Episodios de Nochebuena

Episodios de Nochebuena
de Pedro Antonio de Alarcón


- I - editar

El año de gracia de 1855 escribí un artículo titulado La Nochebuena del poeta, donde dejé estampadas, para lección y escarmiento de otros hijos pródigos, las negras melancolías y hondas inquietudes que cierto presumido vate provinciano (más codicioso de falsas glorias que agradecido y reverente con sus padres) llegó a sentir, en medio de los esplendores de la corte, la vez primera que, al caer sobre el mundo los sagrados velos de esta noche de bendición, viose solo y sin familia, huérfano y desheredado por su voluntad, vagando a la ventura por calles y plazas, como pájaro sin nido, o más bien como perro sin amo... ¡Oh! Sí...: en aquel artículo pinté valerosamente, no con postizos colores, sino con sangre de mis venas, la casa y la familia de provincias, los santos afectos de la niñez, la esterilidad de los placeres de la corte, la árida existencia del egoísta que todo lo inmola en aras de su ambición, y los consiguientes remordimientos que atarazan el día de Nochebuena a cuantos van por mares desconocidos, como iba yo entonces, en busca de un porvenir incierto, dejando atrás las ruinas y naufragios de la antigua familia y de la antigua sociedad, y cada vez con menos esperanzas de descubrir las playas de otra familia y de otra sociedad nuevas...; esto es, tal como irían los marineros de Colón cuando llegaron a creer que no tenía límites el Océano.

Por la misericordia de Dios, el presente año no estoy tan melancólico: mi alma se encuentra más tranquila, y para solaz y contentamiento de la vuestra voy a contaros en pocas palabras, no las amarguras de los soberbios, ingratos y rebeldes, sino los humildes regocijos que el Cielo otorga, en esta noche de amor y de misterio, a los pobres sin ambición, al pueblo de Madrid, a esos miles de familias, resignadas con sus afanes y privaciones, que dejan en este momento y sólo por algunas horas, la gloriosa cruz del trabajo y del infortunio para celebrar el nacimiento de aquel que había de hacer suya la cruz de todos los afligidos; de aquel que les dio fe, valor y fuerza para el sufrimiento; de aquel que redimió a los mansos, a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los que han hambre y sed de justicia, a los que padecen persecuciones por defenderla, a los pacíficos, a los limpios de corazón, a los misericordiosos...; esto es, a todos los tristes, a todos los modestos, a todos los caídos, a todos los maltratados por la fortuna.

Dicho se está, por consiguiente, que en los cuadros que pretendo bosquejar hoy no figuraremos para nada los huéspedes de Madrid, ni tampoco los magnates, hijos de la corte, que nacen, viven y mueren a la parisiense, ni tan siquiera las personas algo acomodadas que han dado en la flor de pasar la Nochebuena en los teatros, sino solamente el castizo pueblo madrileño... de la clase tenida por baja; la gente de los barrios; los protagonistas de los cuadros de Goya y de los sainetes de don Ramón de la Cruz.


- II - editar

Empecemos fijando nuestra consideración en los muchachos del barrio de Maravillas, que son los peores o más traviesos de Madrid, al decir de los maestros de escuela. Desde esta mañana están celebrando a su modo el Nacimiento de Nuestro Señor, y toda la inventiva de su religioso entusiasmo se reduce a armar ruido y a [178] guerrear. Vedlos, pues, con sendos tambores al cinto, que abultan más que ellos, y llevando cada cual en la cabeza una gorra de cuartel, procedente de su padre, y que, por ende, simboliza toda nuestra historia contemporánea, dado que habrá sido escondida bajo siete llaves o sacada a relucir de nuevo tantas veces como ha sido armada o desarmada la Milicia Nacional desde 1820. Vedlos, digo, dispuestos a rechazar cualquier invasión de los barrios fronterizos, o sea con la honda a la cintura y los bolsillos llenos de piedras, cual si algún secreto instinto les avisara que el santo y seña de este día es cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Vedlos, en fin, montar la guardia en casa del cura, a quien ofrecen sus servicios para solemnizar la Misa del Gallo o la de Los Pastores; recorrer el barrio cantando coplas llenas de requiebros a la Virgen y al Niño Jesús; encender fogatas en medio de las calles luego que oscurece, como llamando a recogerse en sus casas a los vecinos que anden todavía dispersos por Madrid, y contarse alrededor de la lumbre historias de moros y cristianos, martirios y milagros de santos, hazañas de sus mayores en la guerra de la Independencia, cuentos de brujas y de aparecidos y otra porción de cosas muy preferibles a las predicaciones de esos filósofos racionalistas que hace algún tiempo se afanan por civilizar al pueblo, o sea por arrancarle su caudal de creencias, respetos y temores...

Semejante atraso de los niños; su apego a lo tradicional y a lo maravilloso; sus preocupaciones y sus intolerancias; su bárbaro patriotismo y anticuada religiosidad consuelan dulcemente a los hombres que (por pobreza, o demasiada riqueza de espíritu) no se contentan con los goces de esta vida, ni con el conocimiento de nuestro planeta; a los que necesitan más tiempo y más espacio para su alma; a los que echan de menos, en fin, mejores empresas y más altos fines para su actividad y su culto que este maravilloso aprovechamiento de la materia a que se reduce la actual civilización.

