Entre naranjos/Primera parte/III
III
Cuando doña Bernarda se vió sola y dueña absoluta de su casa, no pudo ocultar su satisfacción.
Ahora se vería de lo que era capaz una mujer.
Contaba con el consejo y experiencia de don Andrés, más unido a ella que nunca, y con la figura de Rafael, el joven abogado sostenedor del nombre de los Brull.
El prestigio de la familia seguía inalterable. Don Andrés, que con la muerte de su patrón había adquirido en la casa una autoridad de segundo padre, se encargaba de mantener las relaciones con las autoridades de la capital y los señorones de Madrid. En la casa se atendían lo mismo las peticiones: encontraban igual acogida los partidarios fieles y se hacían idénticos favores, sin que desmayara la influencia en los lugares que don Andrés llamaba las esferas de la Administración pública.
Llegó una elección de diputados y, como siempre, doña Bernarda sacó triunfante al individuo que le designaron desde Madrid. Don Ramón había dejado la máquina ajustada y montada perfectamente; sólo faltaba el engrase para que siguiera marchando, y allí estaba su vida, siempre activa, apenas notaba el más leve chirrido en los engranajes.
En el Gobierno de la provincia se hablaba del distrito con la misma seguridad que en otros tiempos.
–Es nuestro. El hijo de Brull tiene igual fuerza que su padre.
La verdad era que a Rafael no le interesaba mucho el partido. Mirábalo como una de las fincas de la familia, cuya legítima posesión nadie le podía disputar, y se limitaba a obedecer a su madre. «Ve con don Andrés a Riola. Nuestros amigos se alegrarán de verte.» Y emprendía el viaje para sufrir el tormento de una paella interminable, en la cual los partidarios le acongojaban con su regocijo alborotado y los obsequios ofrecidos entre los rústicos dedos. «Convendría que dejases descansar al caballo unos días. En vez de pasear, ve por las tardes al Casino. Los correligionarios se quejan porque no te ven.» Y abandonando aquellos paseos, que eran su único placer, se hundía en un ambiente denso, cargado de gritos y humo, donde había de contestar a los más ilustrados del partido, que, llenando de ceniza los platillos del café, querían saber quién hablaba mejor, Castelar o Cánovas, y en caso de una guerra entre Francia y Alemania, cuál de las dos naciones vencería; asuntos que provocaban disputas y enfriaban amistades.
La única relación entablada voluntariamente con el partido era cuando cogía la pluma y fabricaba para el semanario algún artículo sobre «El Derecho y la Moral » o « La Libertad y la Fe », resabios de estudiante aprovechado y laborioso: largas tiradas de lugares comunes con fragmentos de lecciones de metafísica, que nadie entendía, y excitaban por lo mismo la admiración de los correligionarios, los cuales decían a don Andrés guiñando los ojos:
–¡Qué plumita!, ¿eh? Cualquiera discute con él... ¡Qué profundo!
Cuando su madre no le obligaba por las noches a visitar la casa de algún pudiente al que convenía tener contento, leía, no ya, como en Valencia, los libros que le prestaba el canónigo, sino obras que compraba siguiendo las indicaciones de los periódicos, volúmenes que respetaba su madre con la santa veneración que le inspiraba el papel cosido y encuadernado, sólo comparable al desprecio que sentía por los periódicos, dedicados casi todos ellos a insultar las cosas santas y favorecer los instintos de la pillería.
Aquellos años de lectura al azar y sin los escrúpulos y temores de estudiante abatían sordamente muchas de sus firmes creencias, rompían la horma que los amigos de la madre habían metido en su pensamiento, le hacían soñar con una vida grande de la que no tenían noticias los que le rodeaban.
Las novelas francesas lo trasladaban a París que oscurecía el Madrid apenas conocido en su época del doctorado; los relatos de amores despertaban en su cuerpo de joven y virtuoso, sin otros deslices que los vulgares desahogos de la crápula estudiantil, un ardor de aventuras y de complicadas pasiones, en el que latía algo del intenso fuego que había consumido a su padre.
Vivía en el mundo ideal de sus lectores, rozándose con mujeres elegantes, perfumadas, espirituales, de cierto arte en el refinamiento de sus vicios.
