Entrevista a Juan Vázquez de Mella en Heraldo de Madrid

El partido carlista.
Declaraciones

de VÁZQUEZ DE MELLA
Nota: Madrid, 29 de junio de 1909



Está bueno.

El elocuentísimo orador carlista, contestando á nuestros requerimientos, nos hizo hoy las siguientes importantes manifestaciones, empezando hablándonos de la salud de su jefe, que según él es excelente.

Nos habló el Sr. Mella de un telegrama del Sr. Zubizarreta concebido en los siguientes términos:

«El señor está perfectamente. Noticias Prensa infundadas. Ayer almorzaron aquí tres sacerdotes á quienes encargué te visitaran en mi nombre. Ellos te confirmarán este telegrama.—Eusebio

Este despacho, como los que anoche publicó El Correo Español, niegan en absoluto los rumores propalados, y por ellos parece que la enfermedad origen de tantos comentarios no existe.

La jefatura.

—Pero aun suponiendo que no exista la enfermedad de don Carlos, los comentarios no se refieren al estado de su salud, más ó menos mermada, pino al nombramiento del señor Felíu como jefe y á sus consecuencias en el partido. ¿Qué nos dice usted de esto?

—Muy poco. Hay dos clases de jefaturas: la que se rige desde abajo por la multitud de un partido, como sucede en los parlamentarios, y aquella en que delega momentáneamente el verdadero jefe algunas de sus facultades por la imposibilidad material de ejercerlas él mismo. Eso es lo que sucede en la comunión carlista. Esta clase de jefaturas, sometidas y subalternas, nunca pueden tener la importancia decisiva de las otras, porque, en realidad, no marcan nuevos rumbos políticos, limitándose á ejercer, con más o menos aptitud, el encargo. Es claro que las cualidades de la persona enaltecen ó deprimen la función que ejerce, y por eso es muy natural, y no supone ni libre examen ni libre pensamiento, como se ha dicho, el discutir las condiciones y circunstancias del nombramiento. Eso se ha hecho siempre, y en el antiguo régimen fueron muy criticados los ministros, y hasta clavados en la picota de la sátira por la musa de Quevedo, Cerial, en su curioso libro Del Consejo y los consejeros del Príncipe, analiza minuciosamente sus condiciones y hasta su temperamento, llegando á proponer á Felipe II, que era bilioso, los de temperamento sanguíneo.

Esencia del carlismo.

—Aunque la jefatura subalterna no tenga tanta importancia como la que obra por impulso propio ó se impone, relacionada con ella, se ha hablado de la cuestión dinástica y de las opuestas políticas de don Carlos y don Jaime, y eso ya se refiere á la jefatura delegante y á la delegada.

—Es verdad; y sobre esas cuestiones se han formulado tantas inexactitudes en estos días, que me alegro ser interrogado sobre ellas para desvanecerlas. Empecemos por la cuesitón dinástica. Hay quien cree que la esencia del carlismo es un pleito dinástico y que, prescindiendo de esto, se desvanecen sus caracteres. Nada más falso. Por encima de la cuestión dinástica está la cuestión de principios, que es superior y anterior á ella. Las dinastías pasan y los principios permanecen.

En este punto el Sr. Mella se entrega á una brillante disquisición histórica para demostrar que las divergencias entre una y otra política, la del carlismo y la de la monarquía constitucional, son más de principios que cuestión de rama dinástica. El verbo del señor Mella evoca hechos históricos, y añade:

[Párrafos suprimidos por el Heraldo, por exigencias del ajuste]


Existía la cuestión de principios en los últimos reinados regalistas del siglo XVIII; estalló tumultuosamente en las discusiones de las Cortes de Cádiz; la afirmaron trece pronunciamientos después de la restauración del 14; siguió en aumento en el período del 20 al 28; la demostró en los campos de batalla la regencia de Urgel, y atravesó la última década del reinado de Fernando VII, y sólo á la muerte de éste apareció la cuestión dinástica.

Esta es en las Monarquías un punto legal de altísima importancia, pero sea por derecho consuetudinario ó escrito, nunca se manifiesta una guerra de sucesión que sea exclusivamente dinástica. Siempre, detrás del pleito legal hay cuestiones de mayor entidad á que las opuestas soluciones sirven de fórmula.

En la misma Edad Media, cuando no existía divergencia de principios en los Estados católicos, detrás de la cuestión dinástica se encontraban otras mayores; y así entre D. Pedro y don Enrique estaban una política feudal y popular y alianzas opuestas con Inglaterra y Francia.

Entre el Conde de Urgel y D. Fernando de Antequera no se debatía sólo el parentesco por la línea masculina y femenina de los contendientes con D. Martín, sino la independencia de la Monarquía catalana-aragonesa y la influencia de Castilla.

En la guerra llamada por antonomasia de sucesión, el pleito dinástico entre el Archiduque Carlos y Felipe V estaba subordinado á la contienda internacional de una guerra europea en que se litigaba el equilibrio del mundo que aun no se había definitivamente en la guerra de les treinta años.

