Escenas de Lima
de Juana Manuela Gorriti


Risas y gorjeos

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¡Helas ahí! Como las golondrinas en una mañana de primavera, llegan riendo, cantando y derramando en todas partes a su paso, luz y alegría; en todas partes... ¡hasta en mi corazón! Sus nombres mismos son armoniosos y dulces como una caricia: ¡Emma! ¡Julia! ¡Rosa! ¡Eleodora! ¡Cristina! ¡Florinda! El alma rejuvenece al contacto de esas jóvenes flores que comienzan a abrir su cáliz a las promesas de la vida; y plácele seguir el vuelo vagaroso de sus ilusiones, como a la mirada el de esas bandadas de blancas aves que cruzan el cielo en las tardes de verano.

-¡Qué trozo tan bello es ese que acabas de cantar, querida mía! No lo conozco. ¿A qué partitura pertenece?

-Es una romanza de la ópera Guaraní, la última pieza de mi estudio. Cierto que es una música deliciosa, llena de dulzura, y de un carácter original. Sin embargo, la música no es para mí realmente bella, sino cuando refleja el recuerdo.

-¿No es verdad?... Pero, ¡ah! tus recuerdos, risueños, frescos, datan de ayer, y los encierra una aurora.

Julia suspiró profundamente; y dejando la romanza de Guaraní entonó, con los ojos llenos de lágrimas -Caro nome que el mio cor- esa cascada de perlas del Rigoletto.

Entre las compañeras de Julia, una voz murmuró un nombre: Maximiano. Recordé entonces, que no hacía mucho tiempo, una mano aleve dio la muerte a ese bello joven tan querido en la sociedad. ¡Pobre Julia! ¡En el riente miraje de sus recuerdos, alzábase ya una cruz!

-¡Al viento las penas! -exclamó Florinda, pasando su pañuelo sobre los húmedos ojos de la cantora-. ¡Oh! si cada una fuera a hablar de las suyas, el cuartel de Santa Ana, en el cementerio, puede decir si yo tengo derecho de estar entre los vivos.

-También tu -gritó Emma-. ¡Esto amenaza volverse un de profundis! ¡Bah! ¡silencio! ¡y basta de sombra!... ¿Quién ha oído anoche el violín encantador de la señora Filomeno?

-Yo.

-Y yo.

-Yo también.

Todas.

-¡Qué melodía celestial! ¡Ese instrumento tiene una alma, y siente, habla, ríe, llora!

-¡Y un sueño en Lima! ¡Qué horizontes inmensos de azul y grana, poblados de doradas quimeras, describen las notas melodiosas de esa brillante fantasía! Al escucharla, creía percibir el murmullo de los ríos, el canto de las aves, el susurrar de la brisa entre la fronda de las selvas.

-Tú te inclinas al idilio. A mí me aparecía un castillo feudal erizado de almenas y torreones. Yo era su castellana, y escuchaba, asomada a una gótica ojiva, el amartelado canto de un trovador.

-¡Aristócrata hasta en sueños! Alma mía, esa raza está amenazada de una enfermedad mortal: la polilla. Yo, nieta de un prócer de la Independencia, hija de un republicano, sueño con un tribuno joven y elocuente, que, invocando el símbolo sagrado de la ventura humana: Libertad, Fraternidad, Igualdad, electriza al pueblo con el calor de su palabra; con el fuego de su mirada; y que al descender del pavés donde lo ha elevado el entusiasmo de la multitud, cae a mis pies y me llama su esposa.

Aquellas hermosas soñadoras que reían, cantaban, y hablaban de sus halagüeñas ilusiones, en tanto que la guerra civil abría a sus pies su espantosa sima, parecíanme una legión de ángeles sembrando flores sobre un abismo.

Una bandada de mariposas

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Han invadido, de súbito, mi cuarto, arrancando la pluma de mi mano, y obligándome a volverme para mirarlas.

Estaban bellas. Con sus vaporosos vestidos blancos adornados con lazos, unos azules, otros color de rosa, ligeras, risueñas y juguetonas, semejaban en efecto a esas aladas flores del espacio.

-Papeles a la imprenta, mi vida, y vamos al teatro -exclamaba una.

