Entre naranjos/Primera parte/V
V
Las primeras lluvias del invierno caían con insistencia sobre la comarca. El cielo gris, cargado de nubes, parecía tocar la copa de los árboles. La tierra rojiza de los campos oscurecíase bajo el continuo chaparrón; los caminos hondos y tortuosos, entre las tapias y setos de los huertos, convertíanse en barrancos; paralizábase la vida laboriosa del cultivo, y los pobres naranjos, tristes y llorosos, encogíanse bajo el diluvio, como protestando contra aquel camino brusco en el país del sol.
El río crecía. Las aguas, rojas y gelatinosas, como arcilla líquida, chocaban contra las pilastras de los puentes, hirviendo como montones removidos de hojas secas. Los habitantes de las casas inmediatas al Júcar seguían con mirada ansiosa el curso del río y plantaban en la orilla cañas y palos para convencerse de la subida de su nivel.
–¿Munta?... –preguntaban los que vivían en el interior.
–Sí que munta –contestaban lo ribereños.
El agua subía con lentitud, amenazando a la ciudad que audazmente había echado raíces en medio de su cauce.
Pero a pesar del peligro, los vecinos no iban más allá de una alarmada curiosidad. Nadie sentía miedo ni abandonaba su casa para pasar los puentes buscando un refugio en tierra firme. ¿Para qué? Aquella inundación sería como todas. Era inevitable de cuando en cuando la cólera del río; hasta había que agradecerla, pues constituía diversión inesperada, una agradable paralización de trabajo. La confianza moruna daba tranquilidad a la gente. Lo mismo había hecho en tiempos de sus padres, de sus abuelos y tatarabuelos, y nunca se llevó la población: algunas casas, la vez que más. ¿Y había de sobrevenir ahora la catástrofe?... El río era el amigo de Alcira; se guardaban el afecto de un matrimonio que, entre besos y bofetadas, llevasen seis o siete siglos de vida común. Además, para la gente menuda, estaba allí el padre San Bernardo, tan poderoso como Dios en todo lo que tocase a Alcira, y único capaz de domar aquel monstruo que desarrollaba sus ondulantes anillos de olas rojizas.
Llovía día y noche, y, sin embargo, la ciudad, por su animación, parecía estar de fiesta. Los muchachos, emancipados de la escuela por el mal tiempo, iban a los puentes a arrojar ramas para apreciar la velocidad de la corriente o descendían por las callejuelas vecinas al río para colocar señales, aguardando que la lámina de agua, ensanchándose, llegase hasta ellas.
La gente de los cafés se deslizaba por las calles al abrigo de los grandes aleros, cuyas canales rotas vomitaban chorros como brazos, y después de mirar el río, bajo el débil abrigo de sus paraguas, volvían muy ufanos parándose en todas las casas para dar su opinión sobre la crecida.
Era una de pareceres, discusiones ardorosas y diversas profecías, que agitaban la ciudad de un extremo a otro con el calor y la vehemencia de la sangre meridional.. Se disputaba, se enfriaban amistades por si en media hora el río había subido cuatro dedos o uno solo, y faltaba poco por venir a las manos por si esta riada era más importante que la anterior.
Y, mientras tanto, el cielo llorando incesantemente por sus innumerables ojos; el río, hinchándose de rugiente cólera, lamiendo con sus lenguas rojas la entrada de las calles bajas, asomábase a los huertos de las orillas y penetraba por entre los naranjos, después de abrir agujeros en los setos y en las tapias.
La única preocupación era si llovería al mismo tiempo en las montañas de Cuenca. Si bajaba agua de allá, la inundación sería cosa seria. Y los curiosos hacían esfuerzos al anochecer por adivinar el color de las aguas, temiendo verlas negruzcas, señal cierta de que venían de la otra provincia.
Cerca de dos días duraba aquel diluvio. Cerró la noche, y en la oscuridad sonaba lúgubre el mugido del río. Sobre su negra superficie reflejábanse, como inquietos pescados de fuego, las luces de las casas ribereñas y los farolillos de los curiosos que examinaban las orillas.
En las calles bajas, el agua, al extenderse, se colaba por debajo de las puertas. Las mujeres y los chicos refugiábanse en los graneros, y los hombres, remangados de piernas, chapoteaban en el líquido fangoso, poniendo en salvo los aperos de labranza o tirando de algún borriquillo que retrocedía asustado, metiéndose cada vez más en el agua.
Toda aquella gente de los arrabales, al verse en las tinieblas de la noche, con la casa inundada, perdió la calma burlona de que había hecho alarde durante el día. La dominaba el pavor de lo sobrenatural y buscaba con infantil ansiedad una protección, un poder fuerte que atajase el peligro. Tal vez esta riada era la definitiva. ¿Quién sabe si serían ellos los destinados a perecer con las últimas ruinas de la ciudad?... Las mujeres gritaban asustadas al ver las míseras callejuelas convertidas en acequias:
–¡El pare San Bernat!... ¡Que traguen al pare San Bernat!
Los hombres se miraban con inquietud. Nadie podía arreglar aquello como el glorioso patrón. Ya era hora de buscarle, cual otras veces, para que hiciese el milagro.
Había que ir al Ayuntamiento; obligar a los señores de viso, gente algo descreída, a que sacasen el santo para consuelo de los pobres.
En un momento se formó un verdadero ejército. Salían de las lóbregas callejuelas chapoteando en el agua como ranas, vociferando el grito de guerra: ¡San Bernat! ¡San Bernat! Los hombres, remangados de piernas y brazos o desnudos, sin otra concesión al pudor que la faja, esa prenda que jamás se despega de la piel del labriego; las mujeres, con las faldas a la cabeza, hundiendo en el barro sus tostadas y enjutas piernas de bestias de trabajo; todos mojados de cabeza a pies, con las ropas mustias y colgantes adheridas a la carne. Al frente del inmenso grupo iban unos mocetones con hachas de viento, cuyas llamas se enroscaban crepitantes bajo la lluvia, paseando sus reflejos de incendio sobre la vociferante multitud.
–¡San Bernat! ¡San Bernat!... ¡Vítol el pare San Bernat!
Pasaban por las calles con el estrépito y la violencia de un pueblo amotinado, bajo el continuo gotear del cielo y los chorros de los aleros. Abríanse puertas y ventanas, uniéndose nuevas voces a la delirante aclamación, y en cada bocacalle, un grupo de gente engrosaba la negra avalancha.
Iban todos al Ayuntamiento, furiosos y amenazantes, como si solicitaran algo que podían negarles, y entre la muchedumbre veíanse escopetas, viejos trabucos y antiguas pistolas de arzón, enormes como arcabuces. Parecía que iban a matar al río.
El alcalde, como todos los del ayuntamiento, aguardaba a la puerta de la casa de la ciudad. Habían llegado corriendo, seguidos de alguaciles y gentes de la ronda, para hacer frente al motín.
–¿Qué voleu? –preguntaba el alcalde a la muchedumbre.
¡Qué habían de querer! El único remedio, la salvación; llevar al santo omnipotente a la orilla del río para que le metiera miedo con su presencia; lo que venían haciendo siglos y siglos sus ascendientes, gracias a lo cual aún existía la ciudad.
Algunos vecinos, que eran mal mirados por la gente del campo a causa de su incredulidad, sonreían. ¿No sería mejor desalojar las casas cercanas al río? Una tempestad de protestas seguía a esta proposición. ¡Fuera! ¡Querían que saliese el santo! ¡Qué hiciera el milagro, como siempre!
Y acudía a la memoria de la gente sencilla el recuerdo de los prodigios aprendidos en la niñez sobre las faldas de la madre; las veces que en otros siglos había bastado asomar a San Bernardo a un callejón de la orilla para que inmediatamente el río se fuera hacia abajo, desapareciendo como el agua de un cántaro que se rompe.
El alcalde, fiel a la dinastía de los Brull, estaba perplejo. Le atemorizaba el populacho y quería acceder, como de costumbre; pero era grave falta no consultar al quefe. Por fortuna, cuando la gran masa negra comenzaba a revolverse, indignada por su silencio, y salían de ella silbidos y gritos hostiles, llegó Rafael.
