Epístola (Salvador Díaz Mirón)

​Epístola​ de Salvador Díaz Mirón


Me hallo solo y estoy triste.
Tu viaje -que no maldigo
porque tú lo decidiste-,
me hundió en la sombra. ¡Partiste,
y la luz se fue contigo!

¡Somos, en este momento
en que el afán nos consume,
dos flores de sentimiento
separadas por el viento
y unidas por el perfume!

¡Ay de los enamorados
que están en diversos puntos
y viven -¡infortunados!-
con los cuerpos apartados
y los espíritus juntos!

Pero el mal de que adolece
nuestra pasión, que Dios veda,
en ti mengua y en mí crece.
¡Aquél que se va padece
menos que aquél que se queda!

Sufres, pero no ha de ser
cual tu ternura me avisa.
Tu dolor ha de tener
a menudo una sonrisa:
¡lo nuevo causa placer!

Mas yo, pobre abandonado,
no encuentro paz ni consuelo.
Desde que te has alejado
estoy ausente del cielo.
¡Sin duda te lo has llevado!

Extrañarás que hable así,
pero ¡qué quieres! te juro
que no miento. Para mí,
cuanto es halagüeño y puro
empieza y termina en ti.

Y fuera de ti, bien mío,
la infinita creación
no es más que un inmenso hastío:
¡el espantoso vacío
del alma y del corazón!

Tú resucitaste a un muerto.
Yo era -¡recuerdo importuno!-
algo monótono y yerto,
tal como un campo desierto
y sin accidente alguno.

¡Era un ente sin historia,
una conciencia en asomo,
cuando -¡esplendente memoria!-
tu presencia hizo en mí como
un cataclismo de gloria!

Derramaste en mi existencia
-en una mística esencia-,
la desgracia y la ventura,
el deleite y la tortura,
la razón y la demencia.

El ideal canta y gime:
es un abrazo que oprime.
Lo dichoso y lo funesto
constituyen lo sublime.
El amor está compuesto

de todas las agonías,
de todas las inquietudes,
de todas las armonías,
de todas las poesías
y de todas las virtudes.

Es el fanal y es la tea;
es el hálito que orea
y es el soplo que alborota;
es la calma que recrea
y es la tormenta que azota.

Es un galvánico efecto;
es lo rudo y es lo suave;
es lo noble y es lo abyecto;
es la flor y es el insecto;
es el reptil y es el ave.

Semejante al aluvión
resulta de la fusión
de la rastra y de la pluma,
de la hez y de la espuma,
del pétalo y del peñón.

Tu belleza seductora
dio un destello a mi ansia negra,
como el rayo que colora
pone en la nube que llora
el arcoiris que alegra.

Tu imagen grata y radiante
fue un rápido meteoro:
una hermosa estrella errante
que abrió en mi noche incesante
un ardiente surco de oro.

¡Lúgubre suerte me cabe,
contemplar un ígneo rastro!
¡Infeliz de mí! ¡Quién sabe,
si cuando el eclipse acabe,
veré como antes el astro!