-Esta noche es el beneficio de la señora Felices, y representan de Los amantes de Teruel.

-Mi ideal es Marcilla. Así, mañana me parecerán vulgares todos los hombres.

-¿Hasta Octavio?

-¡Ah! él se le parece: ¡es bello, rendido y espiritual!

-¿Quién es esa maravilla?

-Mi novio, señora; y si vienes con nosotras al teatro, tendrá el honor de serle presentado.

-Consiento a condición de mostrarme su retrato.

-El retrato de un buen mozo da siempre gusto de ver.


Crónica de las veredas

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-Nada hay nuevo debajo del sol, según el Eclesiastés -ha exclamado un joven amigo mío, al estrechar la mano que escribe estas líneas.

-En efecto; ¿pero a qué viene ese exordio?

-Para probar a usted que no es invención mía la que va a oír respecto a su amigo Z. L.

-No hay tal amistad; pero, ¿qué es ello?

-Iba no ha mucho delante de mí, abstraído, y hablando con un interlocutor invisible. No lo extrañé, pues conozco su manía por el monólogo; pero cuando me hube acercado más, oí que iba diciendo, fijos los ojos en las baldosas de la acera:

-¿No es verdad averiguada que aquella ingrata te ha hecho mil partidas malas, y que, por fin, ya no te ama?

-Sí.

-Entonces ¿por qué trepidas? ¡No, no cabe más ninguna cobarde vacilación! ¡Olvídala, olvídala, miserable! ¡arrójala del corazón! ¡relégala al desprecio! Sí... Pero... ¡esos magníficos ojos negros!... ¡aquella boca que cuando quiere sabe decir palabras tan hechiceras, y aquel cuello! ¡y aquel pie! ¡y aquella mano!... y... todo, en aquel ser aborrecible y... ¡encantador!

Y pálido, y vagarosa la mirada, seguía adelante en dirección al Puente; y yo, a vista de la honda desesperación que revelaba su acento, pensé en el río, que en furiosa creciente sonaba no lejos con ruido siniestro. «¡Zenen! ¡Zenen!» -gritó un joven, pasando delante de mí, y dando una palmadita en el hombro al infortunado que me precedía-. «¿Qué tienes, chico?».

Se diría que vas soñando.

-¡Soñando! -respondió L. cambiando súbitamente en fatua sonrisa, la tétrica expresión de su semblante-. Al contrario, muy real y seriamente, voy discutiendo con mi ingenio la manera de desasir de mí el amor incontrastable que Elvira se obstina en consagrarme.

-¡Qué no me vengan a mí esas dichas!

-¡Te regalo la mía!

-¡Acepto!... ¡Ser el Hernani de esa soberbia hermosura!... Pero sé generoso hasta el fin... ¡despéjame el campo!

-¡Retirarme de la casa!

-¡Sin duda! ¿Cómo le manifestarás, de otro modo, tu despego?

-¡Ah! es que ella ha jurado suicidarse el día que eso acontezca.

-¿Lo habrá ya intentado?

-¡Oh! ¡mil veces!

-Entonces, nada hay dicho; y preciso es dejarte bajo el peso de tu felicidad. ¡Adiós!

Y el joven se alejó en dirección a la plaza.

-¡Fingir! ¡ah! ¡cuán duro es, cuando el corazón está destrozado! -exclamó Zenen, suspirando.

Y desviándose de mi camino, tomó por el lado de los Desamparados.

-¡Ah! ¡ah! ¡ah! -rió una señora mayor, que había ido disputándome tácitamente el paso para escuchar aquellas endechas-. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ¡aaah! ¿Estos son los seductores? En la conciencia todos se reconocen, como este, seducidos, encadenados. Nunca pasé por el lado de dos hombres que hablan, sin oírles decir: «¡Ella! ¡con ella! ¡por ella! ¡sin ella!». Nunca, entre mujeres, que no vayan diciendo con fervor apasionado: «¡Mis rizos! ¡mis blondas! el último vestido que me mandó la modista». Sin mencionar para maldita la cosa a sus presuntos tenorios. ¡Tenorios! ¡Tenorias! ¡digo yo!

Y mirándome con picaresca ironía, rió en mis barbas y se fue.