Doña Bernarda le había hecho salir al primer asomo de la popular manifestación. En aquellas circunstancias era cuando se lucía su marido, dando disposiciones que de nada servían. Pero al volver el río a su normalidad y desaparecer el peligro, el popular rebaño admiraba sus sacrificios, llamándole el padre de los pobres. Si el milagroso santo había de salir, que fuese Rafael quien concediera el permiso. Las elecciones de diputados estaban próximas: la inundación no podía llegar con más oportunidad. Nada de imprudencias ni de darle un susto; pero debía hacer algo, para que la gente hablase de él como hablaba de su padre en tales casos.
Por eso, Rafael, después de hacerse explicar por los más exaltados el deseo de la manifestación, ordenó con majestuoso además:
–Concedido: que saquen a San Bernat.
Entre un estrépito de aplausos y vivas a Brull, la negra avalancha se dirigió a la iglesia.
Había que hablar con el cura para sacar el santo; y el buen párroco, bondadoso, obeso y un tanto socarrón, se resistía siempre a acceder a lo que él llamaba una mojiganga tradicional. Le complacía poco salir en procesión, bajo un paraguas, la sotana remangada, perdiendo a cada paso los zapatos en el barro. Además, cualquier día, después de sacar en rogativa a San Bernardo, el río se llevaba media ciudad, «¿y en qué postura –como decía él– quedaba la religión por culpa de aquella turba de vociferadores?»
Rafael y sus acólitos del Ayuntamiento se esforzaban por convencer al cura; pero éste sólo contestaba a su petición preguntando si venía agua de Cuenca.
–Creo que sí –dijo el alcalde–. Ya ve usted que esto aumenta el peligro y se hace más precisa la salida del santo.
–Pues si viene agua de allá –contestó el párroco–, lo mejor es dejarla pasar y que San Bernardo se quede en su casa. Estas cosas de santos se han de tocar con mucha discreción, créanme ustedes... Y, si no, acuérdense de aquella riada en la que el agua iba por encima de los puentes. Sacamos al santo y poco faltó para que el río se lo llevara agua abajo.
La muchedumbre, inquieta por la tardanza, gritaba contra el cura. Era una escena extraña ver al hombre de la Iglesia protestando en nombre del buen sentido, pretendiendo luchar contra las preocupaciones amontonadas por varios siglos de fanatismo.
–Puesto que ustedes lo quieren, sea –dijo por fin–. Saquen al santo, y que Dios se apiade de nosotros.
Una aclamación inmensa de la muchedumbre que llenaba la plaza de la Iglesia saludó la noticia. Seguía cayendo la lluvia, y sobre las apretadas filas de cabezas cubiertas con faldas, mantas y algún que otro paraguas, pasaban las rojizas llamas de los hachones, tiñendo de escarlata las mojadas caras.
Sonreía la gente bajo aquel temporal con la confianza del éxito, gozándose por adelantado con el terror del río apenas entrase en él la bendita imagen. ¿Qué no podría San Bernardo? Su historia portentosa, como un romance de moros y cristianos, inflamaba todas las imaginaciones. Era un santo de la tierra: el hijo segundo del rey moro de Carlet. Por su talento, su cortesía y su hermosura, obtuvo tanto éxito en la Corte del rey de Valencia, que llegó a ser su primer ministro; y cuando su señor tuvo que entrar en tratos con el rey de Aragón, envió a Barcelona a San Bernardo que a la sazón sólo se llamaba el príncipe Hamete.
En su viaje, llega una noche a las puertas del monasterio de Poblet. Los cánticos de los cistercienses, difundiéndose místicos y vagarosos, en la calma de la noche, al través de las ojivas, conmueven el alma del joven sarraceno, que se siente atraído a la religión de los enemigos por el encanto de la poesía. Se bautiza, toma el blanco hábito de San Bernardo de Clairvaux, y vuelve algún tiempo después al reino de Valencia para predicar el cristianismo. Le respeta la tolerancia con que los monarcas sarracenos acogían todas las doctrinas religiosas, y convierte a sus dos hermanas moras, que toman los nombres de Gracia y María, e inflamadas de santo entusiasmo, quieren acompañar al hermano en sus predicaciones.
Pero el viejo rey de Carlet había muerto. En el mando del pequeño estado feudatario, especie de jefatura de cabila militar, le había sucedido su primogénito, el arrogante Almanzor, un moro brutal y orgulloso, que se afrenta de que individuos de su familia vayan por los caminos, rotos y miserables, predicando una religión de mendigos, y con unos cuantos jinetes sale en persecución de sus hermanos. Los encuentra junto a Alcira, ocultos en la orilla del río; con un revés de su espada corta el cuello a las dos hermanas, y San Bernardo es crucificado y le taladran la frente con un clavo enorme. Así pereció el santo patrón adorado con fervor por los pequeños, el príncipe hermoso convertido en vagabundo y pordiosero, sacrificio que halagaba a los más pobres de sus devotos.
La muchedumbre recordaba esta historia, repetida de generación en generación, sin más crédito que las tradiciones ni otros documentos justificantes que la fe popular, y daba vivas al padre San Bernardo, convencida de que era el primer ministro de Dios, como lo había sido del rey moro de Valencia.
Se organizaba rápidamente la procesión. Por las estrechas calles de la isla corría la lluvia, formando arroyos, y descalzos o hundiendo sus zapatos en el agua, llegaban hombres con hachones y trabucos, mujeres guardando sus pequeñuelos bajo la hinchada tienda que formaban las sayas subidas a la cabeza. Presentábanse los músicos con las piernas desnudas, levita de uniforme y emplumado chacó, semejantes a esos jefes indígenas que adornan su desnudez con casacas y tricornios de desecho.
Frente a la iglesia brillaban como un incendio los grupos de hachones, y al través del gran hueco de la puerta veíanse, cual lejanas constelaciones, los cirios de los altares.
Casi todo el vecindario estaba en la plaza, a pesar de la lluvia, cada vez más fuerte. Muchos miraban al negro espacio con expresión burlona. ¡Qué chasco iban a llevarse! Hacía bien en aprovechar la ocasión soltando tanta agua; ya cesaría de chorrear tan pronto como saliese San Bernardo.
La procesión comenzaba a extender su doble cadena de llamas entre el apretado gentío.
–¡Vítol el pare San Bernat! –gritaban a la vez un sinnúmero de voces roncas.
–¡Vítol les chermanetes! –añadían otros, corrigiendo la falta de galantería de los más entusiastas.
Porque las hermanitas, las santas mártires Gracia y María, también figuraban en la procesión. San Bernardo no iba solo a ninguna parte. Era cosa sabida hasta por los niños que no había fuerza en el mundo capaz de arrancar al santo de su altar si antes no salían las hermanas. Juntas todas las caballerías de los huertos y tirando un año, no conseguirían moverle de su pedestal. Era éste uno de sus milagros acreditados por la tradición. Le inspiraban las mujeres poca confianza –según decían los comendadores alegres–, y, no queriendo perder de vista a sus hermanas, para salir él de su altar habían de ir éstas delante.
Asomaron a la puerta de la iglesia las santas hermanas, balanceándose en su peana sobre las cabezas de los devotos.
–¡Vítol les chermanetes!
Y las pobres chermanetes, goteando por todos los pliegues de sus vestiduras, avanzaban en aquella atmósfera casi líquida, oscura, tempestuosa, cortada a trechos por el crudo resplandor de los hachones.
Los músicos probaban los instrumentos, preparándose a soplar la Marcha Real. En el hueco iluminado de la puerta se marcó algo que brillaba sobre las cabezas como un ídolo de oro. Avanzaba pesadamente, con fatigoso cabeceo, como movido por las olas de un mar irritado. La multitud lanzó un rugido. La música rompió a tocar.
–¡Vítol el pare San Bernat!