Las hortelanas tostadas por el sol, que enloquecían a su padre como brutal afrodisíaco, causábanle la misma repugnancia que si fuesen mujeres de otra raza, seres de una casta inferior. Las señoritas de la ciudad parecíanle campesinas disfrazadas, con los mismos instintos de egoísmo y economía de sus padres, conociendo el precio a que se vendía la naranja, sabiendo el número de hanegadas con que contaba cada aspirante a su cariño, ajustando el amor a la riqueza y creyendo que la honradez consistía en ser implacable con todo el que no se amoldaba a su vida tradicional y mezquina.
Por eso le causaba hondo tedio su existencia monótona y gris, separada por ancho foso de aquella otra vida puramente imaginativa que lo envolvía como un perfume exótico y excitante surgiendo de entre las páginas de los libros.
Algún día se vería libre, levantaría las alas; y esta liberación había de realizarse cuando le eligiesen diputado. Deseaba su mayoría de edad como el príncipe heredero ansía el momento de ser coronado rey.
Desde niño lo habían acostumbrado a esperar este suceso, que dividiría su vida en dos, presentándole nuevos caminos para marchar rectamente a la gloria y la riqueza.
–Cuando mi niño sea diputado –le decía la madre en sus raros arrebatos de expansión cariñosa–, como es tan guapo, se lo disputarán las chicas y se casará con una millonaria.
Y esperando con impaciencia esta edad, iba transcurriendo la vida de Rafael, sin alteración alguna; una existencia de aspirante seguro de su destino, que aguarda el paso del tiempo para entrar en la vida. Era como los niños nobles de otros siglos, que agraciados en la cuna por el monarca con el título de coronel, aguardaban jugando al trompo la hora la hora de ir a ponerse al frente de su regimiento. Había nacido diputado, y lo sería; esperaba entre bastidores.
Su viaje a Italia en la peregrinación papal fué lo único que alteró la monotonía de su existencia. Guiado por el canónigo, visitó más iglesias que museos; teatros sólo vió dos, aprovechándose de la flojedad que las peripecias del viaje causaban en el carácter austero de su guía. Pasaban indiferentes ante las famosas obras artísticas de los templos y se detenían a venerar cualquier reliquia acreditada por absurdos milagros. Pero aun así, pudo ver Rafael confusamente y como de pasada un mundo distinto al de su país, donde fatalmente debía arrastrarse su existencia. Sintió el roce de la misma vida de placer y pasión que absorbía en los libros como vino embriagador, y aunque de lejos, admiró en Milán la dorada y aventurera bohemia de los cantantes; en Roma, el esplendor de una aristocracia señorial y artista, en perpetua rivalidad con la de París y Londres, y en Florencia, la elegancia inglesa emigrada en busca de sol, paseando sus canotiers de paja, las cabelleras de oro de las misses y sus parloteos de pájaro por los jardines donde meditaba el sombrío poeta y relataba Boccaccio sus alegres cuentos para alejar el miedo a la peste.
Aquel viaje, rápido como una visión cinematográfica, dejando en Rafael una confusa maraña de nombres, edificios, cuadros y ciudades, sirvió para dar a sus pensamientos más amplitud y ligereza, para hacer mayor aún el foso que le aislaba dentro de su vida vulgar.
Sentía la nostalgia de lo extraordinario, de lo original; le agitaba el ansia de aventuras de la juventud; y dueño de un distrito, heredero de una señoría casi feudal, leía con el respeto supersticioso de un patán el nombre de un escritor, de un pintor cualquiera: «gente perdida que no tiene sobre qué caerse muerta», según declaraba su madre, pero que él envidiaba en secreto, imaginándose una existencia llena de placeres y aventuras.
¡Cuánto hubiera dado por ser un bohemio como los que encontraba en los libros de Mürger, formando regocijada banda, paseando su alegría de vivir y el fiero amor del arte por ese mundo burgués agitado por la calentura del dinero y las manías de clases! ¡Talento para escribir cosas hermosas, versos con alas como los pájaros, un cuartito bajo las tejas allá en el barrio Latino, una Mimí pobre, pero sentimental, que lo amase, hablando entre dos besos de cosas elevadas y no del precio de la naranja, como aquellas señoritas que lo seguían con ojos tiernos, y a cambio de esto daría la futura diputación y todos los huertos de su herencia, que, aunque gravados por el padre con hipotecas y trampas, todavía le proporcionaban una renta decorosa para sus ensueños de bohemio!
