Entre breñas
de Arturo Reyes


I. El chaval

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Detuvo el paso de su yegua Pepe el Zorzales, y colocándose una mano a modo de pantalla sobre los ojos, arrojó una mirada escrutadora sobre el riente panorama.

Un espléndido sol otoñal embellecía las rápidas pendientes cubiertas por una vegetación exuberante y anárquica, en la que más que verse adivinábanse los rebaños por el lastimoso balar de los recentales y por el lánguido tintineo de las esquilas. Grandes macizos de verdor flanqueaban el río, en cuyas orillas blanqueaban los molinos ribereños, de zafir purísimo parecía el horizonte y de cristal el espacio.

Veintiséis o veintisiete primaveras podría contar nuestro protagonista, y era de tez morena, grandes ojos de lánguidas y adormecedoras pupilas, con facciones de correcto dibujo, curvas mejillas, donde azuleaba la barba cuidadosamente afeitada, como el bigote; sus labios eran frescos y encendidos; como de marfil su dentadura, algo grande y desigual; su cabello, abundante y sedoso, tan oscuro como sus bien arqueadas y pobladísimas cejas y como sus larguísimas pestañas, desbordaba por bajo el ala del airoso rondeño gris, y era vigorosa y cenceña su figura, que avaloraban ajustado marsellés, ceñidor y pañuelo de raso azul que lucía a guisa de corbata sobre la bordada y blanca pechera de la camisa. El pantalón de pana era sustituido en la rodilla por flamantes polainas adornadas con arabescos dibujos y larguísimo flecaje.

Permaneció Joseíto inmóvil durante algunos momentos; el silencio era turbado únicamente por el rumor del río al resbalar mansamente por entre verdes tarajes que salpicaba el rojo adelfal y los blancos rosales bravíos; por el melódico doliente piar de las alondras, por los susurros del viento al agitar la frondosa arboleda y por el sonoro latir de los perros guardianes del desparramado caserío.

Pronto el rápido trotar de otro caballo hizo volver el rostro a Joseíto y saludar con una exclamación de júbilo a Cayetano el Petaquero, que avanzaba hacia él también airosa y típicamente engalanado, jinete en un jaco de sangre andaluza y cabos finos como torzales, que, al aire la suelta crin, agitaba los encarnados borlones del mosquero y la también roja morillera del ensedado y vistoso atajarre.

-¡Gracias a Dios! -exclamó aquél al ver a su primo, el cual podría contar algunos años más que Joseíto, y era de contextura hercúlea y de rostro bronceado, ojos negros y fulgurantes, y rizosas, negrísimas patillas, evocadoras de las usadas por la gente macarena de la pasada centuria.

-Como que pensé que no diba a poer vinir, poique por poquito si me doy de cara con el sargento Cariñena en la encrucijá de los Encinares.

-Pos mía tú, si te parece nos metemos aonde no mos puean ver como no suban en globo.

-Es lo mejor, que no tengo yo ganas de tonteos con estos caballeros que por horas y por minutos van afinando la puntería.

Minutos después internábanse ambos interlocutores por entre los espesos jarales, entre los que tan sólo podían ser sorprendidos por las águilas, que se mantenían como inmóviles y con las poderosas alas extendidas sobre los vértices de la montaña.

-Güeno -exclamó el Petaquero, sentándose a la sombra de un nogal, en tanto Joseíto elegía sitio también cómodo junto a él, y los caballos despuntaban algunos tiernos matujos-, vamos a ver pa qué es pa lo que necesitas tú de mi presona gitana.

-Pos na, pa lo que yo te quería era pa icirte que ya estoy decidío der to a dar contigo argunos portes al Campamento.

-Pero ¿es que te vas tú también a jechar al tabaco?

-Lo que yo necesito es arrejuntar más pronto que se ice un puñao de jaras pa poer mercalle a mi jembra las mejores arracás y el mejor mantón de tos los que puean lucir en toíca la serranía, y como yo no tengo haberes pa premitirme esos rumbos, pos cuando antier me dio el viejo las tres mil y pico de tordas que importa el vencimiento de la hipoteca que le tiéen jecha los Reondos de Faraján, pos me ije yo pa mí: «Con estos cuatro ochavos pueo yo dirme en busca de mi primo y dirme con mi primo al Campamento y emplearlos bien empleaos y mercar el mantón y mercar los aretes, y endispués, cuando venda lo que me traiga de Gibraltar, pagar el vencimiento, y si por casolidá no arcanzara, pos lo que jaría sería gorver a dar otro porte contigo, y como ya sabes tú lo súpito que soy, y como ya se me ha puesto la cosa sobre el corazón, pos velay tú, por eso te mandé el recao que te mandé con Perico el Muletero.

-Pero ¿por qué te ha entrao a ti esa calentura por mercalle esas dos cosas a tu jembra? ¿Es que ya ha encomenzao a escupir y a sentarle mal lo que come?

-Eso quisiera yo, y no pasa por mo de eso que tú ices, que lo que me escupe la prenda es de la colorá y no pasa un día sin que le entre la pícara calentura.

-Pero ¿no se había mejorao retantísimo cuando estuvo en la Tordillera?

-Sí que se mejoró una miaja, pero apenitas gorvió ar pueblo encomenzó de nuevo a toser, y como yo sé que mi prenda no va a jaser los huesos viejos, y como si ella no los jase viejos, en flor se me van a abitocar a mí los míos...

-Lo que tiées tú que jacer es mandalla otra vez en seguidita a la Tordillera.

-Eso será lo que jaré en cuantico llegue el verano, pero antes quieo dalle el gustazo de que ella se mire al espejo con las cosas que te he dicho, poique es que yo creo que ésa es una de las cosas que más peor la tiéen, poique es que ya son muchas las fantesías con que Rosarillo la Solana viée achicharrándole la sangre.

-¿Qué Rosarillo? ¿La casá con el Chirimollo?

-La mesmita, que no la puée ver, poique como ella se pensó que poique yo le icía cuatro tontunas había yo ya perdío por su cara y por su porte los papeles, pos cuando yo me casé con mi rosa de Jericó, pos a ella le entró el dislocamiento y se casó na más que de rabia que le dio con Robustiano, y como el hombre to lo que le sobra son talegas, y como está más loco que un cencerro por la Rosarillo, pos ésta es la que pica la torva en el molino, y ca vez que quiée mete la mano jasta el co en la faltriquera de su hombre, y como de alguna jechura se tiée que vengar, pos no jace más que dalle chingares a mi Rosalía con toícos los jarambeles que la merca su hombre, y como ella sabía que mi nena siempre tuvo la ilusión de poer mercarse un güen mantón y unas güenas arracás, pos apenitas puso a la venta su mantón y sus salcillos la viuda de Calcetines, jizo que su chato se los mercara, y dende entonces no va a una parte aonde ella sepa que va mi Rosalía, que no se ponga dambas cosas no más que por emberrechinarle la sangre a mi lucero.

-¡Camará, y quién eres tú y qué cosillas más de a ochavo que te ponen a ti a cavilar!

-De a ochavo y no de a ochavo -exclamó con acento impetuoso Joseíto-, poique es que mi jembra púo casarse con Tobalico el de Montejaque, que no es pan seco lo que masca, y a pesar de eso espreció ella sus haberes y se casó conmigo sabiendo que yo no tengo más que una choza y dos majuelos, y dende que se casó no le he podío yo mercar na de lo que reluce y de lo que más a ella le gusta, y como la probetica mía es más callá que un sótano y más humilde que el porvo que se pisa, y como además me tiée tanta voluntá, pos en jamás de los jamases ha dicho ni pío tan siquiera; pero como ella tiée pa mí de cristal la frente, pos sé las ducas que ella pasará cuando la otra encomienza a tirarle barrumbás y fantesías.

-Pos mía tú lo que son las cosas: eso que tantísimo es lo que vale pa ti, pa mí no vale ni la pleita de un capacho.

-Pos pa mí sí son tejoletas -dijo con voz ya irritada Joseíto-. Poique pa mí es una puñalá trapera que me dan una pluma que le jurguen con mala intención a la que a mí me esteta to lo que a un hombre le enluta er corazón, y tan es asina, que la otra tarde que la vi yo la mar de cavilosa y me enteré de que se había trompezao con la Rosarillo en ca de la Pechugona, como yo me comí la partía del porqué estaba ella tan de malito encare, le juré que o perdía yo jasta el segundo apellío o tenía ella, antes de que gorviera a crecerle el pelo a los maizales, un mantón y unas arracás doble mejores que las que se pone jasta pa dormir la jembra del Chirimollo.

-Güeno, hombre -dijo Cayetano, encogiéndose de hombros-, no hay que inritarse por tan poquilla cosa, y si tan enjotao estás tú, pos por lo que a mí resperta no se irá al joyo tu Rosalía sin que le cumplas tu juramento. Y ya que estás tan decidío, no tiées más que vinirte conmigo, que esta noche salimos a carear los Conchinos de Benaoján, los mozos de Andrés Benítez y los Zurdos de Jimena.



II. La chavala

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La azotea, la blanquísima azotea, cegaba con el blancor de sus bien enjalbegados muros y con los espléndidos tonos de las flores, que en numerosas macetas adornaban el murete corno una greca florida, a los ardientes rayos del sol que parecía querer incendiar el zafir de los cielos y el cristal purísimo del espacio.

Rosalía, inclinada sobre el muro y asomando la cabeza por entre dos de las florecientes macetas, inspeccionaba con inquieto mirar la riente lejanía.