Pero las músicas y las aclamaciones quedaron ahogadas por un estrépito horripilante, como si la isla se abriera en mil pedazos, arrastrando la ciudad al centro de la tierra. La plaza se llenó de relámpagos. Era una verdadera batalla: descargas cerradas, arcabuzazos sueltos, tiros que parecían cañonazos. Todas las armas del vecindario saludaban la salida del santo. Los viejos trabucos, cargados hasta la boca, tronaban con fogonazos que quitaban la vista, chamuscando a los más cercanos; disparábanse los pistolones de arzón entre las piernas de los fieles, repetían sus secas detonaciones las escopetas de fabricación moderna, y la muchedumbre, aficionada a correr la pólvora, arremolinábase, gesticulante y ronca, enardecida por el excitante humo mezclado con la humedad de la lluvia y por la presencia de aquella imagen de bronce, cuya cara, redonda y bondadosa de frailecillo sano, parecía adquirir palpitaciones de vida a la luz de las antorchas.
Ocho hombres forzudos y casi en cueros encorvábanse bajo el peso del santo. Las oleadas de gente estrellábanse contra ellos, haciendo vacilar las andas. Dos atletas despechugados, admiradores del santo, marchaban a ambos lados conteniendo al gentío.
Las mujeres, sofocadas por la aglomeración, empujadas y golpeadas por el vaivén, rompían a llorar con la vista fija en el santo, agitadas por un sollozo histérico.
–¡Ay Pare San Bernat! ¡Pare San Bernat, salveumos!
Otras sacaban a los chiquillos de entre los pliegues de sus faldas, y levantándolos sobre sus cabezas, buscaban los brazos de los dos poderosos atletas.
–¡Agárralo! ¡Qu'l bese!
Y el atleta, por encima de la gente, agarraba al chiquillo con una mano que parecía una garra. Lo asía del primer sitio que encontraba, elevándolo hasta el nivel del santo para que besase el bronce, y lo devolvía como una pelota a los brazos de su madre. Todo con rapidez, automáticamente, dejando un chiquillo para coger otro, con la regularidad de una máquina en función. Muchas veces el impulso era demasiado rudo; chocaban las cabezas de los niños con sordo ruido, aplastábanse las tiernas narices contra los pliegues del metálico hábito, pero el fervor de la muchedumbre parecía contagiar a los pequeños; eran los futuros adoradores del fraile moro, y rascándose los chichones con las tiernas manecitas, se tragaban las lágrimas y volvían a adherirse a las faldas de sus madres.
Detrás del glorioso santo marchaban Rafael y los señores del Ayuntamiento con gruesos blandones: el cura, bufando al sentir las primeras caricias de la lluvia, bajo el gran paraguas de seda roja con que le cubría el sacristán, y la muchedumbre de hortelanos confundidos con los músicos, que, más atentos a mirar dónde ponían los pies que a los instrumentos, entonaban una marcha desacorde y rara. Seguían los tiros, las aclamaciones delirantes a San Bernardo y sus hermanas, y rodeada de un nimbo rojo por el resplandor de las antorchas, saludada en cada esquina por una descarga cerrada, iba navegando la imagen sobre aquel oleaje de cabezas azotado por la lluvia, que, a la luz de los cirios, tomaba la transparencia de hilos de cristal. Y en torno del santo los brazos de los atletas, siempre en movimiento, subiendo y bajando chiquillos que babeaban el mojado bronce del padre San Bernardo. En balcones y ventanas aglomerábanse las mujeres con las cabeza resguardada por las faldas. El paso del santo provocaba profundos suspiros, dolorosas exclamaciones de súplica. Era un coro de desesperación y de esperanza.
–¡Salveumos, pare San Bernat!... ¡Salveumos!...
La procesión llegó al río, pasando y repasando el puente del Arrabal. Reflejáronse las inquietas llamas en las olas lóbregas del río, cada vez más mugientes y aterradoras. El agua todavía no llegaba al pretil, como otras veces. ¡Milagro! Allí estaba San Bernardo que le pondría freno. Después la procesión se metió en las lenguas del río que inundaban los callejones. Era un espectáculo extraño ver toda aquella gente, empujada por la fe, descendiendo por las callejuelas convertidas en barrancos. Los devotos, levantando un hachón sobre sus cabezas, entraban sin vacilar agua adelante, hasta que el espeso líquido les llegaba cerca de los hombros. Había que acompañar al santo.
Un viejo temblaba de fiebre. Había cogido unas tercianas en los arrozales, y sosteniendo el hachón con sus manos trémulas, vacilaba antes de meterse en el río.
–Entre, agüelo –gritaban con fe las mujeres–. El pare San Bernat el curará.
Había que aprovechar las ocasiones. Puesto el santo a hacer milagros, se acordaría también de él.
Y el viejo, temblando bajo sus ropas mojadas, se metió resueltamente en el agua dando diente con diente.
La imagen iba entrando con lentitud en los callejones inundados. Los robustos gañanes, encorvados bajo el peso de las andas, se hundían en el agua; sólo podían avanzar ayudados por un grupo de fieles que se cogían a la peana por todos lados. Era una confusa maraña de brazos nervudos y desnudos saliendo del agua para sostener el santo; un pólipo humano que parecía flotar en la roja corriente sosteniendo la imagen sobre sus lomos.
Detrás iban el cura y los mandones a horcajadas sobre algunos entusiastas, que, para mayor lustre de la fiesta, se prestaban a hacer de caballerías, llevando ante las narices el cirio de los jinetes.
El cura, asustado al sentir el frío del agua cerca de la espalda, daba órdenes para que el santo volviera atrás. Ya estaba al final de la callejuela, en el mismo río; se notaban los esfuerzos desesperados, el recular forzado de aquellos entusiastas, que comenzaban a sufrir el impulso de la corriente. Creían que cuanto más entrase el santo en el río, más pronto bajarían las aguas. Por fin, el instinto de conservación les hizo retroceder, y salieron de una callejuela para entrar en otra, repitiendo la misma ceremonia. De pronto cesó de llover.
Una aclamación inmensa, un grito de alegría y triunfo sacudió a la muchedumbre.
–¡Vítol el pare San Bernat!...
¿Y aún dudaban de su inmenso poder los vecinos de los pueblos inmediatos?... Allí estaba la prueba. Dos días de lluvia incesante, y de repente no más agua; había bastado que el santo saliera a la calle.
E inflamadas por el agradecimiento, las mujeres lloraban, abalanzándose a las andas del santo, besando en ellas lo primero que encontraban, los barrotes de los porteadores o los adornos de la peana, y toda la fábrica de madera y bronce sacudíase como una barquilla entre el oleaje de cabezas vociferantes, de brazos extendidos y trémulos por el entusiasmo.
Aún anduvo la procesión más de una hora por las inmediaciones del río, hasta que el cura, que chorreaba por todas las puntas de su sotana y llevaba cansados más de doce feligreses convertidos voluntariamente en cabalgaduras, se negó a pasar adelante. Por voluntad de aquella gente, el paseo de San Bernardo hubiese durado hasta el amanecer; pero lo que respondía el cura:
–¡Lo que al santo le tocaba hacer ya lo había hecho! ¿A casa!
Rafael, dejando el cirial a uno de los suyos, se quedó en el puente entre un grupo de conocedores del país, que lamentaban los daños de la inundación. Llegaban a cada instante, no se sabía cómo, noticias alarmantes de los daños causados por el río. Tal molino estaba aislado por las aguas, y sus habitantes, refugiados en el tejado, disparaban las escopetas pidiendo auxilio. Muchos huertos habían desaparecido bajo las aguas. Las pocas barcas que había en la ciudad iban como podían por aquel inmenso lago salvando familias, expuestas a estrellarse contra los obstáculos sumergidos, teniendo que librarse con desesperados golpes de remo de la veloz corriente.
Y a pesar del peligro, la gente hablaba con una relativa tranquilidad. Estaban habituados a aquella catástrofe casi anual, la inundación era un mal inevitable de su vida, y la acogían con resignación. Además, hablaban de los telegramas recibidos por el alcalde con expresión de esperanza. Al amanecer tendrían auxilio. Llegaría el gobernador de Valencia con los marineros de guerra y se llenaría de barcas la laguna. No quedaban más que unas cuantas horas de espera. Lo importante era que no subiese el nivel del agua.
Y se consultaron las señales puestas en el río, promoviéndose terribles discusiones. Rafael vió que aún seguía subiendo, aunque con lentitud.