El continuo contacto con estas fantasías le hacía intolerable su vida de jefe, obligado a intervenir en los asuntos de sus partidarios; y a riego de enfadar a su madre, huía del Casino, buscando la soledad del campo. Allí se desarrollaba con más soltura su imaginación, poblando de seres fantásticos el camino y las arboledas, conversando muchas veces en voz alta con las heroínas de unos amores ideales arreglados conforme al patrón de la última novela leída.
Una tarde, al finalizar el verano, subía Rafael la pequeña montaña de San Salvador, inmediata a la ciudad. Le gustaba contemplar desde aquella altura el inmenso señorío de la familia. Toda la gente que habitaba en la rica llanura –según decía don Andrés describiéndole la grandeza del partido– llevaba el apellido Brull, como un hierro de ganadería.
Rafael, siguiendo el camino pedregoso de rápidos zigzags, recordaba las montañas de Asís, que había visitado con su amigo el canónigo, gran admirador del santo de la Umbría. Era un paisaje ascético. Los peñascos azulados o rojos asomando sus cabezas a los lados del camino; pinos y cipreses saliendo de sus hendiduras, extendiendo sobre la yerma tierra sus raíces tortuosas y negras como enormes serpientes; a trechos, blancas pilastras con tejadillos, y en el centro, ocupando un hueco, azulejos con los sufrimientos de Jesús en la calle de la Amargura. Los cipreses agitaban su puntiagudo gorro verde, como queriendo espantar las blancas mariposas que zumbaban sobre los romeros y las ortigas; los pinos extendían arriba su quitasol, proyectando manchas de sombra sobre el camino ardiente, en el cual la tierra, endurecida por el sol, crujía bajo los pies.
Al llegar Rafael a la plazoleta de la ermita descansó de la ascensión, tendiéndose en el banco de mampostería, que formaba una gran media luna ante el santuario.
Reinaba allí el silencio de las alturas. Los ruidos de abajo, todos los rumores de vida y labor incesante de la inmensa llanura, llegaban arrollados y aplastados por el viento, cual el susurro de un lejano oleaje. Entre la apretada fila de chumberas que se extendía detrás del banco revoloteaban los insectos, brillando al sol como botones de oro, llenando el profundo silencio con su zumbido. Unas gallinas –las del ermitaño– picoteaban en un extremo de la plazoleta, cloqueando y moviendo rudamente sus plumas.
Rafael se abismaba en la contemplación del hermoso panorama. Con razón le llamaban paraíso sus antiguos dueños, aquellos moros cuyos abuelos, salidos de los mágicos jardines de Bagdad y acostumbrados a los esplendores de Las mil y una noches, se extasiaron, sin embargo, al ver por primera vez la tierra valenciana.
En el inmenso valle, los naranjales como un oleaje aterciopelado; las cercas y vallados, de vegetación menos oscura, cortando la tierra carmesí en geométricas formas; los grupos de palmeras agitando sus surtidores de plumas, como chorros de hojas que quisieran tocar el cielo, cayendo después con lánguido desmayo; villas azules y de color de rosa entre macizos de jardinería; blancas alquerías, casi ocultas tras el verde bullón de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, toda ella de un color mate de hueso, acribillada de ventanitas, como roída por una viruela de negros agujeros. Más allá, Carcagente, la ciudad rival, envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos; por la parte del mar, las montañas angulosas, esquinadas, con aristas que de lejos semejan los fantásticos castillos imaginados por Doré; y en el extremo opuesto, los pueblos de la Ribera alta flotando en los lagos de esmeralda de sus huertos, de lejanas montañas de un tono violeta, y el sol que comenzaba a descender como un erizo de oro, resbalando entre las gasas formadas por la evaporación del incesante riego.
Rafael, incorporándose, veía por detrás de la ermita toda la Ribera baja; la extensión de arrozales bajo la inundación artificial; ricas ciudades, Sueca y Cullera, asomando su blanco caserío sobre aquellas fecundas lagunas que recordaban los paisajes de la India ; más allá, la Albufera , el inmenso lago, como una faja de estaño hirviendo bajo el sol; Valencia, cual un lejano soplo de polvo, marcándose a ras del suelo sobre la tierra azul y esfumada; y en el fondo, sirviendo de límite a esta apoteosis de luz y color, el Mediterráneo, el golfo azul y temblón, guardado por el cabo de San Antonio y las montañas de Sagunto y Almenara, que cortaban el horizonte con sus negras gibas como enormes cetáceos.