Al morir Fernando VII se cumplió esta ley histórica, y Balmes pudo decir con razón poco después de terminada la primera guerra civil, que si Don Carlos María Isidro se hubiera declarado liberal y poco afecto á las cosas religiosas, y la regencia isabelina, lo contrario, los liberales se habrían agrupado alrededor de Carlos V sin poner en duda sus derechos. La fuerza de los acontecimientos convirtió á las dos ramas de la Casa de Borbón en dos símbolos opuestos: la de doña Isabel significó la política secularizadora y centralizadora; la de Don Carlos católica y fuerista. La supresión de las Ordenes religiosas, la desamortización eclesiástica, la secularización de la enseñanza y la desamortización civil que quitó vida económica á Municipios y Universidades, el monopolio docente, la supresión de los restos forales y la uniformidad administrativa y económica, caracterizan la obra política de la rama liberal.

El sistema contrario, con la unidad religiosa y monárquica y el espíritu descentralizador, caracterizan á la rama carlista. Hay que hacer el honor á los que derramaron su sangre por una ó por otra causa, que no peleaban simplemente роr una sustitución de personas, sino por las cuestiones más hondas у más altas que pueden dividir á los hombres. De esas luchas sangrientas han brotado dos hechos históricos que han unido indisolublemente dos causas opuestas á los representantes de las dos ramas.


—Ni don Carlos puede ser liberal, ni don Alfonso tradicionalista. Si don Carlos ó don Jaime se declarasen liberales y parlamentarios, ningún tradicionalista les seguiría, y es de creer que los elementos liberales no depositarían en ellos muy sólida confianza.

El carlismo dió una prueba de la subordinación de las personas á los principios, y no de los principios á las personas, cuando obligó á don Juan, que por sugestiones maléficas de Laceu había alterado la doctrina, á abandonar su puesto y á abdicar. Su conducta caballeresca posterior probó que él mismo había reconocido su error y aceptado sin protesta la lección. Luego es evidente que el carlismo no está constituido simplemente por la cuestión dinástica, y que ésta, por la fuerza de la Historia, ha llegado á ser el símbolo de dos escuelas opuestas.

Pleito dinástico.

—Sin embargo, la cuestión dinástica es tan importante para ustedes, que si desapareciesen sus símbolos no tendrían más remedio que aceptar los que ahora consideran opuestos.

—De ninguna manera. La ley de mil setecientos trece, mal llamada Sálica, porque no excluye en absoluto á las hembras, ha sido negada de tal modo por la rama gobernante de don Francisco de Paula, que en todas las Constituciones que ha sancionado excluye para siempre de la sucesión á la Corona á la que funda su derecho en la ley de mil setecientos trece. Además, no podría invocar ésta sin declararse, lo que es absurdo, tres veces usurpadora. Los demás sucesores de don Francisco de Paula y de la Casa de Nápoles, ó mantienen derechos á otros Tronos, ó han reconocido á la dinastía imperante, negando la ley de Felipe quinto, y estando, por lo tanto, excluídos de los beneficios de ella.

—¿Cuál sería entonces la rama heredera?

La de Parma, Infantes natos de España, que se ha mantenido fiel á la dinastía proscripta, reconociendo su jefatura y proclamando su derecho, y aunque ésta no existiese, como se ha extinguido en Víctor Manuel I la Casa de Saboya, que, en último término y extinguidas sus líneas varoniles, llamaba Felipe quinto, ó se iría á parar á la hembra mayor del primogénito (archiduquesa doña Blanca), ó se llamaría, como la misma ley dispone, á una nueva dinastía que la nación sacaría de su seno, si no quería tomarla de otra parte. De modo que no hay motivo legal alguno para reconocer la dinastía Alfonsina, ni aun suponiendo una serie rápida de desgracias se quedaría el carlismo sin símbolos adecuados para sus ideas.

¿Habrá evolución?

—¿Pero no cree usted que esas ideas podrían sufrir alguna evolución substancial el día que don Jaime se encargase de la jefatura suprema del partido? Se ha dicho de él que no sería extraño que reconociese á don Alfonso y aceptase con el Infantado el más alto puesto en la milicia. Y aunque esto no fuese así, se ha dicho repetidamente que don Jaime no aceptaría por completo el programa rígido y absoluto del carlismo.

—Es una patraña, que no merece detenerse en ella para deshacerla, esa supuesta adhesión y reconocimiento con Infantado y capitanía general, pues don Jaime ha protestado indignado contra ella en la Prensa extranjera.

Sigue el programa.

—En cuanto á variar el programa, don Jaime no podría hacerlo sin renegar antes de los derechos á la sucesión que invoca. ¿Por qué razón?, me preguntará usted. Por una muy sencilla y que no se tiene en cuenta nunca al hablar del carlismo. Ni don Carlos ni don Jaime pueden atacar una ley fundamental de nuestro programa sin reconocer implícitamente que Fernando séptimo tenía el derecho de hacer lo mismo. Y en ese supuesto, pudo muy bien alterar por un testamento la ley de mil setecientos trece en cuyo caso los derechos que invocan tendrían por cimiento el aire. Por esto no se puede ser carlista y absolutista.

