I

Faltome tiempo y espacio para referiros un suceso doloroso acaecido en la familia de Santiago Ibero. Si me dais licencia, emplearé mis ocios en adobar esta y otras historias particulares anotadas en la cuenta de los años 1869 y siguientes, las cuales a mi entender no deben perderse en el sumidero del olvido, a donde paran muchas historias públicas pregonadas y trompeteadas por esa gran voceadora que llamamos la Gaceta. Los íntimos enredos y lances entre personas, que no aspiraron al juicio de la posteridad, son ramas del mismo árbol que da la madera histórica con que armamos el aparato de la vida externa de los pueblos, de sus príncipes, alteraciones, estatutos, guerras y paces. Con una y otra madera, acopladas lo mejor que se pueda, levantamos el alto andamiaje desde donde vemos en luminosa perspectiva el alma, cuerpo y humores de una nación... Por lo expuesto, y algo más que callo, pedida la licencia, o tomada si no me la dieren, voy a referir hechos particulares o comunes que llevaron en sus entrañas el mismo embrión de los hechos colectivos. El caso es este:

Primogénito de Santiago Ibero y de Gracia (la niña segunda de Castro-Amézaga) fue aquel ambicioso y desengañado joven cuyas andanzas a tiempo se relataron. Siguiole en el orden de sucesión Demetria Fernanda, nacida el 45, y el 47 vino al mundo Fernandito Demetrio. Por un caso de trasposición harto común en el habla doméstica, los segundos nombres de la niña y su hermanito pasaron a primeros, quedando así confirmados por el uso para toda la vida. No bien cumplidos los veintitrés años, era Fernanda una moza de opulenta hermosura, flor de la ibérica raza, traslado y reproducción femenina de su padre, de quien tenía los ojos negros y la mirada quemadora, la riqueza sanguínea, el cuerpo espigado, el andar resuelto, la terquedad aragonesa batida en el yunque riojano. Era de ventajosa talla; en las anchuras moderada, en las delgadeces recogida; la tez morenita, la boca no pequeña, roja y dulcísima. En el regazo moral de su madre y su tía Demetria, aprendió Fernanda todas las virtudes, y se revistió de aquella honestidad y comedimiento que tan bien cuadraban a su linaje por ambas ramas. La tenacidad de su carácter, la espiritual fuerza polarizada en dirección del bien, existían envueltas en capitas de dulce modestia, semejantes a las túnicas delicadas que protegen a ciertos frutos en formación.

La vida provinciana, casi lugareña, fomentaba en Fernanda un estado psicológico de puro desarrollo interno. Ni los padres habían pensado en casarla, ni anduvo ella en tanteos candorosos de novios o pretendientes, como es ley de vida en toda jovencita, aun las mejor nacidas, sin que por ello se empañe su pureza. Mostrábase con los jovenzuelos graciosamente esquiva; teníanla algunos por orgullosa o encopetada, de estas que se reservan y custodian en espera de un partido principesco, y cuando vuelven de su encanto se encuentran aderezando trapitos para vestir al Niño Jesús. Gustaba Fernanda de componerse y acicalarse con toda la elegancia posible, según las modas que a La Guardia llegaban perezosas; su presunción, encerrada escrupulosamente en la medida de la modestia, se producía dentro de los cánones de un gusto exquisito.

Amaba también la niña de Ibero el teatro, la sociedad, el baile decoroso, y por esto los amantes padres, atentos a dar gusto a una hija tan buena, pasaban en Vitoria dos o tres meses de invierno para presentarla en lo que socialmente llamamos el mundo, darle el goce de las representaciones escénicas por buenos cómicos, y alegrar su venturosa y lozana juventud. Completaban estas expansiones, en cierto modo educativas, las escapadas a Burdeos, en verano, con sus tíos Demetria y Calpena. En Royan pasó Fernanda semanas alegres de agosto en medio de una risueña sociedad de veraneantes. Allí, y en la gran ciudad girondina, se soltó en el francés, practicando lo poquito que sabía; dominó el acento y las fórmulas elementales de la conversación; perfiló su natural elegancia, corrigiendo la rigidez de modales y el hablar reducido y dengoso de las señoritas de pueblo.

A su fin corría con paso incierto el año 68, atropellando sus días inquietos entre clamorosas disputas. Habíamos hecho una revolución con el instrumento naval y militar, trayendo después al pueblo a que la confirmara, y apenas cogieron los nuevos estadistas el manubrio de gobernar, saltó la cuestión batallona: si quitado el Trono debíamos poner otro, o constituirnos en República. Y los españoles se encendieron en porfías y altercados sin fin. La oratoria, que había sido achaque de algunos escogidos habladores, se hizo manía epidémica, y hombres, mujeres y aun chiquillos, salieron perorando a cántaros, cada cual según su tema o sus humores. Los más fríos argumentaban así: «Pero, hombre, no es poco trabajo carpintear ahora un trono con las astillas del que acabamos de romper». Y esta discusión primaria pronto había de ramificarse en variedad de peloteras. Los republicanos despotricarían sobre si la República debía llevar penacho unitario, federal o mixto, y los monárquicos andarían a la greña por si encasquetaban la corona en esta o en la otra cabeza.

