Frey don Wifredo de Romarate que vino de Vitoria dos meses ha con el cura Pipaón. Madrid me ha embrujado, o para decirlo más claro, me ha endemoniado... ¡Oh noche aciaga, oh infaustas horas, oh vilipendio! Y yo me digo: ¿No es lógico suponer que en aquellas tomas de aguardientes venenosos, bebí alguna droga de maleficio?... Si no, ¿cómo me explicaría usted, señor de Tapia, que desde aquella hora se encendiera en mí con tal furia el amor de Paca, llegando mi locura al punto de que la imagen de ella no se aparta ya un instante de mi pensamiento?... Yo sé de muchos casos en que el jugo de ciertas hierbas y la substancia de ciertas alquimias enardecen la ilusión en el hombre, y le ponen más enamorado... hasta morir de incendio de amor. Esto es un hecho... Y yo miro a mi interior, y digo que con la pasión ha entrado en mí una villana condescendencia con la demagogia y las ideas anárquicas».

Tomando resuello, prosiguió así el caballero sin ventura: «Se me han metido en el alma uno o varios demonios, que a este paso pronto harán mangas y capirotes de mi nobleza, de mi honradez pura y hasta de mi santo temor de Dios... Ya no me asusto de oír menospreciar a Jesucristo. Agravian a la Virgen Santísima, injurian al bendito San José, y me quedo tan fresco... ¿Es esto lo que llaman meta... metamorfosis, o qué demontres es? Dígamelo, por los clavos de Cristo. Para que vea usted cómo estoy, sepa que a ratos tengo a Castelar por el primer orador entre los nacidos... Hay dos Dioses: el del Sinaí y el otro... Oigo ruidos extraños... la demagogia patalea dentro de mí... Siento pasos... la incredulidad y el ateísmo llegan a la calladita y me acechan en un rincón del cerebro... Divertido es esto, como hay Dios... Y para concluir, señor y amigo particular, tráigame a mi africana; que si ella me ha ocasionado con sus gracias hechiceras este turris-burris, ella sola podrá quitármelo... Vaya usted; cuéntele lo que me pasa... vuelva pronto con ella».

Inquieto y locuaz estuvo don Wifredo buena parte de la noche. Tapia no se separó de él hasta dejarle sosegado y vencido del sueño, bajo la custodia de las sirvientes de la casa.