La enfermedad apenas había conseguido amortiguar los encantos de la moza, que era alta sin exageración, de talle esbelto, de seno algo tímido que hundíase como para dejar aproximarse sus hombros; sus ojos eran negros, dulces, melancólicos, ojos de oriental abolengo, adoselados por cejas que parecían trazadas con antimonio, de encorvadas y larguísimas pestañas de azabache, que acentuaban con su sombra sus ojeras, que morían en los algo descarnados pómulos coloreados por el mortal padecimiento y cuyos tonos contrastaban rudamente con el intenso y casi fantástico blancor de su tez empalidecida.

Sobre su frente arremolinábanse los encrespados y brillantísimos cabellos, que desbordábanse en brilladores bucles sobre sus sienes y se retorcían en relucientes vedijas sobre la nuca y amenazaban, al desatarse, inundar la espalda como un torrente de rizos.

Una entre sonrisa y mohín estereotipado en sus labios finos y pálidos hablaba con muda elocuencia del recóndito, silencioso y constante malestar, y sus movimientos estaban llenos de languideces; la falda de color de rosa que vestía, como la chaquetilla del mismo color, que ocultaba del todo casi amplio pañuelo blanco de Canilla, dejaba adivinar lo descarnado de su cuerpo de armónicas elegantes proporciones.

Durante algunos minutos exploraron sus ojos la radiante lontananza, sin que quedara senda que no exploraran, pero convencida la moza de que por ninguna de ellas venía el que con tanta ansiedad esperaban, y corno ya el cansancio hacía flaquear sus piernas, dejose caer en una vieja poltrona colocada junto al murete.

Una profunda inquietud enseñoreábase de su corazón, y un vago remordimiento de su conciencia; la tardanza de Joseíto habíale robado las escasas horas de reposo que la tos le concedía, al recordar el despecho de su hombre por no poder tenerla como a la flor en el tallo, y el juramento que le hiciera recientemente de satisfacer en breve plazo el capricho suyo que ella había cometido la torpeza de revelarle un día en que un ala del corazón hubiera dado por haber podido eclipsar con su lujo el de su vanidosa rival.

Este recuerdo era el que más amargura le proporcionaba,; ella sabía que su hombre no vivía más que mirándose en sus ojos, que un capricho suyo por satisfacer era una espina clavada en su pecho, y sabiendo que vivía rabiando por no poder tenerla como a una reina en su trono, y soñando con echarse al tabaco para que se acabaran ya de una vez estrecheces y amarguras, había ella cometido la imprudencia de confiarle sus tan vehementes deseos de darle un boca abajo a la mujer del Chirimollo.

Y al pensar que su Joseíto, en lugar de irse a pagar el vencimiento de la hipoteca, hubiese metido su caballo sierra adentro para ir en busca del Petaquero, profunda zozobra apoderábase de su corazón; ella sabía que los tiempos habían cambiado, que ya todos los que al tabaco se echaban tenían que tutearse con la que nos pudre, y que no eran pocos los que, como el Petaquero, tenían que andar jugando al zorro que te vi entre breñas y abulagas en espera de poder pillar un transatlántico que los llevara a las Américas latinas, y menos mal para los que podían hacer esto, que otros como Antón el Cantonera, Paco el Pecoso y Casimiro el Broñigal, habían pagado con la número uno su ambición y su valentía.

-Pero, chiquilla -exclamó la señá Micaela penetrando en la azotea y acercándose a la moza cuando más engolfada estaba ésta en sus poco gratas meditaciones-, ¿es que tú no vas a catar la gracia e Dios en tanto y cuanto no güerva tu Joseíto?

Miró a su madre con expresión indiferente la muchacha, y dijo:

-Pero si no tengo ganas de abrir la boca tan siquiera, maresita -le repuso.

-Pos sá menester que la abras, que por querer alimentarte con suspiros te estás poniendo ca vez más amarilla y cá día con más ojeras, y...

-Señá Micaela -gritó en aquel momento Toño el Carambuco desde el umbral de la casa con acento resonante.

-El cartero -exclamó la anciana a la vez que,

-Carta de mi José -decía, incorporándose, pálida y con la respiración anhelosa, Rosalía.

-No se había ésta equivocado; la carta era del Zorzales, carta en que éste la decía que no se inquietara, que al llegar a Faraján habíase encontrado con que el Reondo estaba en uno de sus cortijos y que como no era cosa de perder el viaje, había decidido esperarle, lo cual le hacía tener que prolongar su ausencia durante dos o tres días.

-¿Qué más ice -preguntó la señá Micaela al ver que la moza callaba, no sin seguir con los ojos puestos en el papel y no sin que vaga sonrisa se bosquejara en sus labios exangües.

-Ná, cuatro tontunas.

-Vaya, güeno -murmuró la señá Micaela cayendo en la cuenta de la indiscreción cometida, y después:

-Entonces, ya podrás tomar una miaja de alimento, ¿verdá, tú?

-Güeno, lo tomaré, pero ná más que una miaja.

-Eso ya se verá, que no quieo yo que cuando güerva tu José iga que en cuantito falta él de aquí ya no hay aquí naide que te cuide, como si hubiera sío él el que te hubiera dao los calostros, cantao la nana y metío los pañales.



III. Jabalíes y perros

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La luna plateaba el paisaje hermosamente bravío; mansa brisa hacia ondular las ramas de los nogales y quejigos; de vez en cuando cruzaba el espacio con vuelo blando y silencioso alguna que otra ave agorera proyectando en las riscosas faldas su fantástica silueta fugitiva; el silencio de la noche era turbado únicamente por el sonoro latir de los mastines, que velaban en los blancos caseríos y por el lento caminar de los contrabandistas que, jinetes en caballos enjutos y voladores, precedían y escoltaban las poderosas acémilas por las más ocultas veredas.

Joseíto, junto a Cayetano, en la retaguardia del pelotón, terciada la brillante tercerola sobre la típica y pintoresca montura, exploraba con mirada inquieta la lejanía.

-No sé poiqué, camará -dijo Cayetano, a la vez que ponía en torno suyo una mirada recelosa-, pero me está dando er corazón que vamos a tener una miajita de ruío, y lo sentiría más que ná por ti, que tendría mal ange eso de que por ser la primera vez que sales tú te recibieran de tan malita jechura.

-Pos tamién me está a mí goliendo la noche a pórvora -dijo Antón el Sarmentoso con acento indiferente.

-¿Y eso poiqué? -le preguntó Joseíto.

-Pus poique -repúsole Cayetano- no mos hemos trompezao, como esperaba, con José el de Guadiaro en la cañá de las Palomas, y pa que él no haiga jecho lo que yo le ije, menester es que lo hayan arrecogío o alicortao, lo que no tendría naica de particular, poique es que ese pícaro teniente Mendiola le viée largo a una cometa, poique es que tiée más vista que un lince y más nariz que un poenco.

Nadie contestó a las palabras de Cayetano, y durante media hora continuaron todos caminando silenciosos y meditabundos, no sin que el más pequeño rumor hiciera estremecerse a Joseíto.

Este sentía que una profunda inquietud aceleraba el latir de su corazón al pensar que un mal encuentro le hiciera perder los dos pequeños fardos de sedería amarrados a las ancas de su Careto, y con ellos el codiciado mantón y las dos magníficas arrancadas de oro y diamantes que rabiaba ya por ver adornando las casi invisibles orejas de su Rosalía.

Cuando más engolfado caminaba en tan poco grata meditación, al detenerse bruscamente los que formaban la vanguardia de la cuadrilla, hicieron retroceder algo desordenadamente a las acémilas y a los escopeteros.

-¿Qué es lo que pasa? -preguntó Cayetano, avanzando rápido, seguido del Zorzales, hacia los que precedían a la cuadrilla.

-¿Pero qué es lo que pasa? -repitió al llegar junto a ellos y encarándose con Juan el Pulío, que delante de todos, y con la tercerola en la mano, exploraba inmóvil como una estatua, la silenciosa lejanía, y el cual, al oír su pregunta, le repuso sin apartar la vista de la lontananza:

-Que arguien viene jaciendo yesca al jaco por el cruce del Pantalones.

-Yo no veo naíta.

-Lo tapan los algarrobos del Rodrigones, pero ahora lo verás... ya lo tiées ahí, y pa mí que es el de Guadiaro.

No se había equivocado el Pulío, y minutos después llegaba a todo el desesperado galopar de su cabalgadura, Joseíto, el cual exclamó con voz anhelosa, dirigiéndose al Petaquero:

-Encimita, pero que encimita, tenemos al tiniente Mendiola con cuasi toa su jauría.

-Pero ¿qué ha sío lo que ha pasao? -le preguntó aquél con voz completamente serena.

-Pos ná, que estando en la cañá e las Palomas me rodearon sin que los sintiera ni la tierra y me llevaron al Tajo de los Mimbrales, de aonde me he poío escapar, y yo no sé cómo no me han arrecogío, poique es que uno de los chinazos que me han tirao me quitó un rizo como ricuerdo, y lo que siento es que se vaya a pensar otra cosa mi morena.

-¿Y hasta aónde te han seguío?

-Pos aonde yo los perdí e vista fue en las lomas del Fatigas, pero pa mí que los tenemos aquí antes de lo que se tarda en cantarse unas serranas.

-Pos a ver -dijo Cayetano con voz vibrante como un toque de clarín dirigiéndose al grupo de contrabandistas- tos los de Gaucín y tos los de Igualeja a tomar con los machos la trocha de Atanares pa pillar en un vuelo la venta del Baticolo y a esconderse en el Carrascal, y los de Jimera y los de Arriate conmigo por si sá menester pararles los pies un rato a esos caballeros.

Y fijándose en su primo, que continuaba inmóvil a su lado:

-Arza tú tamién con ellos y aspérame con ellos en el Carrascal.

-Yo no me aseparo e tu vera -repúsole sombríamente Joseíto.