Los hortelanos no querían convencerse. ¿Cómo había de crecer el río después de entrar en él el pare San Bernat? No, señor; no subía; eran mentiras para desacreditar al santo. Y un mocetón de ojos feroces hablaba de vaciarle el vientre de una cuchillada a cierto burlón que aseguraba que el río subiría sólo por el gusto de dejar malparado al milagroso fraile.
Rafael se acercó al grupo, y a la luz de una linterna reconoció al barbero Cupido, un maldito guasón de rizadas patillas y nariz aguileña, que tenía el gusto en burlarse de la dura y salvaje fe de la gente sencilla.
Brull conocía mucho al barbero. Rea una de sus admiraciones de adolescente. El miedo a su madre fué lo único que le impidió de muchacho el frecuentar aquella barbería, refugio de la gente más alegre de la ciudad, nido de murmuraciones y francachelas, escuela de guitarreos y romanzas amorosas que ponían en conmoción a toda la calle. Además, aquel Cupido era el excéntrico de la ciudad, el bohemio despreocupado y mordaz, a quien todo se toleraba; el hombre que se permitía tener cosas y hablar mal de todo el mundo sin que la gente se indignase. Era el único que podía burlarse de la tiranía de los Brull, sin que esto le impidiese la entrada en el
Casino del partido, donde los jóvenes admiraban sus chistes y sus trajes estrambóticos.
Rafael lo quería, aunque su trato con él no fuese muy íntimo. Entre la gente solemne y conservadora que lo rodeaba, aparecíasele el barbero como el único hombre con quien podía hablar. Casi era un artista. Iba a Valencia en invierno para oír las óperas que elogiaban los diarios, y en un rincón de su tienda tenía montones de novelas y periódicos ilustrados, reblandecidos por la humedad y con las hojas gastadas por el continuo roce de los parroquianos.
Trataba poco a Rafael, adivinando que su madre no había de ver con buenos ojos esta amistad, pero mostraba cierto aprecio por el joven; lo tuteaba por haberlo conocido de niño, y decía de él en todas partes:
–Es el mejor de la familia; el único Brull que tiene más talento que malicia.
No ocurría suceso en Alcira que él ignorase; todas las debilidades y ridiculeces de los personajes de la ciudad las hacía públicas en su barbería, para regocijo de los de la cáscara amarga que se reunían allí a leer los órganos del partido. Los señores del Ayuntamiento temían al barbero más que a diez periódicos, y cuando en alguno de los discursos que los grandes hombres del partido conservador pronunciaban en Madrid leían algo sobre la hidra revolucionaria o el foco de la anarquía, se imaginaban una barbería como la de Cupido, pero mucho más grande, esparciendo por toda la nación una atmósfera venenosa de burlas crueles y perversas insolencias.
No ocurría en la ciudad suceso que no tuviese por indispensable testigo al barbero. Bien podía desarrollarse en lo último del Arrabal o en algún huerto; era indispensable que a los pocos minutos apareciese allí Cupido para enterarse de todo, prestar socorro al que lo necesitara, intervenir entre los contendientes y relatar después con mil detalles todo lo ocurrido.
Gozaba de libertad para seguir llevando esta vida. A los parroquianos los servían dos mancebos tan locos como su maestro; dos chicuelos a lo que Cupido pagaba con lecciones de guitarra y una comida mejor o peor, según los ingresos, repartidos entre los tres fraternalmente. Y si el maestro asombraba a la ciudad saliendo a paseo en pleno invierno con traje de hilo blanco, ellos, por no quedar a la zaga, afeitábanse la cabeza y las cejas y asomaban tras la vidriera sus testas como bolas de billar, con gran alborozo de la ciudad, que acudía a ver los chinos de Cupido.
Una inundación era para el barbero un gran día. Cerraba la tienda y se establecía en el puente, sin cuidarse del mal tiempo, perorando ante un gran grupo, asustando a los pobres hortelanos con sus exageraciones y mentiras, dando noticias que, según él, acababa de remitirle el gobernador por telégrafo, y con arreglo a las cuales antes de dos horas no quedaría en la ciudad piedra sobre piedra, y hasta el milagroso San Bernardo iría a parar al mar.
Cuando Rafael le encontró en el puente, después de la procesión, estaba próximo a venir a las manos con unos cuantos rústicos, indignados por sus impiedades.
Separándose de los grupos, hablaron los dos de los peligros de la inundación. Cupido se mostraba, como siempre, bien enterado. Le había dicho que el río se llevaba agua abajo a un pobre viejo sorprendido en el huerto. No sería ésta la única desgracia. Caballos y cerdos habían pasado muchos bajo el puente en plena tarde, flotando entre los rojos remolinos con el vientre hinchado como un odre y las patas tiesas.
El barbero hablaba con gravedad, con cierto aire de tristeza. Rafael le oía, mirándole ansiosamente, como si deseara que hablase de algo que no se atrevía a indicar. Por fin se decidió.
–Y en la casa azul, en ese huerto de doña Pepita, adonde tú vas algunas veces, ¿no ocurrirá algo?
–La casa es fuerte –contestó el barbero– y no es ésta la primera inundación que aguanta... Pero está cerca del río, y el huerto será un lago a estas horas; de seguro que el agua llega al primer piso. La pobre sobrina de doña Pepa tendrá un buen susto... ¡Mira que venir de tan lejos, de sitios tan hermosos, para ver estas cosas!...
–¡Si fuéramos allá!... ¿Qué te parece, Cupido?
–¡Ir allá!... ¿Y cómo?
Pero la proposición, por su audacia, forzosamente había de agradar a un hombre como el barbero, el cual acabó riendo, como si la aventura fuese graciosa.
–Es verdad; podríamos ir. Tendría chiste que la célebre diva nos viera llegar como unos venecianos, para darle una serenata en medio de sus susto... Casi estoy por ir a casa y traerme la guitarra...
–No, Cupido del demonio; fuera guitarras. ¡Qué cosas se te ocurren! Lo que importa es prestar auxilio a esas señoras. Ya ves: ¡si ocurriera una desgracia!...
El barbero, atajado en su proyecto novelesco, fijo sus ojos maliciosos en Rafael.
–Tú te interesas también por la ilustre artista. ¡Ah pillo! También te ha dado golpe por guapa... Pero ya recuerdo; tú la has visto; me lo dijo ella.
–¡Ella!... ¿Ella te ha hablado de mí?
–Algo sin importancia. Me dijo que te había visto en la ermita una tarde.
Y Cupido se calló lo demás. No dijo que Leonora, al nombrarle, había dicho que le parecía un muchacho tonto.
Rafael mostrándose entusiasmado por la noticia. ¡Había hablado de él! ¡No olvidaba aquel encuentro de penoso recuerdo!... ¿Qué hacía aún allí, inmóvil en el puente, cuando allá abajo estarían necesitando la presencia de un hombre?
–Oye, Cupido: ahí tengo mi barca; ya sabes, la barca que mi padre encargó a Valencia para regalármela. Costillaje de acero, madera magnífica, más segura que un navío. Tú entiendes el río...; más de una vez te he visto remar; yo no soy manco... ¿Vamos?
–Andando –dijo el barbero con resolución.
Buscaron una antorcha, ayudados por varios mocetones, trajeron la barca de Rafael hasta una escalerilla de la ribera.
El río mugía con sordo hervor en torno del bote, pugnando por arrebatarlo. Los robustos brazos tiraban con fuerza de la cuerda, manteniéndolo junto a la orilla.
Arriba, en el puente, entre los grupos, corría la noticia de la expedición, pero agrandada y desfigurada por los curiosos. Se trataba de salvar a una pobre familia refugiada en la techumbre de su casa, mísera gente que iba a perecer de un momento a otro. Lo había sabido Rafael, y allá iba a salvarlos exponiendo su vida, él, tan rico, tan poderoso. ¡Qué hombres todos los de la familia Brull!... ¿Y aún había quien hablara contra ellos? ¡Qué corazón! Y los pobres huertanos seguían el movimiento de la antorcha encendida en la proa del bote, que arrojaba sobre las aguas una gran mancha sangrienta; contemplaban con adoración a Rafael, encorvado en la popa para sujetar bien el timón. De la oscuridad partían ruegos y proposiciones en voz suplicante. Eran fieles entusiastas que querían acompañar al quefe; ahogarse con él si era preciso.