-Querido amigo -dije al cronista callejero-, yo creo que la señora tiene razón...

-Aguarde usted -exclamó él, interrumpiéndome-, si todavía no ha dado fin mi aventura.

Como para corroborar las palabras de aquella sibila, una hora después, pasando casualmente por delante de la casa de la cruel Elvira, he ahí que la veo aparecer, bella, alegre, elegante. Papá, mamá, hermanas, toda la familia salía a paseo. Las jóvenes formaron de dos en fondo, regazaron sus largas colas, y echaron a andar calle abajo, volviéndose, de vez en cuando para remirarse y dejar ver unas botitas de última importación, lo más lindo imaginable; pero que costarían un dineral.

-Papá -decía una de ellas- nosotras guiaremos, ¿no es cierto?

-Ya se ve que sí.

-Y ¿sabes dónde vamos a parar?

-No llega a tanto mi penetración.

-¿No? Pues vamos al almacén de Soldevila. Le han llegado novedades.

-Yo necesito un lazo para mi vestido rosa.

-Yo una sombrilla blanca, de gro y blondas.

-Yo un abrigo de cachemira para salir del teatro.

-Yo un pañuelo de batista bordado con calados de guipure.

-Y yo los zapatitos de raso blanco, que codicié en las vidrieras del Gallo.

-¡Estas niñas son capaces de empobrecer a Goyeneche!

-¡Te espanta esa bagatela! -observó la matrona-. ¿Qué piden las pobrecitas? trapos que llevan hasta las hijas de los sacristanes.

-Papá, creo que vienes regañando por lo que vas a comprar. Calla y recuerda que hoy es día de san Gastón.

-Y además, nos has dado tu palabra: palabra de rey... o de coronel, que es lo mismo.

-¡Ah! si el cajero fiscal oyera estos propósitos, había de tapiar la puerta de la Tesorería.

-Elvira, mira a Zenen, que va a entrar donde Gavard.

-¿Quién piensa en ese tonto? ¡repara en estas lindísimas castañas!

Las graciosas casquivanas entraron al deseado almacén, y yo he venido a dar a usted esta pequeña muestra de la ingratitud mujeril.

-Gracias a Dios, hace tiempo, que yo digo como madama Geofroid «quand j’étais femme».


Luz y sombra

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Grato y de propicio agüero es comenzar con un epitalamio, ya sea un libro o una simple conseja. Cuán dulce luz derraman los rientes mirajes de una unión formada por el amor, y en cuya aureola brillan la juventud, el genio, la belleza.

¡Una boda! es decir: la primavera en el paraíso, con la ciencia del bien.

¡Una boda! mágica frase, acogida siempre con una sonrisa misteriosa.

¡Una boda! es decir: el paso desde el azulado nimbo donde el alma dormitaba solitaria, a la región dorada, esplendorosa, de una noble existencia.

¡Una boda! es decir: mundos de tul, de encajes de sedosas gasas; ríos de brillantes; bellísimas flores; perfumes exquisitos; el nácar y el marfil bajo todas las formas; tesoros de raso, gro, terciopelo, blondas, oro y perlas derramados en faldas, colas, pufes, manteletas, sombrillas, zapatitos, botas, pantuflas; y allá en el fondo de un suntuoso retrete, sobre una columna de alabastro, ese delicioso vestido, ensueño de las jóvenes, compuesto de tul chantilly sobre moirée blanco, guarnecido de anchos volantes de valencienne, con una túnica del mismo tul, e iguales guarniciones recogidas con ramilletes de azahares.

Desde lo alto de la columna, tan largo como la cola que se extiende en cascada de blondas, esa prenda alegórica de la desposada, un velo de malinas, orlado con una ancha guarda de bordado exquisito, se derrama sobre el delicioso vestido como una vaporosa niebla.

Coronando ese todo maravilloso, una guirnalda de las mismas flores que adornan la túnica, abre sus blancos pétalos entre hojas de esmeralda, dejando caer hacia atrás dos largos festones hasta lo bajo de la falda.

La bella María Rosa realzaba ese elegante traje, menos con sus valiosas joyas que con la modestia y la gracia innata de su porte.

¡Y él, Eugenio! Una aureola de felicidad circundaba su frente y daba nuevo realce a su varonil belleza.