Mirando Rafael en una hondonada las torres del ruinoso convento de la Murta , casi ocultas entre los pinares, evocaba la tragedia de la reconquista; lamentaba la suerte de aquellos guerreros agricultores, cuyos blancos alquiceles aún parecían flotar entre los naranjos, los mágicos árboles de los paraísos de Asia.
Era un cariño atávico. La herencia mora que llevaba en su carácter melancólico y soñador le hacía lamentar –contrariando sus creencias religiosas– la triste suerte de los creadores de aquel edén.
Se imaginaba los pequeños reinos de los valíes feudatarios: señoríos semejantes al de su familia, sólo que en vez de estar cimentados en la influencia y el proceso, se sostenían con la lanza de aquellos jinetes, que así labraban la tierra como caracoleaban en justas y encuentros con una elegancia jamás igualada por caballero alguno. Veía la corte de Valencia, con sus poéticos jardines de Ruzafa, donde los poetas cantaban versos melancólicos a la decadencia del moro valenciano, escuchados por las hermosas ocultas tras los altos rosales. Y después sobrevenía la catástrofe. Llegaban como torrente de hierro los hombres rudos de las áridas montañas de Aragón, empujados al llano por el hombre; los almogávares, desnudos, horribles y fieros como salvajes; gente inculta, belicosa e implacable, que se diferenciaban del sarraceno no lavándose nunca. Varones cristianos arrastrados a la guerra por sus trampas, los míseros terrenos de su señorío empeñados en manos del israelita, y con ellos, un tropel de jinetes con cascos alados y cimeras espantables de dragón; aventureros que hablaban diversas lenguas, soldados errantes en busca de la rapiña y el saqueo bajo la cruz: lo peor de cada casa, que, apoderándose del inmenso jardín, se instalaban en los palacios y se convertían en condes y marqueses, para guardar con sus espaldas al rey aragonés aquella tierra privilegiada que los vencidos seguirían fecundando con su sudor.
«¡Valencia, Valencia, Valencia! Tus muros son ruinas, tus jardines, cementerios; tus hijos, esclavos del cristiano...», gemía el poeta cubriéndose los ojos con el alquicel. Y como banda de fantasmas, encorvados sobre sus caballos pequeños, nerviosos, finos, que parecían volar con las patas rectas, arrojando humo por las narices, Rafael veía pasar al pueblo valenciano, a los moros, vencidos y debilitados por la abundancia del suelo, huyendo al través de los jardines, empujados por los invasores brutales e incultos para ir a sumirse en la eterna noche de la barbarie africana.
Y, siguiendo con la imaginación la fuga sin término de los primeros valencianos, que dejaban olvidada y perdida una civilización cuyos últimos prestigios resucitan hoy en las universidades de Fez, Rafael sentía el mismo disgusto que si se tratara de una desgracia de su familia o su partido.
Mientras en aquella soledad evocaba las cosas muertas, la vida le rodeaba con su agitación. En el tejado de la ermita revoloteaba una nube de gorriones; en la falda de las montaña pastaba un rebaño de ovejas de rojizos vellones, las cuales, al encontrar entre los peñascos alguna brizna de hierba, se llamaban con melancólico balido.
Rafael oyó voces de mujeres que subían por el camino, y tendido como estaba, vió aparecer sobre el borde del banco e ir remontándose poco a poco dos sombrillas: una, de seda roja, brillante, con primorosos bordados, como la cúpula de afiligranada mezquita; la otra, de percal rameado, modesta y respetuosamente rezagada.
Dos mujeres entraron en la plazoleta, y al incorporarse Rafael, quitándose el sombrero, la más alta, que parecía la señora, contestó con una leve inclinación de cabeza y se dirigió al otro extremo, volviendo la espalda para contemplar el paisaje.
La otra se sentó a alguna distancia de Rafael, respirando penosamente con la fatiga de la ascensión.
¿Quiénes eran aquellas mujeres?... Rafael conocía toda la ciudad y jamás las había visto.
La que estaba cerca de él era, indudablemente, una servidora de la otra, la doncella, la acompañante. Vestía de negro, con cierta gracia sencilla, como una de esas soubrettes francesas que él había visto den las novelas ilustradas.