Cupido protestaba. No; para aquella empresa, cuanto menos gente, mejor; la barca había de estar ligera; él se bastaba para los remos y don Rafael para el timón.
–¡Solteu! ¡Solteu! –ordenó el hijo de doña Bernarda.
Y soltando la cuerda los mocetones, la barca, después de algunos cabeceos, partió como una flecha, arrastrada por la corriente.
Encajonado el brazo del río entre la ciudad vieja y la nueva, las aguas, altas y veloces, arrastraban el bote como una rama. El barbero sólo había de mover los remos, para desviar la barca de la orilla. Los obstáculos sumergidos producían grandes remolinos, que sacudían a la embarcación, y a la luz de la antorcha, que ensangrentaba las ondas gelatinosas, veían pasar troncos de árboles, cadáveres de animales, objetos informes que apenas si asomaban una punta negra en la superficie y hacían pensar en ahogados cubiertos de barro flotando entre dos aguas. Arrastrados por la vertiginosa corriente, respirando el vaho fangoso del río como si mascasen tierra, sacudidos a cada momento por los remolinos, Rafael se creía en plena pesadilla; comenzaba a sentirse arrepentido de su audacia.. De las casas inmediatas al río partían gritos. Se iluminaban las ventanas. En sus huecos, algunas sombras saludando con brazos que parecían aspas aquella llama roja que resbalaba sobre el río, marcando la línea negra de la barca y las siluetas de los dos hombres encogidos en sus asientos. Había corrido la noticia de la expedición por toda la ciudad, y la gente gritaba saludando el rápido paso
de la barca: «¡Viva don Rafael!» «¡Viva Brull!»
Y el héroe que causaba admiración exponiendo su vida por salvar una familia pobre, hundido en la oscuridad, en aquella atmósfera pegajosa y pesada de tumba, pensaba únicamente en la casa azul, donde iba a penetrar por fin, pero de un modo extraño y novelesco.
De cuando en cuando, un crujido, un salto de la barca, le volvían a la realidad.
–¡Ese timón! –gritaba Cupido, que no separaba sus ojos de las aguas–. ¡Atención, Rafaelito! Evita los choques.
Y en verdad que el bote era bueno, pues otro, sin sus sólidas maderas y su costillaje de acero, se hubiera abierto en uno de los encontronazos con los sumergidos obstáculos.
Daban rápidamente la vuelta a la ciudad. Ya no se veían casas con ventanas iluminadas. Altos ribazos coronados por tapias, inabordables riberas de barro y cañaverales sumergidos; un poco más allá, el río libre, la confluencia de los dos brazos que abarcaban la antigua ciudad y unían sus corrientes extendiéndose como inmenso lago.
Los dos hombres iban a la ventura. Carecían, para guiarse, de las señales normales. Habían desaparecido las riberas, y en la oscuridad, más allá del círculo rojo de la antorcha, sólo se veía agua y más agua, una inmensa sábana que se desarrollaba en incesante movimiento, arrastrándolos en sus ondulaciones. De cuando en cuando, a ras de la líquida superficie, surgía una mancha negra; las crestas de los cañaverales inundados; las copas de los árboles; vegetaciones extrañas y monstruosas que parecían enroscarse en la sombra.
El silencio era absoluto. El río, libre de la opresión d la ciudad, no mugía ya; se agitaba y arremolinaba en silencio, borrando todos los vestigios de la tierra. Los dos hombres se creían dos náufragos abandonados en un mar sin límites, en una noche eterna, sin otra compañía que la llama rojiza que serpenteaba en la proa y aquellas vegetaciones sumergidas que aparecían y desaparecían como los objetos vistos desde un tren a gran velocidad.
–Boga, Cupido –dijo Rafael–. La corriente es muy fuerte; aún estamos en el río. Vamos hacia la derecha, a ver si nos metemos en los huertos.
El barbero se encorvó sobre los remos, y la barca, siempre impelida por la corriente, comenzó a torcer su proa con lentitud, buscando aquella vegetación que asomaba a flor de agua como los sargazos del Océano.
La barca comenzó a tropezar con obstáculos invisibles. Eran capas crujientes que parecían aprisionarla por debajo, invisibles telarañas que se agarraban a la quilla y se abrían trabajosamente después de muchos golpes de remo. Continuaba el lago oscuro y sin límites, pero la corriente era menos ruda, más dulces las ondulaciones, y los dos tripulantes sentían la sensación del que navega en aguas muertas.
La luz de la antorcha marcaba sobre la superficie, aquí y allá, gigantescos hongos oscuros, grandes paraguas, cúpulas barnizadas que brillaban reflejando la roja llama. Eran naranjos sumergidos. Estaban en los huertos. Pero ¿en cuáles? ¿Cómo guiarse en la oscuridad? De cuando en cuando chocaba la barca con algún barco invisible; conmovíase el bote como si fuese a estallar, y había que retroceder, dar un rodeo, buscando otro paso.
Deslizábanse lentamente, por temor a los choques; iban de un lado a otro, evitando los obstáculos, y acabaron por desorientarse, no sabiendo ya a qué lado estaba el río. Por todas partes oscuridad y agua. Los naranjos sumergidos, todos iguales, formando sobre la corriente complicados callejones, un dédalo en el que se enredaban cada vez más, vagando sin dirección.
Cupido sudaba moviendo sin cesar los remos. La barca arrastrábase pesadamente en aquella agua fangosa, llena de marañas vegetales que se agarraban a la quilla.
–Esto es peor que el río –murmuraba–. Rafael, tú que vas de frente, ¿no ves ninguna luz?
–Nada.
El rojo reflejo de la antorcha chocaba en las enormes bolas de hojas que asomaban sobre el agua o se hundían en el espacio, ahogado por las húmedas y pesadas tinieblas.
Así vagaron algunas horas por la campiña inundada. El barbero no podía más; había entregado los remos a Rafael, que también desfallecía de fatiga.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Iban a quedarse allí para siempre? Y embotado su pensamiento por la fatiga y el vértigo de la desorientación, creían que la noche no iba a terminar nunca, que se apagaría la antorcha y la barca se convertiría en negro ataúd, sobre el cual flotarían eternamente sus cadáveres.
Rafael, que iba de espaldas a la proa, vió una luz a la izquierda. La dejaban atrás, se alejaban de ella; tal vez estaba allí la casa tan penosamente buscada.
–Puede que sea –afirmó Cupido–. Sin duda hemos pasado cerca sin verla, y vamos abajo, hacia el mar... Y aunque no sea la casa azul, ¿qué? Lo importante es que allí hay alguien, y vale más eso que errar en la oscuridad. Dame los remos, Rafael. Si no es la casa de doña pepa, al menos sabremos dónde estamos.
Viró la barca, y por entre el dédalo de árboles sumergidos fué poco a poco deslizándose hacia la luz. Chocaron con varios obstáculos, cerca tal vez de huertos, tapias arruinadas y sumergidas, y la luz iba agrandándose, era ya un gran cuadro rojizo en el que se agitaban negras siluetas. Marcábase sobre las aguas una mancha dorada e inquieta.
La luz de la barca comenzó a trazar en la oscuridad el contorno de una casa ancha y de techo bajo que parecía flotar sobre las aguas. Era el piso superior de un edificio invadido por la inundación. El piso bajo estaba sumergido; faltaba poco para que el agua llegase a las habitaciones superiores. Los balcones y ventanas podían servir de embarcaderos en aquel lago inmenso.
–Me parece que hemos acertado –dijo el barbero.
Una voz sonora y ardiente, vos de mujer, en la que vibraba una intensa dulzura, rasgó el silencio.
–¡Ah de la barca!... ¡Aquí, aquí!
Aquella voz no revelaba temor, no temblaba de emoción.
–¿No lo dije?... –exclamó el barbero–. Ya tenemos lo que buscábamos. ¡Doña Leonor!... ¡Soy yo!
Una carcajada sonora animó con sus interminables ondas la tétrica oscuridad.
–¡Si es Cupido! ¡El amigo Cupido! Lo conozco en la voz. Tía, tía; no llores más, ni te asustes, ni reces; aquí viene el dios del Amor en una barquilla de nácar a prestarnos auxilio.