Momentos después, rápidos y silenciosos, se alejaban las cargadas acémilas rodeadas por los escopeteros de Gaucín y de Igualeja, con dirección a la trocha de Atanares, y cuando Cayetano les hubo visto ocultarse tras los árboles que embellecían la vertiente de la montaña, dijo:

-Ahora tos mosotros a lo alto de la loma -dijo a los restantes

compañeros- por si viéen esos señores, jacelles bailar un rato con la más fea, tan y mientras los otras se lleven la más bonita, y cuando yo pite, ya saben ustés, cá uno por su lao y tos a la torre del Moro pa dende allí cortar el monte por la Torrentera.

Ya situados en el repecho al amparo cada uno de los jinetes de uno de los copudos algarrobos, esperaron tranquilos.

La espera no fue de mucha duración; pronto el rápido galopar de sus caballos anunció la llegada del enemigo; éste, al llegar al pie del repecho, se detuvo bruscamente: la vista de águila del teniente había divisado a los contrabandistas, y al divisarlos, un juramento capaz de hacer enrojecer al más bigotudo de sus veteranos, brotó en su boca; como ducho en aquella clase de lides, al adivinar lo ocurrido, se dispuso a maniobrar de modo que pudiera cortar el camino a los que, sin duda, habían huido con dirección a la sierra, y dirigiéndose a uno de los que le seguían:

-A ver, Morales; como, si no me equivoco, esa gente ha metido las acémilas con algunos escopeteros, por la trocha, y a los demás los tenemos en el repecho tras los algarrobos, es preciso que, mientras yo con diez números subo a lo alto, usted con los otros diez vaya a tomar a escape el atajo del Charambela, a ver si me los copa usted antes de que pillen los tallares.

La operación dispuesta por el teniente había sido adivinada, sin duda, por Cayetano, y antes de que el sargento hubiese podido alejarse con sus hombres, ya habíanse extendido bajando por el barranco los matuteros, cerrando también el paso por retaguardia a sus perseguidores.

Un nuevo rotundo vocablo tronó en los labios del teniente que, brincando de ira en su, montura, gritó:

-Pues a barrer toda esa canalla, sargento, a barrerla, y que no quede ni uno.

Y dicho esto, espoleó a su montura que, encabritándose al sentir el injusto castigo, pretendió despedir a su jinete, dominada por el cual, avanzó por el empinado repecho seguido de sus hombres que, abiertos en guerrilla, pronto se tuvieron que detener y parapetarse tras los árboles para contestar el nutrido fuego que a discreción les hacía desde la altura la gente del Petaquero.



IV. El encuentro

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Joseíto, recto e inmóvil sobre su caballo, contemplaba el espectáculo sin que pudiera darse cuenta de aquellos a modo de dulces ceceos que modulaba al pasar cerca de él el plomo ya frío; sus ojos no se cansaban de mirar cómo el teniente esforzábase en dominar su caballo, que caracoleaba y arrancando chispas a las rocas al choque de sus herraduras, giraba espantado sin querer obedecer ni riendas ni acicate, impidiendo que su jinete pudiera resguardarse del fuego enemigo.

-Pero ¿es que tú te has pensao llevarte virgen la tercerola? -preguntó con voz desabrida Cayetano a su primo, junto al cual no cesaba un punto de disparar la suya, y después, fijándose en el blanco que aquél presentaba, enhiesto sobre la típica montura, y sin que le resguardase árbol ninguno:

-Pero ¿qué haces que no te arrimas al árbol ni te tiendes sobre el caballo?

Joseíto se sonrojó oyendo a su pariente, y echándose a la cara la tercerola, hizo el primer disparo.

Poco a poco fue apoderándose de él el vértigo de la pelea, y una nunca por él sentida ansia belicosa, fue apoderándose de su espíritu, y haciéndole olvidar toda prudencia, todo instinto de conservación, y ya embriagado por el olor de la pólvora y por el vibrante detonar de las carabinas y tercerolas, saliendo del lugar que le amparaba la sombra del árbol, quedaron él y su Careto bañados en la luz de plata de la luna.

-¡Tiéndete! -le gritó con voz resonante Cayetano.

Joseíto oyó la voz de aquél, pero antes que pudiera hacer lo que su primo le ordenara, tronaron como uno solo varios disparos, y el Zorzales sintió como si le pasaran por el costado un hierro candente, y después, que le zumbaban los oídos y que se aflojaban sus músculos.

Nuevos disparos retumbaron sonoros y como rodando de cañada en cañada, y encabritándose de pronto Careto rebrincó alocadamente haciendo a su jinete aferrarse para no caer con desesperado ahínco a la montura, y después, libre de rienda, y espoleado, sin duda, por el dolor, salió disparado como una flecha, atravesó raudo como una visión, por entre los carabineros, que le saludaron con una nueva descarga, y se perdió de vista, siempre galopando vertiginosamente, tras la loma situada frente al lugar donde tenía lugar el encuentro.

A Joseíto, aferrado con mano crispada a las crines y al atajarre, sin perder felizmente los estribos y apoyándose en las cargas sujetas a la grupa, antojábasele aquello una pesadilla; un dolor vivo y taladrante parecía penetrar su costado; además, la sangre empapaba su camisa.

A medida que avanzaba su caballo en su carrera loca, saltando acequias, parapetos y albarradas, sin respetar ni sembrados, ni viñedos, iba dejando de oír Joseíto los disparos, y minutos después, que a él se le antojaron todo un siglo de suplicio, empezó a templar la rapidez de su carrera el caballo, que en breve detúvose, bañado en sudor y con la boca espumante.

Joseíto permaneció inmóvil durante algunos minutos como temiendo despertar el dolor, que al detenerse la montura habíase amortiguado, pero al sentir que la sangre aún seguía manando de la herida, hizo un esfuerzo poderoso y se medio incorporó arrojando una mirada escrutadora en torno suyo.

A la clara luz de la luna pudo verse todo empapado en sangre; el dolor agudizábase por momentos; una gran laxitud habíase apoderado de él; parecíale verlo todo como al través de un tul vaporoso; sus ideas y recuerdos surgían en su imaginación como loca y vertiginosamente barajados por las manos habilísimas de un prestidigitador; Rosalía, el Chirimollo, las arracadas, el mantón, la hipoteca, sus viejos, el Petaquero, el teniente Mendiola, todos los seres amados y no amados parecían bailotear en su cerebro una danza fantástica y grotesca.

El instinto hizo resonar en él su voz poderosa, y arrancándose el pañuelo de seda que le servía de corbata, se lo llevó al costado oprimiendo con él la herida, y en aquel momento un extraño de la montura al desesperado latir de un perro, le despidió bruscamente arrojándole a algunos pasos de distancia sobre un terreno blando y movedizo.

En tanto tenía lugar la escena que dejamos narrada, el tiroteo seguía en la loma del Almendral; los contrabandistas empezaban a retroceder; ya dos de ellos habían tenido que retirarse heridos y uno de los carabineros, al abrigo de las balas por un corte del terreno, vendábase una pierna, de la que no cesaba de brotar la sangre.

El sargento no conseguía abrirse paso, porque los contrabandistas retrocedían con lentitud desesperante, y ya llevaban tres cuartos de hora de lucha cuando un silbido penetrante dominó el fragor de la pelea.

-¡Cobardes! ¡cobardes! ¡cobardes! -rugió Mendiola al ver cómo repentinamente todos los adversarios volvían grupas y se alejaban veloces como sombras tendidos sobre las monturas y haciendo a éstas trazar caprichosos zig zag burladores de la más certera puntería.

La persecución se hizo imposible; al dominar del todo el repecho, pudo ver el teniente cómo cada uno de aquellos seguía un camino distinto, y como ya conocía el modo de pelear de aquellas gentes,

-A ver, que se queden aquí dos con el cabo Manzano y con el otro número herido, y los demás conmigo todos hacia la trocha de Atanares.

Y momentos después volaba el pequeño escuadrón en la dirección indicada por el teniente, alumbrados por la luna que resplandecía en el charolado correaje y en el reluciente alero de los pesadísimos sables y de las no menos brillantes tercerolas.



V. La venta del Caracolo

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Las primeras claridades del día iluminaban vagamente el paisaje; la venta del Caracolo presentaba pintoresco golpe de vista; el señor Juan el Pistola, de pie en el umbral, empleábase, como de costumbre, en tejer larga pleita con el esparto que sacaba del abultado haz que sujetaba bajo la axila; el Perezoso, un zagalillo greñudo y atezado, parecía empeñadísimo en justificar su mote con una interminable serie de bostezos, a la vez que daba suelta a la reducida piara que a diario tenía que conducir a la montanera; Márgara, desnudos los renegridos brazos, recogida la falda, que dejaba ver el encarnado zagalejo, y cubierta la cabeza por un pañuelo de hierbas atado en la nuca, barría la planicie situada bajo el viejo parral que le daba sombra grata en los ardientes días de estío y no cerraba el paso a las caricias del sol en los invernales, y el Caracolo colocaba a la yegua el pesado yugo a la vez que canturreaba con voz algo ronca:

El león en su cueva
muere de celos.

Cuando más engolfados y abstraídos estaban todos, al parecer, en sus respectivos quehaceres,

-Ya tenemos ahí a esos caballeros -dijo Joseíto sumando uno más a la larga serie de sus matinales bostezos.

Una mirada del Caracolo le hizo enmudecer, y crujiendo hábilmente la honda, gritó dirigiéndose a la oronda matrona de la piara:

-Vamos pa allá, preciosa, vamos pa allá, prenda mía.

Y al ver que ésta, no obstante lo excesivamente galante del adjetivo, no parecía dispuesta a acatar su mandato, hízola obedecer haciendo rebotar una piedra en su torso reluciente.