A principios de Diciembre, el Gobierno llamó a Cortes Constituyentes, fijando los días de las elecciones y de la apertura de la gran Asamblea en que se había de desescombrar a España, y enderezar lo caído, y poner mano en las nuevas construcciones planeadas por los revolucionarios. Y allí fue el correr los candidatos a sus casillas electorales, y el remover en ellas voluntades y opiniones, soltando la catarata de sus discursos. El ardor sectario en algunas localidades, la intriga y los amaños de amistad en otras, la tutela oficial en casi todas, iniciaron la campaña, tempestad ruidosa y fulgurante.

Pues Señor... la nube electoral descargó en La Guardia un candidato joven, de sonoro nombre y extraordinarios atractivos personales. Era don Juan de Urríes y Ponce de León, andaluz segundón de la casa noble de Ben Alí. Llevaba una expresiva carta de Sagasta para Santiago Ibero, en la cual, después de enaltecer la caballerosidad y el patriotismo del ilustre candidato, se indicaba que el Gobierno Provisional le vería con gusto representando en las Cortes Constituyentes la circunscripción de... (No aparece claro en los apuntes recogidos para esta historieta si la provincia agraciada con tan esclarecido candidato era Burgos, Álava o Logroño. Lo mismo da.) Cartas llevaba también de Olózaga para los pudientes de Oyón y Treviño; otras, que había de entregar en Vitoria, para ilustres canónigos y respetables veteranos del carlismo. Según decía Sagasta a su amigo Ibero, el gallardo joven no tenía ya cabimento en ninguna casilla electoral de su tierra, pues la que estaba vinculada en la familia Ben Alí la representaría el Conde de este título, hermano mayor del don Juan de Urríes. Seguía este las banderas de la fracción o estamento unionista, compuesto de graves y aprovechadas personas. ¡Y tan aprovechadas! Como que sin ellas nunca se habría hecho la Revolución.

Por de contado, Ibero aposentó en su casa y agasajó cumplidamente al señor de Urríes, caballero de acabada hermosura varonil, años veintisiete, soberbia estampa, realzada por un hablar fácil y gracioso, que era el encanto de cuantos le oían. Muy honrados se consideraron Ibero y Gracia con tal huésped. Don Juan respiraba nobleza, elegancia; su traje y modales eran la misma distinción; sus pensamientos, expresados con exquisito donaire, revelaban un alma tan selecta como sus corbatas, y sentimientos primorosos, bien limpios y esmeradamente planchados. Aconteció que la visita de Urríes coincidía con la época en que los Iberos se trasladaban a Vitoria a cuarteles de invierno. Como el candidato había de seguir el mismo derrotero, no hubo necesidad de alterar planes, y allá se fueron todos. Demetria y su esposo don Fernando Calpena estaban a la sazón en Madrid con sus hijos.

Aunque los Iberos tenían casa propia en Vitoria, creyérase, por lo mucho que lo frecuentaban, que vivían en el palaciote de los marqueses de Gauna, parientes de Gracia por doña María Tirgo y el cura Navarridas, ya difuntos; parientes de Ibero por los Barandas y Pipaones... No vendrán ahora mal cuatro pinceladas descriptivas de la casa de Gauna y de sus moradores en aquellos años, gente de atildada bondad y llaneza no incompatibles con el rancio abolengo. Casos notables de longevidad ilustraban aquella mansión, descollando en ella el añoso don Alonso Landázuri, marqués de Gauna, del hábito de Santiago, que a su título añadía esta pomposa coleta: Juez Superintendente de Arcas y Tesoros de Encomiendas vacantes y Medias annatas. Llevaba a cuestas noventa y seis inviernos, y aún tenía cuerda para un rato. Seguíanle en la serie cronológica otros vejestorios disecados y señoras embalsamadas: don Tirso Pipaón, sobrino del Marqués, fraile exclaustrado que había sido Provincial de la Orden de Predicadores de Alcarria y tierra de Toledo, supra Tagum; doña Manuela Tirgo y Sureda, viuda de un alto funcionario de la corte de Oñate; otra momia nombrada doña Rita de Landázuri, solterona, hija del Marqués; don Wifredo de Romarate, sobrino de Gauna, Bailío de Nueve Villas en la Militar Orden de San Juan de Jerusalén. Completaban la lista dos clérigos: el uno, ex-Capellán del Hospital de Convalecencia de Unciones; el otro, ex-Canónigo cuarto de optación en la insigne Iglesia Colegial de Santo Domingo de la Calzada, después Canónigo entero en la de Logroño.