Rafael se sentía intimidado por aquella voz ligeramente burlona, que parecía poblar la oscuridad de mariposa de brillantes colores.
Distinguía perfectamente su arrogante silueta en el cuadro luminoso del balcón, entre las otras figuras negras que iban y venían, curiosas y alborozadas por el inesperado arribo.
Se aproximaron al balcón. Puestos en pie tocaban los hierros del antepecho; y el barbero, erguido en la proa, buscaba el punto más fuerte para amarrar la barca.
Leonora, apoyando en la balaustrada su pecho soberbio, inclinaba la cabeza, brillando a la luz de la antorcha el casco de oro de su opulenta cabellera. Buscaba conocer en la oscuridad aquel otro tripulante que permanecía sentado y encogido junto al timón.
–Pero ¡qué buen amigo es este Cupido!... Gracias, muchas gracias. Esta es una atención de las que no se olvidan... Pero ¿quién viene con usted?...
El barbero ataba ya la barca a los hierros cuando Leonora le hizo esta pregunta.
–Es don Rafael Brull –contestó con lentitud–. Un señor al que creo ha visto usted otra vez. A él debe agradecer la visita. La barca es suya, y él es quien me metió en la aventura.
–Gracias, caballero –dijo Leonora, saludando con una mano que al moverse lanzó relámpagos azules y rojos de todos los dedos, cubiertos de sortijas–. Repito lo mismo que dije a nuestro amigo. Pase usted adelante y perdone el extraño modo con que le hago entrar en la casa.
Rafael estaba en pie y saludaba con torpes movimientos de cabeza, agarrado a los hierros del balcón. Saltó Cupido dentro de la casa y le siguió el joven, esforzándose por mostrar una gallarda soltura.
Realmente no se dió cuenta de cómo entró. Eran demasiadas emociones en una noche: primero, la vertiginosa marcha por el río a través de la ciudad entre rápidas corrientes y remolinos, creyendo a cada momento verse tragado por aquel barro líquido sembrado de inmundicias; después, la confusión, el esfuerzo desesperado; el bogar sin rumbo por las tortuosidades de la campiña inundada; y ahora, de repente, el piso firme bajo sus pies, un techo, luz, calor y la proximidad de aquella mujer que parecía embriagarle con su perfume, y cuyos ojos no podía mirar de frente, dominado por una invencible timidez.
–Pase usted, caballero –le decía–. Necesitan reponerse después de esta locura. Están ustedes mojados... ¡Pobres! ¡Cómo van!... ¡Beppa!... ¡Tía!... Pero pase usted.
Y casi lo empujaba con cierta superioridad maternal, como una mujer bondadosa que cuida a su hijo después de una travesura que la llena de orgullo.
Las habitaciones estaban en desorden. Ropas por todas partes; montones de muebles rústicos que contrastaban con los otros alineados junto a las paredes. Eran los objetos del piso bajo, el menaje de los hortelanos, subido al comenzar la inundación. Un labrador viejo, su mujer trémula de espanto y unos cuantos chicuelos que se ocultaban por los rincones, se habían refugiado arriba, con las señoras, al ver que el agua penetraba en la modesta casa.
Entró Rafael en el comedor, y allí vió a doña pepita, la pobre vieja, apelotonada en una silla, con las arrugas de su cara mojadas de lágrimas y las dos manos en un rosario. En vano Cupido pretendía distraerla haciendo chistes sobre la inundación.
–Mira, tía: este caballero es el hijo de tu amiga Bernarda. Ha venido embarcado para prestarnos auxilio. Es muy bueno, ¿verdad?
La vieja parecía imbécil por el terror. Miraba con ojos sin expresión a los recién llegados, como si hubieran estado allí toda su vida. Por fin pareció enterarse de lo que le decían.
–¡Es Rafael! –exclamó admirada–. Rafaelito..., ¿y has venido con este tiempo?... ¿Y si te ahogas? ¿Qué dirá tu madre?... ¡Qué locura, Señor!
Pero no era locura; y si lo era, resultaba muy dulce. Se lo decían a Rafael aquellos ojos claros, luminosos, con reflejos de oro, que le acariciaron con su contacto aterciopelado tantas veces como osó levantar la vista. Leonora se fijaba en él; lo examinaba a la luz de la lámpara de la habitación, como si buscase la diferencia con aquel otro muchacho que había conocido en el paseo a la ermita.
La vieja, reanimada por la presencia de los dos hombres, se enteraba del peligro. Ya no subía el agua; hasta podía afirmarse que comenzaba a descender lentamente. Y la vieja, con un supremo esfuerzo de voluntad, se decidió a abandonar su silla para ver la inundación.
–¡Cuánta agua, Dios y Señor nuestro!... ¡Qué desgracias se contarán mañana! Esto debe de ser castigo de Dios..., un aviso por nuestros muchos pecados.
Mientras los dos hombres oían a la vieja, Leonora iba de una parte a otra, dando prisa a su doncella y a la hortelana.
Aquellos señores no podían estar así, con las ropas impregnadas de humedad, cansados y desfallecidos por una noche de lucha. ¡Pobrecitos! ¡Bastaba verlos! Y colocaba sobre la mesa galletas, pasteles, una botella de ron, todo lo que podía encontrar en la despensa, y hasta un paquete de cigarrillos rusos con boquilla dorada, que la hortelana miraba con escándalo.
–Déjalos, tía –decía a la pobre vieja–. No los entretengas ahora. Que coman y beban un poco. Necesitan entrar en calor... Dispensen ustedes si les ofrezco tan poca cosa. ¿Qué les daré, Dios mío, qué les daré?
Y mientras los dos hombres se veían impulsados por un cariño un tanto despótico, a sentarse a la mesa, Leonora, seguida de su doncella, entraba en la habitación inmediata, poniéndola en revolución con un retintín de llaves y ruidoso abrir de cofres.
Rafael, emocionado, apenas si pudo sorber unas cuantas gotas de ron, mientras el barbero mascaba a dos carrillos, bebía copa tras copa, y con la cara cada vez más roja, hablaba y hablaba con la boca llena de pastas.
Apareció Leonora, seguida de la doncella, que llevaba en los brazos un lío de ropas.
–Ya comprenderán ustedes que aquí no hay trajes de hombre. Pero en la guerra se vive como se puede, y aquí estamos sitiados.
Rafael admiraba los hoyuelos que una risa graciosa trazaba en aquellas mejillas; la luminosa dentadura que parecía temblar en su estuche de rosa.
–A ver, Cupido, fuera pronto ese traje; no quiero que por mí pille usted una pulmonía que prive a la ciudad de su principal regocijo. Aquí tiene usted para cubrirse mientras secamos sus ropas.
Y ofrecía al barbero una bata magnífica de peluche azul, con grandes cascadas de encajes en el pecho y las mangas.
Cupido se retorcía de risa en su asiento. Pero ¡qué gracioso era aquello!... ¿Iba él a vestirse con tal preciosidad? ¿Y sus patillas?... ¡Cómo reirían los de Alcira si lo viesen! Y halagado por la extravagancia del disfraz, se apresuró a meterse en la inmediata habitación para ponerse la bata.
–Para usted –dijo Leonora a Rafael con maternal sonrisa– sólo he encontrado esta capa de pieles. Vamos, quítese usted esa chaqueta, que está chorreando.
El joven se resistió, ruboroso y avergonzado como una doncella. Estaba bien así: no le ocurriría nada; otras veces se había mojado más.
Leonora, siempre sonriente, parecía impaciente. Bien sabían en la casa que ella no admitía réplicas.
–Vamos, Rafael; no sea usted tonto. Habrá que tratarle como a un niño.
Y cogiéndolo por una manga, como si se tratara de un chiquitín, comenzó a tirarle de la chaqueta.
El joven, en su turbación, no sabía lo que le pasaba. Le parecía marchar por un horizonte sin fin, con más velocidad que horas antes se deslizaba por el río. Oía su nombre en la boca de aquella mujer; se veía agasajado en una casa cuya entrada no sabía antes cómo franquear, y ella, Leonora, le llamaba niño y le trataba como a tal, como si la intimidad datase desde el principio de su vida. ¿Qué mujer era aquélla? Estaba en un mundo nuevo, y las mujeres de la ciudad, aquellas que él trataba en las tertulias caseras, le parecían seres de otra raza, viviendo lejos, muy lejos, en otro extremo de la Tierra , de la que le separaba la inmensa sábana de agua.