Poco tardaron en llegar a la venta Mendiola con su gente.

-Buenos días -dijo el primero, con acento brusco y mirando con expresión de amenaza al Caracolo.

-¿Cómo tantísimo güeno por aquí, mi tiniente? -repúsole el ventero abandonando la yunta y avanzando lentamente hacia los recién llegados.

-¿Por dónde ha tirao el Petaquero con su lobera? -le preguntó Mendiola sin dignarse contestar a su pregunta.

Los recién llegados, sin duda previamente aleccionados, habíanse dirigido rápidos hacia los de la venta, y llevándose aparte a cada uno de ellos, antes de darles tiempo a que pudiesen cambiar una palabra, dieron principio todos a la vez a un mismo interrogatorio.

Aquellas buenas gentes no sabían una sola palabra de lo ocurrido algunas horas antes en los Chaparrales: sin duda Cayetano y los suyos habían flanqueado la venta en su huida y habían ido a guarecerse a algunos de los pueblos próximos. Terminados los interrogatorios pudieron apreciar los interrogadores que no había habido entre los interrogados la más pequeña contradicción; las gentes de la venta hacía una hora que se habían levantado; el viejo habíase entretenido en encender la candela; la cortijera, en recoger los huevos en el corral y en amasarles a las gallinas; el pastor, en componer la honda que habíasele roto en el día anterior: el ventero, en echarle unas brazadas de yesca a la yunta antes de llevársela al trabajo.

No obstante esto, el teniente echó un vistazo a la cuadra, al pajar, y no encontrando en aquellos lugares nada que le llamase la atención, dulcificó algo la expresión de sus ojos, y:

-¡Por vida de Dios, y qué diíta que nos espera después de la noche que nos han dado! -exclamó a la vez que arrojaba una mirada escrutadora en los alrededores del edificio.

-Pero ¿es que esta noche ha habío gresca con la gente de ese mozo?

-Dos horas casi de danza en los Chaparrales, lo que ese pícaro me tiene que pagar es el haberme lisiao al Cantimplora, que ha salido con un balazo en la cabeza, y a Paco el Dueña, con otro en una pantorrilla.

-¡Pero qué! ¿se les cogieron las cargas?

-Dos machos que se les cortaron en la loma del Pisaverde, y dos hombres que no volverán a matutear por estos terrenos, el Gazpacho de Algatocín y el Veneno de Igualeja.

-¡Lástima de mozos! -murmuró el ventero.

-Lástima de ellos y no lástima de nosotros, ¡por vida de Dios, que esto no se acabará en tanto no se acabe con todos ustedes, que todos ustedes sois lobos de las mismísimas madrigueras!

Al Caracolo le chispearon las negras pupilas con expresión dura y brava, y dos minutos después alejábase el teniente de la venta.

Cuando ya se hubieron perdido de vista, una sonrisa burlona serpeó en los gruesos labios de todos los habitantes del cortijo, y

-Usté, agüelito -dijo el Caracolo al viejo, que no había cesado un punto de tejer la soga- a la loma del Almendral, y tú, Perezoso, a la del Grajo, y tú, Márgara, al cruce de los Matorrales, a tener cudiao con esa gente, y si los ven ostés de golver, ya sabéis, un escopetazo a la luna,

Y diciendo esto se lanzó rápido hacia lo más espeso del monte.

Durante algunos minutos avanzó por una senda casi invisible a los ojos de los menos expertos, y al llegar a un enorme hacinamiento de rocas, llevose los dedos a los labios y dejó escapar un silbo agudo que resonó como modulado por un mirlo en los zarzales.

Otro mirlo pareció contestar al del Caracolo, y momentos después franqueaba éste la primera línea de rocas y topábase con Cayetano y su gente en reducidísima planicie, donde las poderosas acémilas y los enjutos caballos desaparecían casi del todo como bajo una lluvia torrencial de bien olientes matujos.

-Pos sá menester -dijo Cayetano después de oír al Caracolo -meternos más aentro jasta el anochecer que salgamos pa Jimera- y después, dirigiéndose al ventero, continuó:

-¿Y han dicho argo esos armas mías de mi primo Joseíto?

-Ni pío; de los que han platicao ha sío del Gaspacho y del Veneno, a los que, según parece, han arrecogío, pero tocante al Zorzales no deben haberle jechao mano, poique si no no se hubieran dejao de icillo, ¡que apenicas le gusta farolar al tiniente Mendiola!

-Pos sá menester que vaya usté a ver si se ha guarecío por alguno de esos cortijos, poique pa mí que er plomo lo arrecogió, que cuando al sentirse jerío se le arrancó el jaco, diba galapagueando en la montura, y si er plomo lo ha arrecogío bien...

Y al pensar que un desenlace trágico hubiera podido poner fin a la carrera del mozo, algo siniestro resbaló por las negrísimas pupilas del Petaquero, el cual, minutos después, internábase más y más por entre los espesos jarales, seguido de sus compañeros, todos ellos gente avezada a jugarse a diario la piel en la brava serranía.



VI. El herido

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-¿Qué, te sientes mejor?

-Sí, que me duele muchísimo menos.

-Como que el tío Clavija tiée en cá deo un bote e bársamo pa eso de curar jerías, camará, que no he visto yo nunca más santas pa estas cosas; verdá es que lo tuyo, felizmente, no es cosa que merezca tratamiento.

Joseíto, tendido en la cama del señor Juan, miraba a éste con expresión triste y meditabunda; su imaginación estaba bien distante de allí; la imagen de su Rosalía no se apartaba un punto de su pensamiento, con sus grandes ojos febriles, su perfil bello y descarnado, sus labios exangües, enjoyados por una sonrisa de melancólico irresistible encanto. Cuando pensaba en que el mal rato sufrido hubiérala podido empeorar, parecía que el lecho le escupía, pero el dolor que al moverse le hiciera sentir, hacíale exhalar hondos suspiros, y rabiosa y silenciosamente tascar el freno que le impedía volar al lado del ser querido. Respecto a sus viejos, no tenía inquietud ninguna; Cayetano habíale enviado uno de sus hombres de confianza, el cual habíase llevado una noche la carga de contrabando menos el pañuelo y los zarcillos; al visitarle aquél a los dos días, entregole el recibo de los Reondos de Faraján y, además, algunas monedas, producto de la venta de la sedería sacada del Campamento, no sin que al entregárselas le dijera con voz sorda:

-Mal arte has tenío, en tu primera salía.

Y al ver que Joseíto se encogía de hombros desdeñosamente, continuó:

-Y el dicir esto no es por esa chirigota que te dijieron y que, gracias a Dios, no se ha formalizao, sino por lo negro que estarás ya de no poer alevantarte pa querer a tu morena.

Los ojos del Zorzales centellearon de amor y tras algunos momentos de silencio, murmuró con voz sorda:

-Pos lo que más me duele de to es no saber si se ha puesto u no más peorsilla con la pícara noticia.

-Mejor no puée estar, poique la probe no se convencerá jasta que te vea con sus propios ojos, de que lo que tú tiées no vale el romero y el vino que en emplastos se ha gastao.

-¿Pero tú tiées noticias de ella? -le preguntó Joseíto haciendo un gesto de dolor al intentar incorporarse.

-Sí, que tengo, poique hier tarde estuve platicando con Sebastián el Cachete, que me ijo qué no está ni peor ni mejor, sino que sigue tosiendo y con su miajica de destemplanza.

Días después sentíase mejorado nuestro protagonista y, aunque con trabajo, podía incorporarse, y hasta, aprovechando uno de los momentos en que la señora Pepa le dejara a solas, había logrado asomarse al balcón, pero para volver a la cama tuvo necesidad de esperar a que volviera la buena mujer.

Desde aquella intentona no había vuelto a moverse, pero ya estaba decidido a abandonar aquel hospitalario rincón; la impaciencia tomaba en él caracteres de mayor gravedad que el balazo; el sueño había huido de sus ojos, y las noches pasábaselas suspirando angustiosamente y dando vuelcos y más vuelcos. No, él no podía continuar más tiempo sin ver a Rosalía; él había esperado que ésta, al enterarse de que él no podía ir a verla, hubiera ido en su busca, y si no lo había hecho ya, era seguramente porque algo muy grande se lo impedía; porque estaba peor, sin duda, y si ella estaba peor... ¡Dios de los cielos! si ella estaba peor, él tenía, aunque fuese arrastrando, que ir a sus cubriles a comerse a besos aquella carita pálida de pómulos encendidos y aquellos ojos que eran como dos ventanales por los que parecía querer irse el alma de aquel cuerpo tan airoso a la vez que tan débil, tan esbelto, tan febril y tan lleno, a sus ojos, de tan hondos atractivos.

-¿En qué piensas? -le preguntó el señor Juan, que entreteníase engrasando el herraje de su retaco.

-¿En qué quiée usté que piense? En lo dichosos que son tos aquellos a los que Dios ha puesto alas pa poer volar aonde más es de su gusto.

No seas súpito, hombre, que ya entro e ná, sigún ice el Clavija, podrás salir de aquí como de un cañón rayao, que ya lo que te quea no vale naica, gracias a Dios, poique es que perdiste aquella noche más sangre que agua suelta un aguacero.

La ventana daba paso a un torrente de rayos de sol que iluminaban alegremente la estancia, y a dos golondrinas que habíase posesionado de un viejo nidal situado en una de las vigas del techo, y las cuales, al acariciarse al borde del nido, habían hecho a Joseíto pensar más de una vez en la querida compañera.

