Epístola a mis hermanas

​Epístola a mis hermanas​ de Honorato Vázquez


En los constantes pliegos que me llegan,
al nombre de mi madre uno por uno
vuestros nombres queridos se le agregan.


Que no me falte, os pido, allí ninguno,
porque al ver vuestra letra inolvidada
dulces memorias del hogar aúno;


que en cada vario rasgo ver grabada
creo vuestra genial fisonomía,
en la forma y estilo retratada;


y vuela desde aquí mi fantasía
a esos tiempos felices de la infancia
en que ensayó cantar la musa mía;


cuando ibais pequeñuelas a mi estancia
a leer, a escribir y a darme flores
y a inundarme de amor y de fragancia;


cuando, ignorantes de íntimos dolores,
si a un perdido juguete hicimos duelo,
nos consoló un abrazo y un «¡no llores!».


Hoy... quejarme quisiera, mas el Cielo,
que me ha querido víctima expiatoria,
me ha dado en el silencio mi consuelo.


Y callado fatigo la memoria
recorriendo mi serie de pesares
y la breve ventura de mi historia.


¡Ay! ¡pudierais surcar aquestos mares!
¡Ay! ¡vinierais a ser, como otros días,
ángeles de mi vida tutelares!


«Nos preguntamos mutuas alegrías,
y, al contarnos las tuyas, nos engañas,
y mientes hoy cuando antes no mentías.


»Alegrías, a ti te son extrañas,
tanto, que, al idear que nos escribes,
creemos que la carta en llanto bañas;


»y a cada carta nuestra que recibes
lloras tú, cual nosotras con las tuyas...
¿Luego nos hablas de que alegre vives?


»Confiesa: ¿no es verdad? ¡Ah, no la excluyas
de esas líneas que lloras, bien sabemos...
de hacernos llorar más ¡ay! no rehuyas.


»Nosotras..., pues a ti no mentiremos,
sabe que como a muerto te lloramos,
y hasta volver a verte lloraremos;


»que de ti a todas horas conversamos,
y que, a cada llegada del correo,
una de otra a llorar nos separamos»...


Esto en la última carta vuestra leo,
¿y he de mentiros? No, mi mal deploro
cuando hace tiempo, hermanas, que no os veo;


cuando, si al Cielo compasión imploro,
no hay voz que aúne con mi voz doliente
y al cielo suba en plañidero coro.


Pero sé alzar la doblegada frente,
pensar que Dios, que el duelo nos ha dado,
junto a mí, junto a vos está presente...


Hablemos de otras cosas... ¿Ha brotado
en el jardín esa postrera planta
que de vosotros confïé al cuidado?


Aun antes de prendida, con fe tanta
soñabais con sus flores, que ofrecidas
teníais cada cual al ara santa.


Y las tardes, en idas y venidas,
gozabais, con las manos ahuecadas,
bañar la tierra a gotas repetidas.


Trémulas, en el tallo rociadas
sumíanse al terrón que las bebía
en lentas y sonoras bocanadas.


Cual en mi árido pecho se sumía
vuestro gozo infantil sobre mi pena,
única flor que allí sobrevivía.


¿Del Tomebamba la ribera amena
paseáis por aquellos saucedales
que de oro alfombran la brillante arena?


Si vais allá do el río en dos raudales
reparte su caudal, y hacia la orilla
lo pliega en ondulancias desiguales.


Extendida la rósea manecilla,
recoged la que dejan mansamente
en leves fajas fúlgica arenilla.


Ponedla en vuestras cartas, do luciente,
al hallarla mis ojos, de mi río
imagine lloroso la corriente.


Tanto en mi ausencia por la patria ansío,
que, si a orillas del mar aspiro el viento,
busco el olor de mi jardín natío;


Y en las olas del líquido elemento,
al que mi patrio río es tributario,
pónese a descurrir mi pensamiento.


Allí en ese tumulto procelario
está la linfa que copió serena
mi casa y el vecino campanario;


la que se vino de perfumes llena
de entre las flores que sembró mi mano,
y natura esparció en la riba amena;


que la semilla convirtió en el grano,
y dio pan a la mesa de los míos,
y al mendigo, sustento cuotidiano.


Pero ¡ay, me son iguales desvaríos
buscar solaz vagando en tierra extraña,
pedir al mar el agua de mis ríos!


Cuando el postrer fulgor de ocaso baña
el campo, mientras se alzan divergentes
rayos de sol tras la última montaña...


Arrodillaos y doblad las frentes,
que a tal hora mi espíritu se eleva
en oraciones al Señor fervientes,


y el ángel de la tarde al cielo lleva
cuanta tristeza atesoró mi pecho,
cuanto recuerdo cada sol renueva.


Si ya entrada la noche, a nuestro techo
y a nuestra puerta acude un peregrino,
dadle en mi estancia mi desierto lecho.


Pensad en vuestro hermano, en su camino
do abrigo demandaba, en noche fría,
del desierto a la rama de un espino.


Templad su sed, pensando en la sed mía,
aderezadle nuestra humilde mesa,
si acaso triste está, dadle alegría.


Lloráis ¡y vuestro hermano no regresa!
Buscadme, y allí estoy en el que llora
y el pobre que las calles atraviesa.


Id al templo, que allí, cuando se ora,
dada cita en Jesús, se halla al ausente,
al que en el mundo de las almas mora.


Cuando abatirse quiere alzo mi frente,
y voyme ante el silencio del Sagrario,
y allí mi mal a Dios hago presente.


Ante el altar se encuentran solitario
en procesión las almas doloridas,
abejas de las flores del Calvario.


¡Adiós! ¡y confiad, prendas queridas!
Consolad de mi madre el hondo duelo,
sed bálsamo de amor a sus heridas.


Si tristes os halláis, hablad del Cielo,
pensad en él, y si lloráis su ausencia,
ya para todo humano desconsuelo
fortificada está vuestra conciencia.


Lima, 1882 (Ecos del Destierro).