–Vamos, señor testarudo; habrá que tratarle a usted como a un bebé.
Le hablaba a poca distancia de su rostro; sentía en sus mejillas el aleteo de aquella boca, su respiración tibia, que le cosquilleaba con intensos estremecimientos. Y, al mismo tiempo, sus manos firmes y ágiles le empujaban cariñosamente, quitándole con rapidez la chaqueta el chaleco.
Sintió sobre sus hombros la caliente caricia de la capa de pieles. Una preciosidad: un manto suave como la seda, grueso, tupido y ligero, como fabricado con plumas de fantásticas aves. Era de pieles de zorro azul, y a pesar de la estatura de Rafael, sus bordes rozaban el suelo. El joven comprendió que le había echado sobre los hombros unos cuantos miles de francos, y tímido, con temblorosa mano, recogía borde, temeroso de pisarlo.
Leonora reía de su timidez.
–No se encoja usted; no importa que lo estropee. ¡Parece que lleva usted un velo sagrado, por el respeto con que lo trata! No vale la pena. Yo sólo uso esta capa en los viajes. Me la regaló un gran duque en San Petersburgo.
Y para asegurar más su desprecio por el rico manto, embozó al joven en él, golpeando sus hombros para que se amoldara más a su cuerpo.
Lentamente volvían a la sala donde estaba el balcón, mientras en el comedor sonaban carcajadas saludando la aparición del barbero envuelto en su lujosa bata. Cupido sacaba partido de la situación para provocar la risa, y recogiéndose la cola y atusándose las patillas, braceaba cual una tiple en una romanza dramática, cantando de falsete.
Los hortelanos reían como locos, olvidando el agua que llenaba su casa; Beppa, abría desmesuradamente sus ojos, admirada por la figura, las contorsiones de aquel señor y la gracia con que estropeaba los versos italianos, y hasta la pobre doña Pepa se retorcía en su silla, admirando al barbero, que, según ella, era el más gracioso de todos los demonios.
Estaba Rafael en el balcón, junto a Leonora, con la mirada perdida en la oscuridad, arrullado por la música de aquella voz que con marcado interés le hacía preguntas sobre el desesperado viaje por el río.
La figura de aquella capa que lo envolvía dábale la sensación de una epidermis satinada y tibia. Parecíale que aún quedaba en aquella suavidad algo del calor de los hombros desnudos; creía estar envuelto en la piel de Leonora, y el perfume de su cuerpo, que sentía junto a él, aumentaba esta ilusión.
Rafael, con voz entrecortada, contestaba a sus preguntas.
–Lo que usted ha hecho –decía la artista– merece honda gratitud. Es un arranque, caballeresco, digno de otros tiempos. Lohengrin llegando en su barquilla para salvar a Elsa. Sólo falta el cisne..., a no ser que el barbero se contente con este papel... Hablando en serio: no creía que aquí hubiese un hombre capaz de portarse así.
–¿Y si usted hubiese muerto?... –exclamó el joven para justificar su aventura.
–¡Morir!... Le confieso a usted que al principio tuve algún miedo; no de morir, que yo le temo poco a la muerte. Estoy algo cansada de la vida; ya se convencerá usted de ello cuando me conozca más. Pero morir ahogada en el barro, sofocada por esa agua que huele tan mal, no me hace gracia. ¡Si al menos fuese el agua verde y transparente de los lagos suizos!... Yo busco la belleza hasta en la muerte; me preocupo de la última postura, como los romanos, y temía perecer aquí como una rata sitiada en la alcantarilla... Y, sin embargo, ¡si supiera usted que he reído viendo el terror de mi tía y de esas pobres gentes que nos sirven!... Ahora el agua no sube ya, la casa es fuerte; no hay más molestias que de verse sitiados, y espero el día para ver. Debe de ser muy hermoso el espectáculo de toda esa campiña convertida en un lago. ¿Verdad, Rafael?
–Usted habrá visto cosas más interesantes –dijo el joven.
–No digo que no; pero a mí lo que más me impresiona es la sensación del momento.
Y calló, mostrando en su repentina seriedad la molestia que le causaba la ligera alusión al pasado.
Quedaron los dos en silencio un buen rato, hasta que Leonora reanudó la conversación.
–La verdad es que si el agua sigue subiendo, a usted le hubiéramos agradecido la vida... Vamos a ver, con franqueza: ¿por qué ha venido usted? ¿Qué buen espíritu le ha hecho acordarse de mí, a quien apenas conoce?
Rafael, enrojeció de rubor, tembló de cabeza a pies, como si le exigiera una confesión mortal. Iba a soltar la verdad, a volcar de un golpe su pensamiento, con todos los ensueños y las angustias de aquello días; pero se contuvo y se asió a un pretexto.
–Mi entusiasmo por la artista –dijo con timidez–. Yo admiro mucho el talento de usted.
Leonora prorrumpió en una ruidosa carcajada.
–Pero ¡si usted no me conoce! ¿Si usted no me ha oído nunca!... ¿Qué sabe usted de eso que llaman mi talento? A no ser que ese parlanchín de Cupido, hasta ignorarían en Alcira que yo canto y soy algo conocida fuera de aquí.
Rafael quedó aplastado por la réplica; no se atrevía a protestar.
–Vamos, Rafael –continuó cariñosamente la artista–; no sea usted niño ni pretenda turbarme con esas mentirillas semejantes a las que se usan para engañar a la mamá. Yo sé por qué ha venido aquí. ¿Cree usted que no le han visto desde este mismo balcón rondando la casa todas las tardes, apostándose en el camino, como un espía? Está usted descubierto, señor mío.
El tímido Rafael creía que el balcón iba a hundirse bajo sus pies. Temblaba de miedo, arrebujándose en el manto de pieles, sin saber lo que hacía, y protestaba con enérgicas cabezadas, negando las afirmaciones de Leonora.
–¿Conque no es verdad, embusterillo? –dijo ésta con cómica indignación–. ¿Conque niega usted que desde que nos vimos en la ermita su paseo de todas las tardes son estos alrededores?... ¡Dios mío, qué monstruo de falsedad es este chico! ¡Con qué aplomo miente!
Y Rafael, vencido por aquella alegría franca, acabó riéndose, confesando con una carcajada su delito.
–Usted se extrañará de mis actos y palabras –continuó Leonora, aproximándose más a él, apoyando un hombro en el suyo con un abandono fraternal, como si estuviera junto a una amiga–. Yo no soy como la mayoría de las mujeres. ¡Bueno fuera que con la vida que llevo me mostrara hipócrita!... Mi pobre tía me cree una loca porque digo las cosas como las siento; en mi vida me han querido mucho o me han aborrecido, por esta manía de no ocultar la verdad... ¿Quiere usted que se la diga?... Pues bien: usted ha venido aquí porque me ama, o al menos cree amarme: el defecto de todos los muchachos de su edad apenas encuentran una mujer que no es igual a las otras que conocen.
Rafael estaba silencioso y cabizbajo; no osaba levantar la vista; sentía en su nuca la mirada de aquellos ojos verdes, cuya pupilas parecían registrarle el alma.
–A ver, levante usted esa cabeza; proteste un poquito, como antes. ¿Es verdad o no lo que digo?
–¿Y si fuera...? – se atrevió a suspirar Rafael, viéndose descubierto bruscamente.
–Como sé que es cierto, he querido provocar esta explicación, para que usted no viva en el engaño. Después de lo de esta noche, deseo que seamos amigos, amigos nada más: dos camaradas unidos por el agradecimiento. Pero para evitar la confusión había que marcar nuestra respectivas situaciones. Seremos amigos, ¿eh?... Esta es su casa; yo le consideraré como un camarada simpático; con lo de esta noche ha ganado usted en mi ánimo más que con un continuo trato; pero va usted a prometerme que no reincidirá en esas tonterías de admiración amorosa que han sido siempre el tormento de mi vida.
–¿Y si no puedo? –murmuró Rafael.