Así hablaba un apuesto joven al referir la fiesta nupcial que acababa de presenciar.

Embebidas, y la mente en dulces ensueños, escuchábanlo mis lindas amigas, cuando él añadió: dentro de poco Pablo R., servidor de ustedes, y Emilia T., su amada, serán los protagonistas en una escena igual.

Pablo era amanuense en un Ministerio; Emilia, hija de un indefinido.

Al siguiente día, vilo llegar desesperado.

-Emilia no me ama ya -exclamó-. ¿Lo creeréis? La ingrata me pide que le devuelva sus juramentos; ¡que la dejé libre para dar a otro su corazón y su mano!... ¡Ah! ¡por dicha hay en el mundo tósigos y revólveres!

Y dándome una mirada sombría, díjome adiós, y se fue. Alarmada por el estado en que había visto al desgraciado Pablo, fui a reñir a Emilia y echarla en cara su conducta con aquel a quien tanto amó.

-Antes de condenarme -respondió ella- escucha el sueño que he tenido esta noche, y juzga si no debo ver en él una revelación del cielo.

Soñé que vestida de blanco y envuelta en el velo de novia, tendía mi mano a Pablo para acercarme al altar; y yo miraba complacida a mi futuro esposo, que nunca me pareció tan bello.

De repente, vi detrás de él surgir un espectro horrible, descarnado, lívido, que enviándome una mirada siniestra, alzó la mano en señal de amenaza.

Yo temblé por Pablo; y abrazándome a él, apóstrofe al fantasma:

-¿Quién eres? -le dije- ¿y por qué nos amenazas?

-Soy la miseria -respondió con voz cavernosa, y os aguardo en el ocaso de esa dulce luna que vais a comenzar.

El fantasma calló; y levantando el harapo que cubría su seno, mostrome prendidos con avidez a sus pechos dos niños flacos, pálidos, hambrientos.

-Estos serán vuestros hijos -añadió- porque despreciáis el ejemplo de las aves del cielo, que forman el nido antes de traer la familia.

Desperté, muy contenta de que aquello fuera un sueño, pero resuelta a escuchar en él la voz de Dios.

Y yo desahucié a Pablo; porque, en efecto, aquella visión era horrible.



-Señoras -decía la otra noche un viajero en una soirée-, el diablo es un tonto de capirote. Pues, ¿no cuenta como un poderoso medio de tentación el espectáculo del mundo? ¡Ah! yo lo he visto, no de lo alto de la montaña, cual él lo mostró al Hombre-Dios, sino palpado con la mano, recorrido del septentrión al mediodía, desde el ocaso a la aurora; helo contemplado, bajo todos sus prismas; y vuelvo desalentado, y con una sola aspiración: hacerme ermitaño.

Ayer, contemplando el gentío que llenaba las calles, en pos de una procesión, recordaba las sombrías palabras de aquel pesimista; porque nada hay más triste que el aspecto de esa personificación del mundo: la multitud. ¿Dónde se revela con expresión más elocuente esa adolescencia perpetua que comenzó a las puertas del Paraíso, y que solo acabará el día último de los tiempos? Aquí una madre, caminando rodeada de seis niños, asidos a ella como náufragos a una tabla de salvamento. Es la viuda de un héroe, muerto en defensa de la patria; ¡de la patria que deja a su familia en la miseria! Allí, una joven, vistiendo el sayal de la penitencia, desnudos los pies, y en la mano un cirio de expiación. Marcha sola, bajos los ojos y la actitud contrita.

-¿Quién es? -preguntan en torno suyo, y alguien responde-: es la hermana de un sentenciado; y espera rescatar con ese voto de humillación, la vida y el crimen de Caín.

¡Cuánto respeto inspiraba aquella hermosa joven, que así se ofrecía en holocausto por la redención de su hermano!


¡Cuán bellos son los que circundan a Lima, formando en torno suyo un collar de esmeraldas! Destácanse en semicírculo como verdes ramilletes en las rojas arenas de la costa.