La señora Pepa penetró en la habitación, sobre el encallecido pelo amplio pañuelo de hierbas anudado en la frente, en la mano la escobilla de blanqueo y algunos manchones de cal en el rostro y en los renegridos brazos, que dejaban ver las arrolladas mangas de la chaquetilla.

-Qué, un hombrecito, ¿verdá? -le preguntó la vieja, poniéndose un puño en la cintura y apoyándose con la otra en la escoba.

Joseíto sonrió a la anciana, que con casi maternales desvelos habíalo atendido, y

-Sí, señora -le repuso-, y si no fuese por...

-Si no fuese, ¿por... qué? -le preguntó aquélla, y antes de que aquél hubiera podido contestarle, continuó:

-¡Vaya! Si no juera poique te está jaciendo muchísma farta la prenda que tú más quieres... ¿no es asina?

Los ojos de Joseíto contestaron de modo elocuentísimo a la pregunta, y tras un breve silencio:

-Pos si la cosa no estuviese ya tan pa granar, yo mesma te la traería -dijo la señora Pepa-, pero como ya, gracias a Dios y a la Virgen Santísima, estás tú tan requetemejorao...

-Pero si es que pa que ella no haiga vinío sin que naide vaya por ella en los doce o catorce días que llevo aquí, sa menester que esté pa que la embarzamen la probetica mía e mi corazón -dijo con voz reconcentrada el Zorzales.

-¿Y poiqué ha de ser eso asina? ¿No ves tú que nosotros la hemos dicho que lo tuyo no vale naica?

-Manque ustedes le haigan dicío lo que les haiga dao la repotentísima gana, ella hubiera vinío fijamente, ¡vaya si hubiera vinío!

-Pos bien, sí -dijo el señor Juan-, ella hubiera vinío, y si no ha vinío es poique mosotros no le hemos querío dicir aonde estás tú, por eso mismamente, pa que no se ponga en camino, poique es que como ella está tan... asina, tan poquilla cosa, y como una caminata tan grande le sentaría más peor que un escopetazo...

-Pero es que ha poío vinir en jamugas.

-Pero como er méico...

Estas palabras, que se escaparon sin duda, al señor Juan, hicieron a éste hacer un mohín delator de su arrepentimiento, pero comprendiendo que era preciso enmendar a escape el yerro, continuó:

-Como er méico le tiée aconsejao que no se tome calores ni fríos, ni se ajetree por naica de este mundo, pos es naturá, la señá Micaela le dijo a Juanón que no le igiera aónde estás tú pa que no se arrancara y se viniera en busca tuya.

-¡Luego er méico ha tinío que dir a verla! -dijo Joseíto, y después, con voz irritada y vehemente:

-¡Pos esto no puée seguir asín; yo esta mesma noche me voy ar pueblo manque sea gateando!

-¡Tú qué has de dirte ar pueblo de esas jechuras! ¿No ves tú que si tú te pusieras más peor y se tuviera que llamar ar méico, er compromiso sería pa nosotros?

-Tiée usté razón -musitó con voz llena de desaliento el mozo.

-Vamos, el que ha esperao lo más, espera lo menos -añadió la señora Pepa, a la vez que, soltando la escoba contra la pared, arreglaba la almohada y el embozo del lecho al paciente, que tornó a sonreír agradecido al sentir que la mano de la pobre mujer pasaba acariciadora por su frente, apartando de ella los encrespados mechones.

Cuando se vio de nuevo a solas Joseíto, quedó sumido en sombría abstracción, pero algo más consolado al pensar que tal vez el no haber ido su Rosalía obedecía a no conocer su paradero, y no a que estuviera mucho peor de aquel pícaro mal que iba robándole la vida por horas y por minutos.

Y al par que pensaba esto, sus ojos se posaban en el nido en que las dos golondrinas parecían entablar un apasionado diálogo de amor con sus resonantes trinos y sus ardientes gorjeos.



VII. Rosa marchita

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Los tonos del crepúsculo pintaban los celajes de incopiables irisaciones, de opalinas transparencias; tras las enhiestas cumbres habíase hundido el sol dejando a su paso los últimos vaporosos pliegues de oro de su esplendorosa clámide; el valle adormecíase al conjuro de las primeras vaguedades precursoras de la noche; empezaban a esfumarse los contornos de los caseríos y de la arboleda; de vez en cuando turbaba el silencio la voz de alguno de los campesinos, que hablaba a distancia, o el rumoroso tintineo de las esquilas del ganado conducido a los apriscos por los pastores; algo dulce y sedante iba adueñándose del panorama, y allá en lo más hondo de etéreos abismos iban apareciendo los luceros y las estrellas, que parecían parpadear rutilantes y misteriosos.

Rosalía, sentada en una antigua butaca forrada de yute, contemplaba con pupilas en que la fiebre ponía un fuego abrasador la serena perspectiva; extendidos tonos violáceos circuían sus ojos, y las rosas de sus pómulos hacían resaltar los intensamente amarillos que habían sustituido los nacarinos con que en días más felices había dado envidia a los nardos de sus macetas; sus labios entreabiertos constantemente, ponían una mueca de dolor en su pálido semblante.

Arropada en recio mantón de lana, y oculta la rica cabellera por un pañuelo de seda celeste, de vez en cuando sus manos de color de jazmines marchitos, crispábanse al estrechar el mantón, arrebujándose en él al conjuro del escalofrío.

La señora Micaela, procurando enmascarar su profundo desaliento, mirábala a hurtadillas, dejando asomar a sus ojos, de vez en cuando, un chispazo de la terrible pena que envolvía su pensamiento en siniestras negruras ante aquel tremendo avance de la enfermedad, que en tan pocos días habíase adueñado de la muchacha. Cuando la noticia del encuentro de Cayetano con el teniente Mendiola en los Chaparrales llegó al pueblo, no se pudo evitar que una de las hembras más parlanchinas de la vecindad fuese a contárselo a la muchacha; cuando la señora Micaela fue a la casa se encontró con su hija ahogándose y con el pañuelo que oprimía en sus crispadas manos cubierto de sangre; si le hubiera valido hubiera despedazado a la imprudente habladora, pero ésta tuvo buen cuidado de ponerse a salvo. Cuando llegó el médico, sonrió a la enferma y le dijo que aquello, gracias a Dios, no merecía la pena, pero después, cuando estuvo a solas con la señora Micaela, su cara sufrió grave metamorfosis y, triste y meditabundo, dijo a la vieja:

-Esto no me gusta; esa estúpida de Márgara ha cometido una imprudencia imperdonable. ¿A quién se le ocurre venirle con el cuento...? ¡Por vida de...! Pero, en fin, vamos a ver si esto se puede arreglar. ¡Pobre Rosalía!

-Pero ¿usted cree...? -le preguntó, poniéndose lívida, la señora Micaela.

-Lo que yo creo -dijo- es que la ligereza de esa tonta de capirote nos hace retroceder uno o dos meses en la curación. Pero, en fin, todo es cuestión de que se tenga ahora mayor cuidado, y si fuese posible que Joseíto viniera pronto... ¿Dónde está Joseíto?

-Pues mire usté, Joseíto está en ca del señor Juan el Pulío.

-Pos, sigún me ha dicho el Chusquel, la cosa, gracias a Dios, no es grave, pero no se podrá mover entoavía en un puñao de días de la cama.

-¿Quién le está asistiendo?

-Pos como el señor Juan es el que pilló más cerca -murmuró tímidamente la anciana-, fue el Clavija, y el Clavija... Pero yo quisiera que usted...

-Yo no tengo inconveniente, pero si voy tendré que dar parte al Juzgado, y eso no creo que le convenga a Joseíto.

-¡Qué le ha de convenir! Pero es que yo temo que...

El doctor, acostumbrado a las rivalidades del Clavija,

-Bueno -dijo, encogiéndose desdeñosamente de hombros-, si ustedes ven que la cosa es grave, me lo dicen e iré a verle; pero si ustedes creen que con lavarle la herida con sublimado al uno por mil, por ejemplo, y poniéndole, bien tintura de yodo o bien yodoformo con algodones, también fenicados, puede curarle el Clavija, en ese caso no habrá necesidad de que yo vaya ni de dar parte al Juzgado.

Para la señora Micaela no pasó inadvertida la generosa indicación del médico, y en cuanto llegó a la siguiente mañana el Chusquel, le preguntó:

-¿Con qué está curando a Joseíto el Clavija?

-Pos pa mí que le están curando con un emplasto de romero y vino endispués de lavar la jería con agua de malvaloca.

-Pos cuando vayas le vas a icir e mi parte al señor Juan que jaga el favor de vinir a verme, que por favor se lo pío.

Cuando el Pulío llegó a la casa, después de enterarse la anciana de que la bala no había interesado más que la piel y los tejidos blandos, dijo a aquél con acento de súplica:

-Pos me va usté a jacer el favor de icirle al Clavija que se le está poniendo el emplasto que él ha dispuesto, pero en lugar del emplasto le va usté a poner...

Y la vieja repitió, palabra por palabra, todo cuanto el médico le indicara.

Y cumplido este deber, dedicose la pobre vieja de lleno a atender a Rosalía, a la que había procurado tranquilizar diciéndole una y otra vez:

-Yo te juro por toítos nuestros difuntos que es verdá lo que te platico, que tu Pepe no tiée naíta, pero que naíta de importancia.

-Pero ¿aónde está? Eso es lo que yo necesito saber, ¿aónde está mi Joseíto?

-Yo te juro que está mu cerca, pero que mu cerca de aquí, y no te lo icimos poique yo te conozco y sé que eres mu capaz de dar un voletón, y eso es lo que no quiero yo, poique si te siguen y sus cogen y se averigua que él estuvo en los Chaparrales, no va a ser esazón la que sus van a dar a mancos y a cojitrancos.