–La cantilena de siempre –dijo riendo Leonora, remedando la voz y la expresión del joven–. «¿Y si no puedo?» ¿Por qué no ha de poder usted? ¿Por qué ha de ser verdad ese amor tan inmenso por una mujer que ve usted ahora por segunda vez? Esas pasiones repentinas se las inventan ustedes; no son verdad; las han aprendido en las novelas o las han oído cantadas por nosotras en la ópera. Invenciones de poeta que los muchachos se tragan como unos bobos y quieren trasplantar a la vida, no comprendiendo que los que estamos en el secreto nos reímos de su necedad. Conque ya lo sabe usted: a ser formal, a no ponerse pesado con miradas tiernas y frases entrecortadas. Así seremos amigos y ésta será su casa.
Se detuvo Leonora, y amenazándole graciosamente con el índice, añadió:
–De lo contrario, seré todo lo ingrata y cruel que usted quiera; pero, a pesar de la hermosa acción d esta noche, usted no entrará más aquí. No quiero adoradores; he venido buscando reposo, amigos, tranquilidad... ¡El amor..., hermosa y cruel patraña!...
Dijo estas últimas palabras con acento grave, y quedó inmóvil mucho rato, con la vista perdida en la inmensa sábana de agua.
Ahora la miraba Rafael. Había levantado la cabeza y contemplaba a Leonora, pensativa. Su hermoso rostro se teñía de una luz azulada que parecía envolverla en un nimbo de idealidad. Comenzaba a amanecer, y los plomizos velos del cielo se rasgaban por la parte del mar, transparentando una claridad lívida.
Leonora se estremeció, como si sintiera frío, apretándose instintivamente contra Rafael. Pareció sacudir con un movimiento de cabeza un tropel de penosos pensamientos, y dijo tendiéndole una mano:
–¿Qué resolvemos? ¿Amigos o indiferentes? ¿Promete usted no incurrir en niñerías y ser un camarada formal?
Rafael estrechó con avidez aquella mano suave y fuerte, sintiendo en sus dedos, como cariñosa mordedura, el contacto de las sortijas.
–¡Amigo!... Me resignaré, ya que no hay otro remedio.
–Se resignará usted y encontrará dulce y tolerable eso que cree un sacrificio; usted no me conoce; pero créame a mí, que me conozco bien. Aunque llegase a amarle, y esto no será nunca, saldría usted perdiendo. Yo valgo más como amiga que como amante. Hay en el mundo más de uno y de dos que lo saben bien.
–Seré un amigo dispuesto a hacer por usted mucho más que esta noche. También espero yo que usted llegará conocerme.
–Déjese usted de promesas. ¿Qué más ha de hacer usted por mí? El río no se desborda todos los días, ni son posibles a cada momento estas hazañas novelescas. Me basta con lo de esta noche. No sabe usted cuánto se lo agradezco. Ha sido un paso decisivo en mi corazón de amiga. ¿Quiere usted que siga siendo franca? Pues cuando lo encontré allá, en la ermita, me pareció usted uno de esos señoritos lugareños que, acostumbrados a triunfar en el pueblo, miran como de su dominio cuantas mujeres encuentran. Después, al verlo rondando en esta casa, se aumentó mi desprecio y mi rabia. «Pero ese señoritín, ¿que se habrá figurado?» ¡Lo que hemos reído a costa de usted Beppa y yo! Ni siquiera me había fijado en su cara y su figura; no me había dado cuenta de que es usted guapo.
Leonora reía recordando sus cóleras contra Rafael, y éste, anonadado por su franqueza, sonreía también para ocultar su turbación.
–Pero después de lo de esta noche le quiero a usted... como un buen amigo. Estoy sola; la amistad de un muchacho bueno y noble como usted, capaz del sacrificio por una mujer a la que apenas conoce, resulta grata. Además, esto no compromete. Yo soy ave de paso; he venido porque estoy cansada, enferma no sé de qué, pero profundamente quebrantada en mi espíritu. Necesito reposo, vida animal, sumirme en una dulce imbecilidad, olvidarlo todo, y acepto con reconocimiento su mano amiga. Después, el día menos lo piense usted, levantaré el vuelo; la primera mañana que despierte alegre y me cante dentro de la cabeza el pájaro travieso que tantas locuras me ha aconsejado, hago las maletas y ¡a mover las alas! Le escribiré, le enviaré periódicos que hablen de mí, y usted verá cómo tiene una amiga que no le olvida y le saluda desde Londres, San Petersburgo o Nueva York, cualquiera de los rincones de este mundo que muchos creen grande, y en el cual no puedo revolverme sin tropezar con el fastidio.
–¡Que tarde ese momento! –dijo Rafael!–. ¡Que no llegue nunca!
–¡Loco! –exclamó Leonora–. Usted no sabe cómo soy. Si estuviera aquí mucho tiempo acabaríamos por reñir y pegarnos. En el fondo odio a los hombres: he sido siempre su más terrible enemiga.
Oyeron a sus espaldas el roce de la bata que arrastraba Cupido con grotescos contoneos: se aproximaba al balcón doña Pepita para contemplar el amanecer.
Comenzaba a desplomarse del cielo una luz gris, cernida por el denso celaje; la inmensa sábana de agua tomaba un color blancuzco de ajenjo. Flotaban en la corriente, como escobazos de miseria, los despojos de la inundación: árboles arrancados de cuajo, haces de cañas, techumbres de paja de las chozas, todo sucio, pringoso, nauseabundo. Estas almadías del desastre se enredaban entre los naranjos y formaban barreras que poco a poco iban engrosándose con nuevos despojos de la corriente.
Allá lejos, en el límite de la laguna, movíanse con regularidad algunos puntos negros, agitando sus patas como moscas acuáticas en torno de las casas, que apenas asomaban sus techumbres sobre la inmensa lámina de agua.
Iban a llegar a Alcira las autoridades: la presencia de Rafael era indispensable. El mismo Cupido, con repentina gravedad, le aconsejaba salir al encuentro de aquellas barcas.
Mientras el barbero recobraba su traje, Rafael se despojó, con gran disgusto, de su capa de pieles.
Le parecía que abandonándola iba a perder el calor de aquella noche de dulce intimidad, el contacto del hombro suave y carnoso que había estado horas enteras apoyado en él.
Mientras se ajustaba al cuerpo las prendas de su traje, ya secas, Leonora lo miraba fijamente.
–Quedamos entendidos, ¿eh? –preguntó con lentitud–. Amigos, sin esperanza de más. Si rompe usted el pacto, no entrará aquí ni aun por el balcón, como esta noche.
–Sí, amigos y nada más –murmuró Rafael con sincero acento de tristeza, que pareció conmover a Leonora. Sus ojos verdes se iluminaron, brilló el polvo de oro que moteaba sus pupilas, y avanzó hacia Rafael tendiéndole la mano.
–Buen muchacho; así me gusta; resignado y obediente. Por esta vez, y en premio a su cordura, habrá extraordinario. No nos despidamos así... Como en la escena. Bese usted...
Y puso su mano al nivel de la boca del joven. Rafael la agarró ávidamente y besó y besó, hasta que Leonora, desasiéndose con un brusco movimiento que demostraba su extraordinario vigor, le amenazó con su mano.
–¡Ah, tunante!... ¡Bebé travieso! ¡Qué manera de abusar! ¡Adiós!, ¡adiós! Cupido llama... Hasta la vista.
Y lo empujó al balcón, a cuyos hierros estaba agarrado el barbero sosteniendo la barca.
–Salta, Rafael –dijo Cupido–. Apóyate en mí; el agua desciende y la barca está muy baja.
Rafael se deslizó en su bote blanco manchado por el agua rojiza. El barbero movió los remos; comenzaron a alejarse.
–¡Adiós!, ¡adiós! ¡Muchas gracias! –gritaban desde el balcón la tía, la doncella y toda la familia del hortelano.
Rafael, abandonando el timón, con el rostro vuelto a la casa, sólo veía aquella arrogante figura que agitaba un pañuelo saludándolos. La vió mucho tiempo, y cuando las copas de los árboles sumergidos le ocultaron el balcón, inclinó la cabeza, entregándose al silencioso placer de saborear la dulzura que aún sentía en su labios ardorosos.