¡Mal haya, pues, el poeta, el publicista o el orador que se complace en profanar y saquear el alma de los niños, arrancando de allí las flores que sembró la piedad de sus padres!... Ya lo dijo el Divino Maestro: «El que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que en mí cree, mejor fuera que colgasen a su cuello una piedra de molino de asno y le anegasen en lo profundo del mar... ¡Ay del mundo por los escándalos!»

«PEPA.          ¿Conque en efecto, Manolo, 
                te has encerrado en el tema 
                de que hemos de estar solitos 
                a cenar? 

MANOLO.         Es conveniencia 
                del bolsillo y la salud. 
                Mira: se pone la mesa 
                con lo poco o mucho que hay, 
                y, arrimando dos silletas, 
                yo enfrente de ti, tú enfrente 
                de mí, a este lado la vela. 
                La servilleta a este otro lado, 
                en el suelo las botellas, 
                va trayéndonos la moza 
                las viandas; se conversa 
                un rato; se bebe siempre 
                que los gaznates se secan 
                o se atraviesa el bocado; 
                si empalagan las menestras, 
                a la izquierda está la fruta, 
                y el cascajo a la derecha; 
                se hace boca al hipocrás, 
                y, sin voces ni etiquetas, 
                cenamos como señores...» 


- III - editar

Estos versos, de un lindo sainete de don Ramón de la Cruz, expresan gráficamente, aunque sólo sea en proyecto, las puras alegrías que disfrutan los clásicos manolos y chisperos de Madrid durante la noche llamada buena. Yo creo verlos (y todavía se les puede ver, sin embargo de lo mucho que han variado las costumbres) regresar a la Plaza Mayor, seguidos de un gallego, que lleva al hombro la espuerta de provisiones (menos el vino, que lo oculta la manola debajo del pañolón), y tomar el camino de su casa (calle de Embajadores), cuando las sombras nocturnas principian a caer sobre la alborozada capital de la Monarquía.

Pues añadid el encanto de los hijos, que también van cargados de viandas, y que se proponen comer esta noche por todo el año, a cuyo fin empiezan a roer, desde la calle, cuanto se puede pasar sin aliño ni condimento y hasta lo que no se puede (que tales milagros hacen la voracidad y la prohibición reunidas); añadid los tremendos instrumentos de que se han provisto: zambombas, rabeles y tambores, con ayuda de los cuales se prometen romper la cabeza a su familia y a toda la vecindad, y comprenderéis el santo júbilo de esa escena, cien mil veces repetida hoy en las inmediaciones de los mercados.


- IV - editar

Cambiemos la decoración.

Es ya de noche.

Hace un frío de diciembre y de Madrid.

Tres ciegos, tres Homeros de la edad presente, andaluces de pura raza, si no mienten su traje y su acento, y remolcados por diminuto lazarillo, han hecho alto al pie de una aristocrática reja, cuyos lujosos visillos dejan filtrarse la luz de brillantes lámparas, y allí entonan a cuatro voces, con acompañamiento de guitarras y bandurria, los sagrados himnos de Belén; los villancicos con que la cristiandad entera saluda a estas mismas horas la conmemoración del advenimiento del Mesías.

No copiaré yo aquí los villancicos de esos ciegos, sino otros muchos más delicados que me sé de memoria, y que fueron compuestos hace algunos años por el ciego que ve, por el tío Antonio, o sea por Antón el de los cantares, que todos esos nombres tiene el buen amigo Antonio de Trueba.

Dice así el poeta vascongado:

«Gloriosa Virgen María,
madre y abogada nuestra,
¡qué alegre el pueblo cristiano
tu alumbramiento celebra!»


Pero la ventana se abre no obstante el frío, y una mujer elegante, joven y hermosa aparece con un niño en brazos. Indudablemente, la voz infantil del lazarillo, destacándose sobre la de los ciegos, ha excitado la compasión de aquella tierna madre.

El ángel que ésta lleva en los brazos arroja una moneda de oro a aquel hermano suyo que tirita descalzo sobre las heladas piedras de la calle, y todos sus compañeros del cielo entonan un salmo al Dios de la Caridad.

¡Ah! Sí... En este sacrosanto día nadie niega una limosna a su prójimo. Por eso añade el ciego que ve:


«Lo mismo en la humilde choza
que en la morada soberbia,
blancas espirales de humo
hacia los cielos se elevan.
Son el tributo de gracias
que dan a la Providencia
los animados hogares
en que la abundancia reina:
que el pobre tiene esta noche
Gracia de Dios en su mesa.»