Pero el origen campesino, la rudeza nativa, se revelaba en las manos cortas, con las uñas anchas y aplastadas y el dorso afeado con ligeras manchas amarillas; en los pies gruesos y pesados, a pesar de mostrarse cubiertos por unas elegantes botinas que delataban con su finura haber pertenecido antes a la señora. Era bonita, con la frescura de la juventud. Tenía unos ojos grises, grandes, crédulos, de cordero sencillo y retozón; el pelo lacio, de un rubio blanquecino, colgaba en desmayadas mechas sobre la cara tostada y rojiza, sembrada de pecas. Manejaba con torpeza la cerrada sombrilla, y de cuando en cuando miraba con ansiedad la doble cadena de oro que descendía del cuello a la cintura, como si temiese la desaparición de un regalo largamente solicitado.
Rafael dejó de examinarla para fijarse en su señora. Su vista recorría aquella nuca rematada por la apretada cabellera rubia, como una cimera de oro; el cuello blanco, redondo, carnoso; la espalda amplia y esbelta, oculta bajo una blusa de seda azul, adelgazando sus líneas rápidamente en el talle y ensanchándose después para marcar el contorno de las caderas bajo la falda gris ajustada en armónicos pliegues como los paños de una estatua, y por cuyos bordes asomaban los sólidos tacones de unos zapatos ingleses encerrando el pie pequeño, ágil y fuerte.
La señora llamó a su doncella. Su voz sonora, pastosa, vibrante, lanzó unas palabras de las que apenas pudo Rafael alcanzar las principales sílabas. El rumoroso silencio de la altura pareció plegarlas y confundirlas; pero el joven estaba seguro de que no había hablado en español. Era, sin duda, extranjera...
Mostraba admiración y entusiasmo ante el panorama; hablaba rápidamente a su doméstica, señalándole las principales poblaciones que desde allí veía, citándolas por sus nombres, que era lo único que llegaba claramente a los oídos de Rafael. ¿Quién era aquella mujer nunca vista que hablaba en idioma extranjero y conocía el país? Tal vez la esposa de algún exportador francés o inglés de los que se establecían en la ciudad para la compra de la naranja. Y obligado por el aislamiento y la vulgaridad de su vida a una dolorosa continencia, devoraba con sus ojos los contornos de aquella mujer, el dorso soberbio, opulento y elegante, que parecía desfiarle con su indiferencia.
Vió Rafael cómo, cautelosamente, salió de su casa el ermitaño, un rústico que vivía de las personas que visitaban aquellas alturas. Atraído por el aspecto de la desconocida señora, se presentaba a saludarla, ofreciéndole agua de la cisterna y descubrir en su honor la milagrosa Virgen.
Volvióse la señora para contestar al ermitaño, y entonces pudo contemplarla Rafael con toda tranquilidad. Era alta, muy alta, tal vez tenía su misma estatura, pero amortiguada por curvas que relataban la robustez unida a la elegancia. El pecho opulento y firme, y sobre él una cabeza que causó honda impresión en Rafael. Le parecía ver, a través de una nube –del cálido vapor de la emoción–, los ojos verdes, grandes, luminosos; la nariz graciosa, de alillas palpitantes y rosadas, y aquel cabello rubio que caía sobre la tez blanca, con transparencia de nácar, surcada de venas débilmente azules. Era un perfil de hermosura moderna, graciosa y picante. Rafael creía encontrar en aquellos rasgos la huella de innumerables artistas. La había visto antes. ¿Dónde?... No lo sabía. Tal vez en los periódicos ilustrados, en los álbumes de bellezas artísticas; era posible que en las cajas de fósforos que reproducen las beldades de moda. Lo cierto era que ante aquel rostro visto por primera vez sentía en su memoria la misma impresión que al encontrar una cara amiga tras larga ausencia.
El ermitaño, excitado por la esperanza de la propina, llevábalas hacia la ermita, a cuya puerta se asomaban curiosas su mujer y su hija, deslumbradas por los enormes brillantes que centelleaban en las orejas de la desconocida.
–Entre usted, siñoreta –decía el rústico–. Le enseñaré la Virgen , ¿sabe usted?, la Virgen de Lluch, la legítima, la que vino ella sola desde Mallorca hasta aquí. Allá, en Palma, creen tener la verdadera; pero ¿qué han de decir ellos? Les hace rabiar la idea de que Nuestra Señora prefiere a Alcira, y aquí tenemos, probando que es la verdadera con los portentosos milagros que realiza.