Bellavista, que se asienta entre el bullicioso ferrocarril, y el callado cementerio; La Magdalena, oculto como un nido en la fronda de los vergeles; Matalechuza, la de los exóticos huertos; Miraflores, con sus alamedas de pinos y sus orientales palmeras; El Barranco, trozo del Edén, suspendido a pico sobre las rocas del océano; Borja, Piedraliza, Bocanegra y otros.

Así enumeraban en una velada, esos parajes floridos, asilo de solaz en los calurosos días del verano.

-Mamá, tengo una idea. ¿Me permites expresarla? -dijo la más linda de las hijas de la casa.

-¡Veamos! Una idea de Manuelita es siempre original.

-¡Tanto mejor! Hela aquí: mañana es cumpleaños, y...

Un joven. -¡Mañana! Yo creía que era el viernes.

-Ese día me bautizaron... ¡Oh! ¡qué importuna es una interrupción! Mañana es mi cumpleaños; y tú, como de costumbre, me obsequiarás doscientos soles, sin contar banquete y soirée, ¿no es esto?

-Sí, y creo que este año no tendrás queja de mí.

-Pues bien, mamá mía, quiero ahorrarte esos gastos, y con mis doscientos soles organizar una cabalgata para recorrer esos rientes sitios, y comprar todas las flores y frutas que hallemos al paso.

-Pero, hija mía, en las actuales circunstancias ese paseo es terriblemente riesgoso. ¿Y los montoneros?

-Los montoneros son soldados, no ladrones.

-Pero hay ladrones que pueden hacerse montoneros y cargar, no solo con tus soles, sino con sus conductoras.

-Nos acompañarán estos caballeros, y en caso necesario, sabrán defendernos.

Tres jovencitos a la vez. -¡Oh! ¡sí! que si ellos son montoneros, nosotros somos guardias nacionales.

-¡Qué diferencia, hijos míos! Los montoneros no temen ni deben; y ustedes, si no temen, se deben al amor de sus madres y a la esperanza de sus familias...

Mas, no obstante esas reflexiones, la alegre cabalgata partió seguida de un criado conductor de dos mulas cargadas de capachos para llevar los fiambres, y traer la sabrosa y perfumada compra...



-¿Y mi parte en el rico botín de los oasis? ¿dónde están las frutas y las flores prometidas?

Así llegué preguntando a las turistas de la víspera.

-Helas aquí -dijo la del cumpleaños, presentándome un magnífico ramillete compuesto de flores y frutas-, pero la compra monstruo, con grande gozo mío, no ha tenido lugar.

-¿Cómo fue eso? ¿Te dolió un gasto tan fuerte?

-Mejor que eso. Habíamos cosechado en Matalechuza, cuyo propietario nos recibió con feudales honores, y recorridas las huertas de la Magdalena en su lado exterior, sin poder penetrar en su recinto, a causa de la ausencia de sus dueños, dirigímonos a Surco para hacer allí nuestra provisión.

Al atravesar los rieles del ferrocarril, en la estación de El Barranco, vimos bajo de un olivo, sentadas en el suelo dos personas que llamaron dolorosamente nuestra atención. Eran, una anciana y una joven pálida y demacrada, que reclinando la cabeza en el hombro de aquella, dormitaba con la respiración exhausta y oprimida. Cerca de ellas veíanse algunos bagajes: una pobre cama envuelta en un petate, y un saco de viaje raído y casi vacío. Sin consultarnos, mis hermanas y yo, saltamos del caballo, y nos encontramos rodeando al triste grupo.

La anciana nos refirió, entonces, que los médicos de la Sociedad de Señoras de Caridad habían ordenado a su nieta, enferma del pecho, el aire del campo; y que ella la había traído, esperando hallar una habitación de precio proporcionado a su miserable situación, pero llegada allí, encontró tan caro aun el alquiler del más pobre cuartucho, que se veía en la necesidad de regresar a Lima, y resignarse a ver morir a su hija.

-¡Oh! ¡no será así! -exclamamos a la vez, mis hermanas y yo.

-¿No es verdad, Manuelita? -decían ellas, pensando en los doscientos soles que tenía en mi cartera.