-Pero ¿y si yo le juro a usté que no me muevo de aquí manque sepa aónde está metío?

-¡Josús, y qué requetecabesúa que te jiso Su Divina Majestá!

Rosalía quedó en silencio, no convencida del todo; tras el acento jovial de su madre advertía ella una amargura honda y desalentadora; además, ella se veía por dentro; antojábasele asistir a un tristísimo espectáculo, al desmoronamiento de un edificio; antojábasele que su interior era una vivienda en la que empezaba a caer tabiques, techumbres, pilares, cítaras, y en la que en breve no quedaría nada en pie. Cuando pensaba esto, un sudor frío y angustioso empapaba su frente y sus cabellos. ¡Dios santo, cuán hondas eran sus angustias, sus temores, su desesperación! No quería pensar en la muerte, pero esta idea, pájaro de negrísimo plumaje, parecía empeñado en abatirlo en ella. ¡Qué miedo más grande se apoderaba de su corazón! ¡Morir! Ser enterrada sin que llegaran hasta ella los rayos del sol, las caricias del viento, el aroma de las flores, el cantar de los pájaros y, sobre todo, no ver a su José, no verse retratada en sus ojos, en aquellos ojos suyos tan dulces, tan habladores, tan llenos de caricias; no oír su voz, aquella tan musical con que tantas veces la arrobaba desde la primera vez que, bajo la vigilancia materna, entablara con él el primer diálogo de amor, aquél que con él mantuviera en una noche de luna en la puerta de su vivienda, diálogo que cien veces le había repetido y le repetía su pensamiento en sus horas de amantísimas abstracciones.



VIII. Las alas rotas

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Rosalía, reliada en el mantón y casi oculto el semblante por el pañuelo, una vez que hubo salido del corral, entornó la puerta, se dirigió jadeante hacia la salida del pueblo; por fin había conseguido enterarse dónde estaba su Joseíto; el Chusquel, en su diálogo con la señora Micaela, creyéndose a solas con ésta, no se había recatado de hablar del señor Juan el Pulío ni de la señora Pepa, su consorte; también se había enterado de que el enfermo mejoraba, pero que su impaciencia por verla era tan grande, que ya se hacía imposible casi retenerle.

Rosalía no había podido seguir escuchando; su respiración empezó a hacerse tan difícil que se vio obligada a apartarse de la puerta desde la que estaba escuchando, pero decidida a aprovechar la primera oportunidad. Apenas vio salir a su madre, tal como estaba, reliada en el mantón, sin arreglarse siquiera el espléndido cabello, salió al campo por la puerta del corral.

La mañana era espléndida y luminosa; el intenso azul del cielo, las fulgencias del cristalino espacio, las ráfagas de luz, el viento saturado de montesinas fragancias, la onda, en fin, de inmensa vitalidad en que se sintió envuelta hízola bambolearse y cerrar los ojos deslumbrada y embriagada por aquella plétora de vida. Durante algunos minutos permaneció inmóvil, apoyada contra el viejo muro de adobe; después, recobrada algo, echó a andar, pero sus piernas temblaban, el viento hería sus pulmones doloridos, su cuerpo desfallecía. No obstante, prosiguió su ruta, al final de la cual adivinaban sus ojos la imagen del hombre querido. ¡Qué sorpresa y qué alegría la de éste cuando la viera llegar! Aquello era lo que ambos necesitaban para ponerse buenos; lo que ella necesitaba para sanar era volver a sentir en sus labios los del hombre querido; esto era lo que a ella habíale de devolver la salud, sentir el calor de sus brazos, oír el ritmo de su voz acariciadora.

Estas ideas la confortaron. El campo presentábase a su vista como acicalado con nunca por ella vistos verdores. ¡Cuán bella destacábase, como arropada por algunos árboles, la huerta del Breñas, con sus arriates cubiertos de flores, con el parral que sombreaba la planicie! En cuanto se mejorara era preciso que se fuesen a vivir al valle, en una casita como aquella, hasta tanto que ambos se afirmaran, podrían ir tirando con sus escasas rentas. ¡Y cuán felices podrían ser, y lo serían seguramente! ¡Cuán bello porvenir se presentaba a sus ojos! ¡Vivir con su hombre y su madre en un rincón florido de la llanura, paseando por las orillas del río, al que formaban a trechos a modo de una bóveda maravillosa los árboles seculares al entrelazar su ramaje! ¡Oh, cuando ella recobrara de nuevo los tonos nacarinos de sus mejillas, el brillo de sus ojos, la elasticidad de sus músculos; cuando ella pudiera correr y cantar sin sentir aquella mano de hierro que la ahogaba! ¡Oh, cuán hermoso es poder respirar a pleno pulmón, llenárselos con aquel aire tan rico, tan perfumado! ¡Oh, cuán dichosos eran todos los seres esparcidos por el valle: el zagal que cruzaba cantando por entre los campos de trigo y de cebada; el viejo que, encorvado en el majuelo, deleitábase en contemplar los apretados racimos en agraz; la huertana que cabe las aguas del río brillaba al sol con su zagalejo grana y defendida de sus rayos por un gran sombrero de palma!

Rosalía tuvo necesidad de sentarse: un sudor frío y copioso la inundó toda; la sangre martillaba en sus sienes con ritmo febril; sus manos ardían húmedas y viscosas, su pecho se negaba a recibir aquellas ráfagas de aire puro que al acariciar su rostro, antojábasele a ella que la azotaba como con látigos invisibles.

Sentose sobre una piedra jadeante y sudorosa; su rostro parecía cadavérico; un terrible desmayo enseñoreábase de todo su ser; un dolor lento, sordo, penetrante, aquel que con tanta frecuencia la atormentaba, empezó a llenarle de angustias; después sintió un ligero cosquilleo en la garganta, y ¡oh infame cosquilleo! Pronto una tos terca, dura, cavernosa, le hizo llevarse el pañuelo a los labios...

Media hora después recibía, llorando, la señora Micaela a su hija, que procuraba sonreír para tranquilizarla; el señor Toño el Chuchumeco y su hijo Juanón explicábanle momentos después lo ocurrido a la anciana, diciéndole:

-Pos gracias a que pa dir a ea de los Frangullos, en lugar de tirar por la ermitica, se mos ocurrió tirar por la trocha de las chumberas, que si no quizás estaría allí la probe entoavía, y ya sin frío ni calentura, poique cuando mosotros llegamos estaba que parecía de hielo mesmamente.

Cuando llegó el médico, no se cuidó ya de recatar su pesimismo, y llevándose aparte a la señora Catalina, hermana de la señora Micaela, le dijo con acento solemne:

-Esto no tiene ya, desgraciadamente, compostura, así es que ya deben ustedes preocuparse de su alma, que por su cuerpo es ya bien poco lo que puede hacerse.

-Entonces habrá necesidá de avisarle a Joseíto -dijo, gimoteando, aquélla.

Se encogió de hombros el doctor, y:

-En eso harán ustedes lo que mejor les parezca, y en cuanto traigan lo que voy a recetar, que le den una cucharada, y otra cada dos horas. ¡Pobre muchacha!

Y el médico, sacando lápiz y cartera, empezó a recetar apoyando el papel contra el muro, mientras la señora Catalina pensaba en el trago amarguísimo que se veía en la precisión de hacer tomar a su poco venturosa hermana.



IX. Con ella

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Cayetano, deteniendo el paso de su cabalgadura delante de la puerta del corral de Juan el Pulío, dejó escapar un silbido prolongado.

-Ahí está tu primo -exclamó, gozosa, la señora Pepa, apoyando ambas manos en las rodillas.

Joseíto se incorporó bruscamente, y cuando aquél penetró en la habitación:

-No puées tú figurarte lo que me alegro de verte -le dijo-, poique es que yo ya no pueo seguir asina ni una horita más; yo necesito ver a mi Rosalía o que mi Rosalía se venga, y, sobre to, que con eso de mi Rosalía to lo veo yo una miajita turbio, y sa menester que tú me platiques la verdá y que me digas si es que mi jembra está más peor, poique pa mí que tiée que estarlo, cuando ella no se ha arrancao ya por carceleras y se ha vinío a mi querencia.

-Como que eso es ya una cosa que se te ha puesto a ti sobre el corazón, y la verdá es que las noticias que yo tengo de tu jembra no son ni mu güenas ni mu malas, poique, sigún me ha dicho a mí el Cherpa, que la ve cuasi tos los días, la probe, como está tan delicaucha y la pícara calentura no afloja la rienda, y como con estas esazones le ha dao por cerrar el pico...

-A mí me platicas tú sin que te quée naíta por dentro -exclamó bruscamente Joseíto, que había palidecido oyendo al Petaquero-. A mí me ices tú la verdá, que yo tengo pecho pa to, y si mi Rosalía...

-Hombre, te diré -murmuró Cayetano sin atreverse a mirar a su primo cara a cara-; ya conoces tú lo súpita que es tu Rosalía, y como es tantísima la voluntá que te tiée, pos lo que pasa es que como el méico no quería que se le igiera aónde estás tú, poique, de enterarse, se hubiera enjotao en vinir y ella no está pa estos apretones, pos na, se le ijo que tú estabas con una pupa que te había salío por mo de que te dio el relente en la cara, pero ella se cabreó y ayer mañana se enteró por casolidá de que tú estabas aquí, y apenitas se enteró y la señá Micaela se fue a la compra, se salió por la puerta del corral, y... na, lo que el méico icía, que como el sol ya encomienza a picar más de lo debio, y como ella está tan... asina, pos le dio la tos más fuerte que de costumbre, y encomenzó a jechar una miajilla e sangre, y...

-Mi Rosalía debe está mu malita -murmuró sordamente, sentándose en el lecho, Joseíto, cuyo rostro delataba la profunda angustia que habíase apoderado de su alma.