Abría la puerta de la pequeña iglesia, fresca y sombría como una bodega, mostrando en el fondo, metida en un altar barroco de oro apagado, la pequeña imagen con el manto hueco y la cara negra.
El buen hombre recitaba a toda prisa, como quien la sabe de memoria, la historia de la imagen. Era la Virgen del Lluch, la patrona de Mallorca. Un ermitaño vino huyendo de allá no se sabía por qué; tal vez por alguna sarracina de la de aquella época de guerras y atropellos, y para salvar a la Virgen de profanaciones, se la trajo a Alcira, edificando aquel santuario. Llegaron después los de Mallorca para restituirla a su isla; pero como la celestial Señora les había tomado ley a Alcira y a sus habitantes volvió volando sobre el mar sin mojarse los pies; y los baleares, para ocultar este suceso, labraron una imagen igual. Todo era cierto, y como prueba, allí estaba el primer ermitaño enterrado al pie del altar, y allí la Virgen con su carita negra a consecuencia del sol y la humedad del mar, que la ennegrecieron en su milagroso viaje.
La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncella aguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idioma comprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula iban de la imagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro. Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a la desconocida, que afectaba no verlo.
–Esta es una tradición –se atrevió a decir cuando el rústico acabó su relato–. Ya comprenderá usted, señora, que aquí nadie acepta tales cosas.
–Así lo creo –contestó gravemente la hermosa desconocida.
–Traición o no, don Rafael –gruñó el ermitaño con descontento–, así lo contaba mi abuelo y todos los de su época, y así lo cree la gente. Cuando tanto se ha dicho, por algo será.
En la mancha del sol que proyectaba el hueco de la puerta sobre las baldosas se marcó la sombra de una mujer.
Era una hortelana pobremente vestida. Parecía joven, pero su cara pálida y fláccida como de papel mascado, los salientes y cavidades de su cráneo, los ojos hundidos y mates y las mechas de cabello sucio que se escapaban por bajo el anudado pañuelo, dábanle aspecto de enfermedad y miseria. Caminaba descalza, con los zapatos en la mano, balanceándose penosamente, con las piernas abiertas, como si experimentara inmenso dolor al poner las plantas en el suelo.
El ermitaño la conocía mucho, y mientras la infeliz, jadeante por la ascensión y el dolor de sus pies desnudos se dejaba caer en un banquillo, contaba él sus historia en pocas palabras a la señora y a Rafael.
Estaba muy enferma; una dolencia de matriz que acababa con ella rápidamente. No creía en los médicos, que, según ella, la engañaban con palabras; además, repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos. Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla. Y todas las semanas, descalza, con los zapatos en la mano, subía la penosa cuesta, ella que en su huerto apenas podía moverse de la silla y necesitaba que el marido la arrease para cuidar la casa.
El ermitaño se aproximó a la enferma, tomando una pieza de cobre que llevaba en la mano. Quería unos gozos como siempre, ¿eh?
–¡Visanteta, uns gochos! –gritó el rústico asomando a la puerta.
Y entró en la iglesia su hija, una mocetona morenota y sucia, con ojos africanos: una beldad rústica que parecía escapada de un aduar.
Se acomodó en un banco, volviendo la espalda a la Virgen con el gesto de mal humor del que se ve obligado a hacer todos los días la misma cosa, y con una voz bronca, desgarrada, furiosa, que hacía temblar las paredes del santuario, comenzó una melopea lenta, cantando la historia de la imagen y sus portentosos milagros.
La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrando por entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientas por los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cada estrofa implorando la protección de la Virgen.
Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo. Tenía los macilentos ojos fijos en la imagen con una expresión dolorosa de súplica y se cubrían de lágrimas, mientras la voz sonaba cada vez más trémula y lejana.
La hermosa desconocida mostraba cierta emoción ante el espectáculo. La doncella, arrodillándose y siguiendo con movimientos de cabeza el sonsonete del canto, rezaba en un idioma que al fin conoció Rafael: era italiano. La señora miraba a la enferma con ojos de conmiseración.
–¡Qué gran cosa es la fe? –murmuró con suspirante voz.
–Sí, señora; una cosa hermosa.