-¡Ciertamente! Y llorando, a la vez que de pena, de gozo al remediar aquella desgracia, tomé mis diez billetes de veinte soles y los puse en manos de la señora, que me miraba, muda de sorpresa y de enternecimiento. Luego, auxiliada por mis compañeras, alquilé un bonito cuarto con ventanas al campo y todo amueblado, compramos varias provisiones, trasladamos a la enferma, y limitando hasta allí nuestro paseo, regresamos muy contentas, no sin visitar los bellos jardines de Miraflores.

-¡Ven a mis brazos noble criatura! -exclamé, llorando a mi vez de enternecimiento-. La santa obra con que ayer celebraste el día de tu natalicio habrá sido glorificada por los ángeles en cánticos celestiales.

Memento

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Mucho es para la humanidad, eternamente afanosa en pos del placer, a fin de ocultar su hereditaria dolencia, mucho es consagrar al dolor una de las trescientas sesenta y cinco jornadas que el año encierra. Por ello, necesario es tenerlo en cuenta.

Desde la víspera del día dedicado por la Iglesia a la conmemoración de los muertos, largas caravanas de peregrinos, saliendo por la portada de Maravillas, dirígense a esa blanca metrópoli que yace bajo la fronda inmóvil de los cipreses. Llegan; la cercan, y esperan con palpitante impaciencia. Apenas la grande verja se abre, penetran en el fúnebre recinto, y lo invaden en toda su extensión, llevando los ardientes rumores de la vida al helado silencio de la muerte.

Óyese por todas partes algo como el ruido de puertas que se abren. Diríase el matinal despertar de una ciudad. ¿Qué es eso?

Son los vivos que abren las puertas de los sepulcros; unos para regarlos con lágrimas; otros para cambiar con frescas flores la triste yerba del olvido.

Allí van los bomberos, apuestos mancebos, llevando con gracia su brillante uniforme, y anudado al brazo el crespón de duelo. Detiénense ante los mausoleos de sus compañeros; órnanlos con guirnaldas de flores; y en sentidos discursos ensalzan las virtudes de aquellos que en el cumplimiento del deber murieron.

Grupos de hermosas jóvenes en busca de sus amigas, muertas, recorren las líneas de epitafios, leyendo entre suspiros, sollozos y dolorosas exclamaciones; ¡Delia! ¡Elisa! ¡Emilia! ¡Rosa! ¡María! ¡Leonor! ¡Clorinda! nombres armoniosos, radiantes de poesía y de vida, que, sin embargo ¡ay! no son ya sino una memoria, un eco lejano de las beldades que los llevaron:

«Ángeles que un mundo infortunado
por la inmortal morada abandonaron
y su inocente labio separaron

del cáliz de la vida acibarado».


Charla femenil

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Espiritual, picante, y con toda la sal del Ática es la de las lindas amigas que sentadas en corro al lado mío, platican sobre las cosas más halagüeñas de la vida, en tanto que yo escribo lúgubres frases. Sus frescas risas, sus graciosos dichos, mezclados al sombrío cuadro que traza mi pluma, parécenme esos blancos lirios que la primavera abre entre las grietas de los mármoles sepulcrales. Pero así como estos perfuman el cementerio, aquellos derraman su alegría donde, hace tanto tiempo, habita el dolor.

Mas, he aquí la reina de la elegancia, la bella ** que llega con un vestido de gro negro, cuya larga cola está adornada de pequeños volantes orlados de raso granate que se pierden en las bandas de la misma tela y color, colocadas a cortos espacios veladas con tul en el delantal. El peto del mismo raso, cubierto de tul negro, lleva en su parte superior un rizado de tul blanco que rodea el cuello.

La que con tanta gracia lleva este elegante vestido, está peinada de castaña y pequeños rizos sobre la frente, ocultos a medias con una echarpa chantillí, cuyas largas puntas flotan a la espalda.

La sombrilla, complemento de ese gracioso atavío es de las mismas estofas y colores que el vestido; y su mango de ébano tiene incrustados ocho carbunclos.

A la aparición de este tipo de elegancia, las parlanchinas enmudecen un momento para examinarla con curiosas miradas, y luego prorrumpen en exclamaciones y preguntas sin fin.

-¡Qué bien se viste usted!

-¡Con qué gracia!

-¡Con qué chic!

-¿Por qué las modistas varían siempre para usted la moda?

-Será porque yo corrijo a las modistas y no las permito vestirme a su gusto sino al mío.