En este museo de antigüedades destacábanse con juvenil colorido los presuntos Marqueses de Gauna: él, don Luis de Trapinedo, nieto del casi centenario don Alonso; ella, doña María Erro Sureda y Arias Teijeiro, que por los cuatro costados de su nombre declaraba su sangre carlista. Ambos eran agradables, hablaban y casi pensaban a la moderna. Tenían dos hijas muy monas, la mayor de la edad de Fernanda, sencillitas, inocentes, menos bellas y más provincianas que su amiga, y dos chicos adolescentes que estudiaban en el Instituto. Esta generación alegraba la casa holgona y feudal, enclavada en la ciudad antigua entre las calles de Zapatería y Herrería. Las familias de Trapinedo y de Ibero eran la vida y el color en medio de aquel ennegrecido retablo de ricos omes, fijosdalgo, dueñas acecinadas y reverendos eclesiásticos curados al incienso.

Viejos y jóvenes acogieron al caballero Urríes con deferencia y noble agasajo. Harto sabía él, consumado artista social, adaptarse a todos los medios; en la masa de la sangre tenía la facultad de asimilación, y en su labia flexible y chispeante un arsenal inagotable de recursos persuasivos. Conversando se llevaba de calle a todo el mundo; su dicción derramaba sin tasa la sal andaluza, sin ceceo, por haberse criado en Madrid. Entendía de linajes y entronques nobiliarios; de costumbres, modas y estilos de elegancia; usaba la sátira con donaire, la crítica con apariencias de buen sentido: el gracejo de los chascarrillos que contaba hacía desternillar de risa a las momias del palacio de Gauna; el propio don Alonso se estremecía riendo con muecas de ultratumba.

A los primores de la cháchara jovial añadía don Juan de Urríes el don singularísimo de impresionar a las mujeres con tonos y conceptos de fácil entrada en el corazón de ellas... Ya se adivina el resto... y es que con sólo unos pocos días de trato en La Guardia y otros tantos en Vitoria, quedó Fernandita intensamente enamorada del don Juan, y llegó a prender en ella el fuego de amor con tal furia, que pronto fue incendio imposible de apagar. Ni ella trataba de sofocarlo; antes bien dejábalo crecer, dejábalo crepitar, echando en la hoguera toda su alma inocente.

El galán, vista la facilidad de su conquista, procedía con las formas pulcras del que ante todo anhela conservar su opinión y timbres externos de caballero. Buen cuidado tuvo de no salirse ni una línea del campo de la corrección: sagaz calador del corazón femenino, entendía que era imposible llevar su conquista por caminos apartados de la pura honestidad. Con toda su pasión y ciego delirio, Fernanda no le habría seguido. Podían mucho en ella la educación, los ejemplos de su familia y el carácter rígido de su padre. El don Juan supo enarbolar desde los primeros arrullos la bandera de matrimonio, pues si así no lo hiciera, la niña se habría llamado a engaño, dándose a la muerte antes que a la deshonra. No tardaron los padres en hacerse cargo; que la comunicación, por miradas, actitudes u otros chispazos del alma, llegó pronto al punto en que el secreto se vende a sí mismo. Padres y amigos tuvieron por venturoso el hallazgo de un porvenir... Quedaba la tramitación del noviazgo hasta la petición y las nupcias, cuesta que los enamorados suben con brincos de impaciencia y los mirones bostezando. Así es la vida: brincos aquí, bostezos allá.

Desde que la violentísima ráfaga de amor arrebató el alma de Fernanda, esta no tenía sosiego: la extremada felicidad le dolía, y las risueñas esperanzas la punzaban. Era como una protesta de la naturaleza humana contra la irrupción insolente del bien. Recordaba el dicho eclesiástico de que hemos nacido para sufrir, no para gozar. Se impacientaba por llegar al fin, a la solución de lo que tenía siempre, a pesar de la indudable formalidad del caballero, el ceño del enigma. A ratos temía morirse antes de casarse, que muriese don Juan, o que un espantoso cataclismo hundiera en abismos de fuego a toda la humanidad. Y a ratos su felicidad se reclinaba en la confianza, y de todo su ser despedía torrentes de luz.

¡Cuántas veces, paseando por el campo con el galán, la hija mayor de Trapinedo y el cura don Tirso Pipaón, creía Fernanda que no pisaba el suelo, sino una nube convertida en alfombra; que todas las cosas visibles eran bellas, que las alturas de Gorbea podían alcanzarse con la mano, que las coles sonreían y los árboles secos cantaban al paso del viento por entre las ramas ateridas! Los burros cargados de leña o de ladrillos eran guapísimos, los grajos parleros, las ranas elocuentes, y los rastrojos de la tierra encharcada pensiles cubiertos de flores. Los ojos negros de la señorita enamorada devolvían a la Naturaleza el amor que de esta recibía, y apenas devuelto lo tomaba de nuevo. Con este ir y venir, las miradas fulgentes de la niña de Ibero encendían el cielo, abrasaban la tierra, y derretían la nieve que en aquella cruda estación blanqueaba las alturas.