El absolutismo no es una forma de gobierno, es un vicio de la soberanía, de que pueden participar lo mismo las monarquías que las Repúblicas. Consiste en la ilimitación jurídica del poder, y lo mismo puede existir en un Rey que en un Gabinete ó en una Convención. Nosotros afirmamos que las leyes fundamentales del Estado, é incluímos entre ellas las libertades regionales de los pueblos, están sobre la voluntad de los Reyes, que dejan de serio y se convierten en tiranos si las vulneran.

El programa carlista es rígido y es flexible, y en esto no se diferencia de los demás que verdaderamente merezcan este nombre. Todo partido tiene dos programas: el que constituye su ideal y quiere realizar desde el poder, y el que tiene derecho á exigir de sus adversarios cuando se encuentra en la oposición.

El primer programa tiene la rigidez de los principios, y sólo es relativo en el procedimiento para alcanzar el poder y en la manera de aplicarle al modo de ser variable de los pueblos.

El segundo es relativo al partido y al poder que se combate. De esto, que por ser circunstancial varía, nada hay que decir de lo que hará don Jaime; pero de lo que se refiere al programa permanente, bien puedo afirmar, pues se lo he oído repetidas veces, que tiene un concepto claro de lo que debe ser en estos tiempos una Monarquía católica representativa.

Testamento de D. Carlos.

—Yo he tenido la dicha de oír, con el marqués de Cerralbo y Melgar, la lectura del testamento político de don Carlos, y sin cometer una indiscreción puedo decir que, aparte del principio religioso, que afirma soberanamente, una de las cosas que con más vivo calor recomienda á su hijo es la defensa de los fueros y las libertades regionales, y no olvido esta frase: «Las dinastías Reales mueren; la de los principios es inmortal.» Tengo la completa seguridad de que don Jaime piensa y siente de igual manera. No habrá, pues, cambios substanciales en el programa y en los procedimientos para realizarle. Eso lo dirán las circunstancias.

Centro católico.

—¿Pero no cree usted probable que el carlismo forme, como se ha dicho, un centro católico que sirva de coalición á las derechas?

—En el discurso de Balaguer expuse el concepto de lo que yo llamaba las dos solidaridades, la interna y la externa. Admito para la propaganda religiosa y la independencia de la Iglesia, para el regionalismo y la acción económico-social, unión de esfuerzos con quienquiera que tienda á estos objetos y siempre que se mantenga íntegra la personalidad política del partido, sin abdicaciones ni vistas hacia las instituciones. A esto llamo yo solidaridad interna. La solidaridad externa consiste en la alianza circunstancial, y que persiguen por el momento un fin común. Es una cuestión de táctica, no de principios. Los ejemplos del centro alemán y del partido católico belga no son aplicables á España, porque se olvida un dato importantísimo: que ni en Bélgica ni en Prusia existe el patronato eclesiástico. La Iglesia tiene, como en la mayor parte de los países protestantes, la independencia que podríamos llamar administrativa, y que ha perdido en los países latinos. Por eso soy partidario decidido de la separación económica y administrativa de la Iglesia y del Estado. Una Iglesia con independencia económica y sin patronato puede juntar muchas fuerzas dispersas y hacerlas progresar; pero atada al Estado disminuye su influencia. Esta es una de las causas principales de que el catolicismo, que prospera en los países protestantes, disminuye en los latinos que se llaman católicos. Los partidos políticos medios desaparecen, y los radicales en sentidos opuestos avanzan. Pero estos partidos extremos tienen un carácter más social que político, al revés de lo que ha sucedido hasta ahora bajo el imperio del parlamentarismo.

Yo tengo más amor á la propaganda social que á la meramente política.

Esperanzas carlistas.

El carlismo ha sido, ante todo y sobre todo, una fuerza social. En España ha sido como el cuadrante, que han tenido que consultar todos los relojes políticos. Por los grados de secularización y de disminución de las tradiciones patrias se diferencian las izquierdas; por los grados de aproximación al núcleo religioso y tradicionalista se miden las derechas conservadoras. Disolviendo este grupo se transformaría todo el mundo político de España.

—Creer que sus elementos dispersos se agregarían á los partidos dinásticos y que opondrían una protesta sangrienta á los avances de la revolución es sencillamente una locura. Tiene mucha razón El Liberal al suponer que, disuelto el carlismo, las izquierdas tendrían expedito el camino, y sueña El Universo al creer que esa disolución sería un beneficio para la Iglesia. Las muchedumbres carlistas pueden irse á su casa ó á engrosar el socialismo; pero jamás de escolta á los partidos medios, porque se lo veda su condición resuelta y guerrera. Mas tengo la firme creencia de que un partido que tiene ya vida casi secular y que se extiende por casi todos los antiguos dominios españoles, fundando nuevas ciudades, como Loredán y Pío X, en América, está llamado á enterrar á muchos enterradores.

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Así habló el Sr. Mella; de lo que él dice claro está que es necesario descontar todos los ensueños y arrebatos del partidario; pero no cabe duda de que sus manifestaciones tienen interés de actualidad.


Fuentes

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