- V - editar

¡Noche bendita! La paz y la unión reinan en el hogar doméstico. El estudiante, el sirviente, el militar, el marino, el empleado, el que trabaja en las minas, el dependiente de comercio, todos los que fuera de su casa mojan el pan cotidiano con el sudor de su rostro, procuran obtener licencia para pasar esta noche al lado de sus padres, tutores o padrinos. Por otra parte, los yernos olvidan desavenencias de familia, y llevan a su mujer a la casa de donde la sacaron. Háblanse los hermanos mal avenidos; reconcílianse los matrimonios casi disueltos; quién deja los vicios de todo el año; quién sus diversiones favoritas; quién la acostumbrada tertulia; quién a su novia; quién sus amores ilegítimos, y todos se reúnen en la casa patriarcal. Es una velada de santas memorias, en que se recuerda a los hijos que se llevó la muerte. Es una velada de esperanzas lisonjeras, en que se forman proyectos acerca del porvenir de los niños. Desándanse edades; recuérdanse las generaciones pasadas; cada cual conmemora todas y cada una de las Nochebuenas de su vida; éste refiere el peligro en que se encontró tal o cual 24 de diciembre; aquél la amarga soledad en que pasó alguna vez aquellas solemnes horas, a la presente tan felices; cantan los niños sencillas y tiernas coplas; ríen los padres tristes, y hablan los taciturnos, bendicen a Dios las mujeres abandonadas, al ver un rayo del antiguo amor en los ojos del extraviado marido; suspira la enamorada doncella porque esta noche no hablará con su novio, y trata de inclinar a la familia a que vaya a la Misa del Gallo, donde sabe que él la aguarda; y, en tanto, los viejos, que ya no existen como actores de la vida, sino como testigos de la vida ajena, medio se consuelan de haberlo perdido ya todo al verse reproducidos en sus hijos y en sus nietos. Y es que acaso vislumbran en aquel instante la idea de la solidaridad humana, de la mancomunidad de nuestros destinos, de la misteriosa unidad de esta peregrinación que cumplen las generaciones sobre la Tierra... ¿Quién sabe?

Con tan altos y nobles pensamientos, siéntanse hoy a un banquete de amor todas las familias dignas de tal nombre. ¡Desgraciados los que no conocen estas santas alegrías! ¡Más desgraciados aún los que reniegan de ellas!


- VI - editar

Bosquejemos el último cuadro, tal y como yo lo trazaría si fuera pintor.

Ha dado la una y media de la noche.

Ya es tarde para ir a la Misa del Gallo, y, aunque no lo fuera, acontecería lo mismo, pues todo el mundo duerme en casa de Juan Fernández, vidriero, natural y vecino de Madrid, que vive en la Cava Baja; y, además, allí no hay muchacha casadera, ni no casadera, sino tres guerreros como tres soles, de los cuales el mayor está ya en el musa musae.

La madre de Juan Fernández y el padre de su mujer (únicos abuelos que quedan, pues los otros dos pasaron a mejor vida del modo y forma que ya se ha referido dos o tres veces durante la velada) fueron acostados hace media hora en las mejores camas allí disponibles, por no ser cosa de que regresen a sus casas tan a deshora y en una noche de diciembre, a la edad de setenta años por cabeza. Y ¡vive Dios que los dos carcamales iban alegrillos al entrar en su respectiva alcoba, disputando jocosamente sobre quién había bebido más o menos, después de haber corrido otro bromazo acerca de si sería mejor que durmieran juntos, a lo cual fingía prestarse la vieja y se había resistido con mucha gracia el viejo!...

Joaquina, la vidriera, que se levantó esta mañana al amanecer, y que ha trabajado todo el día y toda la noche como una leona, se ha dormido junto a la apagada chimenea, esperando a que su esposo termine los discursos y libaciones que recomenzó después de acostar a los dos consuegros... Pero Juan Fernández, vencido por el moscatel, el pardillo y el arganda, acaba de dormirse también, apoyado de codos sobre la mesa (todavía cubierta de restos del banquete) y con la cabeza metida entre las manos.

Los chicos, en fin, hartos de merodear en el ya desierto campo de batalla, y llenos el estómago, los bolsillos y las manos de todo linaje de golosinas, han acabado asimismo por dormirse, el menor sobre la falda de la madre, el de en medio sobre dos sillas, y el mayor sobre tres.

Sólo velan un gato y un ratón. El gato campa por su respeto encima de la mesa, y se come las sobras del besugo y del mazapán. El ratón se contenta con las migajas del suelo. Es decir, que Dios ha dado para todos, y la paz ha nacido de la abundancia. El gato oye roer al ratón, sin pensar en comérselo, y el ratón oye comer al gato, sin pensar en emprender la fuga... ¡Esta noche es Nochebuena!


- VII - editar

Concluyamos.

¡Ved las tres generaciones de siempre! ¡Vedlas dormidas bajo la salvaguardia de su fe! El tiempo pasa con las agujas del horario, descontando instantes a los que llegan al mundo, a los que viven en él y a los que van de retirada... ¡No importa! ¡El numen protector del género humano tiende sus alas sobre la familia, y el recóndito misterio de esta nuestra vida terrenal, cuyo objeto no se nos alcanza, se cumple en la mente del Eterno!

Entretanto, en las tinieblas de la noche, en la soledad de los campos, en los desiertos caminos (pues a esta hora nadie que Dios bendiga transita por ellos), cánticos de júbilo y alborozo estremecen los aires, y mil y mil voces repiten, al son de acordadas liras: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad»


Madrid, 1858.