-No, hombre, no; mala... sí, pero no mu malita.

-Sí, mi Rosalía..., mi probetica Rosalía...

Y un sollozo ahogado impidiole continuar al Zorzales, el cual, momentos después, decía, dirigiéndose a la señora Pepa, con acento imperativo:

-Jágame usté el favor de traerme la ropa, que ahora mesmito me voy yo ar pueblo.

La señora Pepa no se opuso, como otras veces; ya tenía ella noticias de la gravedad de Rosalía, no ignoraba que ésta pedía a gritos no morir sin volver a ver al hombre querido, y comprendiendo que no debía oponerse a satisfacer aquel legítimo deseo de una moribunda, salió de la estancia, regresando a poco con el airoso traje andaluz del Zorzales, al que preguntó:

-¿Y cómo vas a dir tú andando dende aquí al pueblo, siendo ésta la primera vez que te alevantas?

-Asperaremos que encomience a caer la tarde y yo le llevaré a las ancas jasta la cruz de los Cipreses, y como dende allí ar pueblo no hay más que un tirón...

-No, yo me voy ahora mesmito.

-Tú no quedrás que a mí me cojan los ceviles, y si te vas andando llegarás más tarde que si asperamos.

Joseíto permaneció silencioso y sombrío; la conformidad de Cayetano y de la señora Pepa, que hasta entonces tan tenazmente habíase opuesto a su partida, habían llevado a su espíritu el triste convencimiento de la gravedad de Rosalía; sin duda ésta estaba en peor estado que él había podido suponer cuando tan dispuestos veía a aquéllos a que él fuese al pueblo con la herida no cicatrizada del todo y sin fuerzas para salir de la casa, pues cuantas veces había intentado hacerlo sin el apoyo del señor Juan, hubiera dado en tierra con su buena persona.

Las horas que hubieron de transcurrir antes de que el sol empezara a plegar su regia túnica de oro en los vastos horizontes, las pasó Joseíto devorado por una impaciencia febril que no le dejaba sosegar.

Cuando, ya vestido, se vio reproducido en la luna del espejo que conservaba la señora Pepa como valiosa herencia de sus antepasados, se dio cuenta de los estragos que en él hiciera la bala que conservaba como recuerdo: su rostro estaba demacrado; su cabello y barba, crecidos; de vez en cuando doblábanse sus piernas, y cuando ya oscurecido, y ayudado por el señor Juan, montó a la grupa del caballo de su primo, tuvo que abrazarse a la cintura de éste para no caer, pero, no obstante, un suspiro de satisfacción ensanchó su pecho al pensar que en breve iba a ver a la que llenaba de ternuras infinitas su corazón y de luz su pensamiento.



X. Mortal impaciencia

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-¡Mi Joseíto, madrecita, que quiero ver antes de morir a mi Joseíto!

Y la voz de Rosalía, estertórica, no parecía brotar de aquel pecho destrozado; parecía flotar en torno de ella como si fuese su alma retenida al cuerpo por una fibra sutilísima, pero ya desintegrada de aquellos míseros despojos, del que empezaba a emanar ese hálito inconfundible de la muerte con que el cuerpo da el último adiós a la vida.

Contraído por la sofocación y por la pena, estaba su rostro lívido, con una lividez fantástica; sus grandes ojos, abiertos desmesuradamente, parecían mirar aterrados un abismo insondable; su semblante afinábase adquiriendo apariencias espectrales; sus labios, exangües y contraídos, dejaban ver la antes nacarada dentadura, ya de tonos amarillentos; sus cabellos enmarañábanse sobre su frente; su respiración resonaba sibilante y aterradora.

La señora Micaela, junto a ella, secaba el sudor de su rostro, bebiéndose las lágrimas que corrían copiosas por sus rugosas mejillas. La señora Catalina entraba y salía procurando huir del tremendo espectáculo; la Florina y Antonia la Salpullío gimoteaban secándose los ojos con el pico del delantal; en el umbral de la habitación, algunos vecinos piadosos fumaban en la antesala esperando el fatal momento y entreteniendo la lúgubre espera poniendo orden en la marcha del Gobierno y dando solución a los más grandes conflictos internacionales.

La luz melancólica del atardecer daba tonos tristes al aposento; Rosalía, atenta al menor rumor, no apartaba los ojos de la puerta; la impaciencia adquiría en ella trágicas manifestaciones; comprendía que su fin se acercaba, se lo profetizaba la silenciosa hecatombe que dentro de ella tenía lugar, un algo que dentro de su ser extenuado convertíase en escombros, y al presentir que era llegado el momento de abandonar aquellos miserables andrajos corporales en que habíase convertido la espléndida flor de su hermosura, y al convencerse de que muy en breve hundiríase en lo insondable sin volver a ver por la vez postrera el semblante varonilmente hermoso del hombre querido, sin sentir por última vez el ritmo de su voz robusta y apasionada, la pena licuaba sus entrañas y antojábasele que con su José al lado la muerte no podría arrancarla de sus brazos, que su José la defendería de su terrible zarpazo, y al pensar que pudiera llegar tarde en defensa suya, una horrible desesperación apoderábase de su corazón. Se ahogaba. Aquella mano implacable aferrada a su pecho como una garra de fuego, apretaba más y más sus ahorquilladas falanges; el aire que oreaba sus labios no penetraba en él consolando sus angustias, y «¡Oh José! ¡Oh, mi José!», decía con voz, con acento cuyas inflexiones habían perdido sus argentinas modulaciones, y al grito supremo del ser adorado contestaba la angustiada madre con engaño piadoso:

-¡Ya viée, prenda mía! Pero si es que va vinir en seguiíta, pero que en seguiíta va a vinir -decíale, acongojada, la señora Micaela, que procuraba aquietar sus manos, empeñadas en hacer dobleces y más dobleces las vueltas del lecho. Y sus labios mojados por las lágrimas, que no cesaban de beber, se posaban con maternal, desesperado, ahínco en la frente de la enferma, empapada en el sudor de la agonía.

Todos los allí congregados se apresuraron a ratificar las palabras de la señora Micaela. Joseíto no podía tardar; ya se le había avisado por darle gusto, no porque fuese preciso, porque, felizmente, el estado suyo no era de peligro, ni con mucho; verdad que había sufrido un retroceso en su dolencia, pero esto no tenía la importancia que ella quería darle, el médico no hacía más que repetirlo por barbechos y rodales que muy pronto podría volver a poner amarillas de envidia a las que más de bonitas y jacarandosas presumían, como en tiempos mejores. Aquella aparente gravedad era la crisis, la esperada crisis, la última dentellada del lobo, pero en aquella crisis se quedaría fijamente el pícaro animal sin la pícara dentadura.

Todo esto oíalo la enferma con expresión ceñuda; adivinaba en todo aquello un puñado de piadosas mentiras. Si aquello fuese verdad, ¿por qué habíale hablado doña Romualda, la hermana del cura, de que convenía recurrir al Divino Pastor y a la Virgen Santísima? ¿Por qué habíale hablado de aquello, sabiendo ella, como sabía, que cuando Dios penetraba en el hogar de un enfermo, cruzábase en el timbral con la esperanza? Ella lo sabía, y a pesar del terror que esta idea le producía, anhelaba ver ante sus ojos el rostro bondadoso y rudo de don Leovigildo, de aquel buen cura que tanto la acariciara de niña, al ver pasar al cual apresurábase siempre a separarse de sus compañeras de juegos y travesuras infantiles par ir a besarle la mano y a pedirle alguna estampita sagrada; a aquel bondadoso apacentador del rebaño de su pueblo, que había bendecido su unión con su Joseíto.

Cuando doña Romualda le habló de su hermano, hízolo sonriente y acariciando sus cabellos con sus manos huesosas y pellejudas. Ponerse bien con Dios no quería decir, como cree la generalidad, que la enfermedad no tiene remedio. ¡Tantos debían a aquello mismo la salud! Si se acudía a Dios y a la Virgen Santísima en aquella ocasión era porque la enfermedad tendría que salir huyendo ante la Divina Misericordia. ¿Qué médicos podían competir con la Divina Voluntad? Y a ella le dolían los oídos de oír contar milagros conseguidos por su santa mediación. Así es que ella tenía la seguridad, la absoluta seguridad, de que en cuanto descargara su conciencia de lo que la podía abrumar, a los dos días estaría en condiciones de bailar un bolero con toda la sandunga y con todo el ángel con que solía hacerlo en sus años infantiles y en los de su cercana mocedad.

Al aparecer, media hora más tarde, el sacerdote en la estancia, un silencio solemne imperó en ella; sólo se oía el estertor de la moribunda; ésta miraba con expresión de terror a don Leovigildo, que habituado a aquellas tristes escenas y a tener que poner un consuelo en todo el que se disponía a atravesar los aterradores umbrales, la contemplaba con serena expresión llena de amor y de dulcedumbre.

Todos, menos la señora Micaela, habíanse replegado a los corredores, y don Leovigildo sentose junto al lecho, y:

-¿Qué es eso, hija mía? -preguntó, a la vez que cogía una de las desfallecidas manos a la enferma, que seguía mirándole con el espanto en los ojos, y al ver que nada le respondía, continuó con voz dulce y acariciadora-: Me he enterado por mi hermana de que estás algo malucha, y ahora, al pasar por la esquina, pues voy a casa de Bastián, que tiene a la menor de sus mozas con un calenturón que la está achicharrando, pues me dije yo: «Ya que estamos tan cerca, vamos en un vuelo a ver a Rosalía, y a llevarle este escapulario de la Santísima Virgen de Lourdes, para que durante tres meses la rece tres Avemarías en acción de gracias por haberle devuelto la salud». Y digo en acción de gracias porque estoy segurísimo de que te pones buena a los dos días de tenerlo colgado al cuello.