Y Rafael hubiera añadido alguna frase retórica y brillante, de las muchas que había leído en los autores sanos sobre las grandezas de la fe; pero en vano rebuscó en su memoria: no había nada; aquella mujer turbaba profundamente su timidez de solitario.
Terminaron los gozos. Con la última estrofa desapareció la cerril cantante, y la enferma se incorporó trabajosamente, poniéndose en pie tras tras varias tentativas dolorosas.
El ermitaño se acercó a ella con la obsequiosidad de un tendero que ensalza los géneros del establecimiento. «¿Iba aquello mejor? ¿Probaba la visita a la Virgen ?...» La pobre enferma, cada vez más pálida, revelando con una mueca de dolor las terribles punzadas que sufría en sus entrañas, no se atrevía a contestar por miedo a ofender a la milagrosa señora. «¡No sabía!... Sí...; realmente debía de estar mejor. ¡Pero aquella subida!... Esta promesa no había dado tan buen resultado como las anteriores; pero tenía fe: la Virgen sería buena para ella y la curaría.»
A la salida de la iglesia, mientras revelaba su esperanza con palabras entrecortadas, fué tanto el dolor, que casi se tendió en el suelo. El ermitaño l colocó en su silla y corrió después a la cisterna para traerle un vaso de agua.
La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por el susto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas que le arrancaba la lástima: ¡Poverina, poverina!... ¡Coraggio! Y la hortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar a la extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando su ternura.
La señora salió a la plazoleta. Parecía hondamente impresionada por aquel dolor. Rafael la seguía fingiéndose distraído, algo avergonzado de su insistencia y deseando al mismo tiempo una oportunidad para reanudar la conversación. Respiró con amplitud la señora al verse en aquel espacio abierto, inmenso, donde la vista se perdía en el azul del horizonte.
–¡Dios mío! –dijo, como si hablase con ella misma–. ¡Qué tristeza y qué alegría al mismo tiempo! Esto es muy hermoso. ¡Pero esa mujer..., esa pobre mujer!...
–Hace ya años que la veo así –dijo Rafael fingiendo conocerla mucho, a pesar de que hasta entonces rara vez se había fijado en la pobre hortelana–. Todos los de su clase son gente muy especial. Desprecian a los médicos, no los atienden, y se matan con estas bárbaras devociones, de las que esperan la salud.
–¡Quién sabe si lo suyo es lo mejor! El mal es invencible, y la ciencia no puede contra él tanto como la fe. A veces, menos aún. ¡Y pensar que reímos y gozamos mientras el mal pasa por nuestro lado rozándonos sin ser visto!...
A esto no supo Rafael qué contestar. Pero ¿qué mujer era aquella? ¡Qué modo de expresarse, caballeros! Acostumbrado el pobre muchacho a las vulgaridades y soseces de las amigas de su madre, y bajo la impresión de aquel encuentro que tan profundamente le turbaba, creía estar en presencia de un sabio con faldas, un filósofo venido de allá lejos, de alguna sombría cervecería alemana, para turbarle bajo el disfraz de la belleza.
La desconocida quedó en silencio, con los ojos fijos en el horizonte. En su boca, grande, de labios sensuales y carnosos, por entre los cuales asomaba la dentadura, espléndida y luminosa, parecía apuntar una sonrisa acariciando el paisaje.
–¿Qué hermoso es esto! –dijo, sin volverse hacia su acompañante–. ¡Cómo deseaba volver a verlo!
Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta; ella misma se la ofrecía:
–¿Es usted de aquí? –preguntó con voz trémula, temiendo que su curiosidad fuese repelida por el desprecio.
–Sí, señor –se limitó a contestar la señora.
–Pues es particular. Nunca la he visto a usted...
–Nada tiene de extraño. Llegué ayer.
–Ya decía yo!... Conozco a todas las personas de la ciudad. Me llamo Rafael Brull, y soy hijo de don Ramón, que fué muchas veces alcalde de Alcira.
Ya lo había soltado. El pobre muchacho sentía la comezón de revelar su nombre, de decir quién era, de hacer sonar aquel apellido famoso en el distrito, para que su personalidad adquiriera realce ante la desconocida. Influída ella por el ejemplo, tal vez dijese quién era. Pero la hermosa señora se limitó a acoger su declaración con un «¡Ah!» de fría extrañeza, que no recelaba siquiera si su nombre le era conocido. Pero al mismo tiempo le envolvió en una rápida mirada investigadora y burlona que parecía decir: «Este muchacho tiene buena presencia, pero debe de ser tonto.»
Rafael enrojeció, adivinando que había cometido una simpleza al revelar su nombre sin que nadie se lo preguntara, con la misma prosopopeya que si estuviera en presencia de un rústico del distrito.
Se hizo un silencio penoso. Rafael quería salir de esta situación; le molestaba ver a aquella mujer glacial, indiferente, tratándole con cortesía desdeñosa, sosteniendo con gran corrección las distancias para evitar la familiaridad. Pero, puesto ya en la pendiente, se atrevió a seguir preguntando:
–¿Y piensa usted permanecer mucho tiempo en Alcira?...
Rafael creyó que se hundía el suelo bajo sus pies. Una nueva mirada de aquellos ojos verdes; pero esta vez fría, amenazadora, algo así como un relámpago lívido reflejándose en el hielo.
–No sé... –contestó con una lentitud que parecía subrayar su desdén–. Yo acostumbro a abandonar los sitios cuando me fastidio de ellos.
Y, tras una nueva pausa, miró a Rafael de frente para saludarle con un frío movimiento de cabeza.
–Buenas tardes, caballero.
Rafael quedó anonadado. Vió cómo se dirigía a la portalada del santuario, llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael. La vió cómo, inclinándose cariñosamente sobre la hortelana enferma, abría un pequeño saco de raso que le presentaba su doncella y rebuscando entre brillantes baratijas y bordados pañuelos, sacaba la mano llena, brillando la plata entre sus dedos. La vació sobre el delantal de la asombrada campesina, dió algo también al ermitaño, que no manifestaba menos sobresalto, y abriendo la sombrilla roja, emprendió la marcha, seguida por la doncella.
Al pasar frente a Rafael, contestó al sombrerazo de éste con una inclinación elegante, casi sin mirarle, y comenzó a bajar la pedregosa pendiente de la montaña.
La seguía el joven con la mirada, al través de los pinos y los cipreses, viendo empequeñecerse aquel cuerpo soberbio de mujer fuerte y sana.
En torno de él parecía flotar aún su perfume, como si al alejarse le dejara envuelto en el ambiente de superioridad, de exótica elegancia que emanaba de su persona.
Vió Rafael aproximarse al ermitaño, ganoso de comunicar su admiración.
–¡Quina siñora! –decía, poniendo los ojos en blanco para expresar su entusiasmo.
Le había dado un duro, una rodaja blanca de las que hacía muchos años, por culpa de la poca fe, no subían a aquellas alturas. Y allí estaba Visanteta, la pobre enferma, sentada a la puerta de la ermita, mirando fijamente su delantal, como hipnotizada por el brillo del puñado de plata: duros, pesetas dobles y sencillas, monedas de cincuenta céntimos; todo el contenido del bolso, hasta un botón de oro, que debió de ser de algún guante.
Rafael participaba del asombro. Pero ¿quién era aquella mujer?
–¡Yo que sé! –contestaba el rústico.
Y, guiándose por las palabras incomprensibles de la doncella, añadía con gran convicción:
–Será alguna fransesa..., una fransesa rica.
Volvió Rafael a seguir con la vista las dos sombrillas, que descendían la pendiente como insectos de colores. Disminuían rápidamente. Ya no era la grande más que un punto rojo..., ya se perdía abajo en la llanura, entre las verdes masas de los primeros huertos..., ya había desaparecido.
Y al quedar solo, completamente solo, Rafael sufrió una explosión de ira. Le pareció odioso aquel lugar, donde tan tímido y torpe se había mostrado. Le molestaba ver aún allí el relampagueo de aquella mirada fría, repeliéndole, evitando la aproximación. Le avergonzaba el recuerdo de sus estúpidas preguntas.
Y sin contestar al saludo del ermitaño y su familia, se lanzó monte abajo, con la esperanza de volver a encontrarla no sabía dónde. El heredero de don Ramón, esperanza del distrito, iba furioso, agitaba sus manos con nervioso temblor, como si quisiera abofetearse. Y con acento agresivo, como si hablase con su yo, que abandonando la envoltura del cuerpo, caminase delante de él, gritaba:
¡Imbécil!... ¡Estúpido!... ¡Provinciano!