Rosalía miró a don Leovigildo con ojos en que el terror había ido amortiguando su brillo siniestro; el acento de convicción con que éste había dicho aquello había hecho renacer en su espíritu un pálido destello de esperanza: ¡rezar durante tres meses tres Avemarías cada noche a la Santísima Virgen! Luego era posible que aquello que sentía fuese la crisis que empezaba a librar la última batalla en la enfermedad en derrota.

El semblante de Rosalía reverberó con aquel pálido destello de esperanza surgido en su pecho, y oprimiendo convulsivamente el escapulario blanco y azul que acababa el sacerdote de ceñir a su cuello, lo besó con ferviente ahínco, y

-Gracias, padre -balbució, a la vez que dos lágrimas se perdían como en una placa candente al rodar en sus mejillas.

Cuando don Leovigildo salió de la habitación, ya cumplido su santo ministerio consolador, quedó Rosalía como sumida en un a modo de lúcido desmayo; una vaga sensación hasta entonces no sentida habíase adueñado de todo su ser; parecíale que empezaba a ver las cosas por cristales nunca vistos: a sus ojos empezaban a confundirse las líneas y los colores; parecía como si estuviese distante de la habitación en que yacía; la mano férrea que aprisionaba su pecho empezaba, sin duda, a sentirse cansada; aquello era, sin duda, la crisis anunciada por el médico.

Su rostro reflejó vago inefable bienestar; sus facciones fueron serenándose, y algo ultraterreno brilló en su semblante, que iba adquiriendo aspecto de estatua yacente; fue a besar el escapulario, y sus brazos se negaron a acatar los imperativos de su voluntad; sus ojos, sus grandes ojos, parecían mirar algo sólo visible para ella, y de pronto, una sonrisa iluminó como un rayo de sol sus labios, que musitaron suaves y acariciadores.

-¡Ah, José, mi Joseíto...! Por fin... José, mi José...

Y esta vez el nombre del hombre querido brotó en los labios de Rosalía como una dulce, una plácida, una vaga melopea.



XI. Tarde

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Rosalía parecía dormida; sus cabellos encrespábanse como un reluciente oleaje alrededor de su cabeza; la muerte había devuelto a su rostro la belleza que amortiguaran horas antes las contracciones del dolor, y una serenidad que tenía algo de celeste beatitud, enseñoreábase de aquella faz que con los grandes ojos entornados parecía como sumida en un a modo de plácido sopor; sus manos, cruzadas sobre el pecho, oprimían el blanco escapulario que le llevara don Leovigildo minutos antes, y los tallos de algunas flores, cuyo blancor competía con el del sudario que envolvía modelándolas sus formas rígidas y descarnadas.

La luz de los blandones daba triste claridad a la estancia, de cuyo centro enseñoreábase la enlutada camilla; y una ventana abierta de par en par renovaba el aire enrarecido por el perfume de las flores amontonadas sobre el ataúd, y el de los amarillentos blandones.

Junto a la muerta, cruzados los brazos y balbuciendo algunas oraciones con labios temblorosos luchaba la señora Catalina contra el sueño y el cansancio; en la habitación inmediata, la señora Micaela, rodeada de algunas vecinas y parientes, vestidas de negro, con los ojos enrojecidos, hacía la apología de la pobre difunta con acento trémulo y acongojado.

-¡Probetica mía! -decía dirigiéndose a la señora Sebastiana la Tabarrerosa- con qué pena más requetegrande que se me ha dío a la tierra! como que se defendía de morir pa dar tiempo a que viniera su José. ¡Ay, cómo se me partía el corazón oyéndola! ¿Y a quién no se le hubiera partío? ¡y qué dolor tan grande! ¡tan regüena como era, que se va a la tierra el alma mía sin que haiga pasao por su frente un mal pensamiento, ni una malina palabra haiga salío de su boca! ¡Pobrecita mía de mis entrañas! ¿Por qué me la habrá arrecogío su Divina Majestá?

-Por lo mesmo que era güena, esas son las que Dios quiere pa su gloria, las güenas, las más regüenas, las más requetegüenísimas como ella.

-¿Pero poiqué no se jecha usté un ratito, a ver si consigue usté escansar una miaja? Señá Micaela, ande usté, jéchese usté una miaja.

-No, que lo que vas a tomar hora mesmo es una miajita de caldo, que dende anoche no ha entrao naica, pero que naica en ese cuerpo, y con eso no vas a conseguir que la difunta reviva.

-Éjame a mí, por Dios, e cardos; que la Virgen Soberana me arrecoja a mí con ella es lo que necesito.

Y la pobre vieja rompió de nuevo en histéricos, y convulsivos sollozos cubriéndose el semblante.

-Pero no llores más, mujer, no llores más -díjole, limpiándose dos lágrimas vergonzantes la mujer del señor Paco el Reondela.

-Éjale que llore -exclamó éste incorporándose bruscamente, mirando con expresión de reproche y con acento desabrido a su consorte-, ¿si no trae ahora agua el río, cuando la va a traer?

Un silencio tristísimo y embarazoso imperó en la sala, silencio que fue interrumpido de nuevo por el Batanero, que dijo, dirigiéndose a la señora Micaela:

-¿Y Joseíto, lo sabe ya?

-Yo le mandé un recao esta mañana con el Chusquel a su primo el Petaquero. ¡Hija de mis entrañas! Ni ese gusto le ha querío Dios dar a tu corazón! ¡Y cómo al morir no tenía boca más que pa llamar a su Joseíto...! ¡Probetica mía, y en qué horita más sin luz que la puse yo en la vía!

Y el llanto volvió a brotar abundante en los ojos de la anciana.

El señor Paco, sintiendo que su voluntad iba siendo insuficiente para poner vendales a una lágrima rebelde que pugnaba por abrirse paso por entre sus párpados, se levantó de nuevo bruscamente, y saliendo de la habitación, penetró en aquella en que la muerta yacía.

-¡Qué requetebonita que era! -musitó posando sus ojos en aquellos ojos tan rasgados que tan de cabeza trajeron un día a casi todos los mozos del pueblo-, ¡lástima de zagala! ¡qué lástima e flor! ¡pícara vía, y qué partías más serranas y más juncales que mos juega a las primeras e cambio! Pos no pueo pensar lo que va a pasar cuando se entere Joseíto, y a ese es a quien hay que tenelle lástima ahora, poique es que el mozo no veía er cielo azul, ni amarillos los madroños, si ella no le dicía que eran dambas cosas de aquellos mesmos colores.

En aquel momento, un grito ahogado, inarmónico, uno que tenía algo de chasquido resonante detrás de él, precedido de algunas exclamaciones de sorpresa, le hizo volver la cabeza, y

-¡Joseíto! -exclamó lleno de asombro, al ver a éste, pálido, desencajado, con el hirsuto cabello sobre la frente y en los ojos la expresión de un dolor infinito, sin fondo, sin fronteras; a Joseíto, que flaco, amarillento, habíase tenido que apoyarse un punto contra el quicio de la puerta, como para no caer desplomado, y el cual, de pronto, como si tras el primer momento de estupefacción que en él produjera el trágico espectáculo, hiciera el dolor reaccionar todas sus energías, avanzó impetuoso como un torbellino y, febril, desatentado, con algo aterrador en los ojos, se arrojó sobre la muerta, casi la sacó del ataúd, juntó su rostro al de la muerta querida, y un grito ronco, un a modo de alarido, brotó de su garganta, y momentos después caía de bruces, como desplomado, sobre el cuerpo de la amada compañera.

El señor Paco, tras pasarse el dorso de la encallecida mano por los ojos, intentó arrancar a su amigo de junto a la muerta, a la vez que todos los que formaban el duelo, sorprendidos por el ruido de la terrible escena, penetraban en tropel en la estancia mortuoria, pero Joseíto, apartando un punto su rostro, tan pálido como el de ella, de Rosalía, contempló con expresión llena de atonía a todos los que le acababan de rodear, y sólo al ver a la señora Micaela, hizo explosión su dolor, hasta entonces mudo y reconcentrado, y un sollozo largo, ronco, desgarrador, sollozo que parecía haber roto al explotar las fibras de su corazón y todos los músculos de su garganta, fue el preludio de una deshecha tempestad de lágrimas, que se confundieron con las de la pobre vieja, que habíase abrazado al cuello de aquél, cuyo dolor se besaba con el suyo al siniestro fulgor de los amarillentos blandones.



XII. Las últimas galas

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El Zorzales había querido acompañar los restos de la mujer amada hasta el lugar de su eterno descanso, y vestido con el traje corto de luto y rodeado de sus más íntimos camaradas, siguió tras los que conducían la caja al cementerio, casi colgado en la florida falda de una colina donde las cruces de madera aparecían engalanadas de flores y trepadoras, fulgiendo como faldellines de ricos verdores bajo el intensísimo azul del cielo.

Los enterradores, ya abierta la profunda fosa, fumaban indiferentes, esperando el nuevo tributo; algunas cogujadas asustadizas levantaban el vuelo al paso del convoy con doliente piar; don Leovigildo hizo descubrir a la muerta, y el sol acarició por última vez, con un torrente de centellas de oro, el rostro de Rosalía, que parecía dormir un sueño apacible envuelta en un mantón de Manila de larguísimo flecaje, un a modo de espléndido chal de los que dieron fama eternal a los artífices del Oriente, a la vez que entre los bucles de su revuelta cabellera, centelleaban en sus orejas los aretes que la difunta tanto había codiciado.

Todos los que al acto aquel tan triste asistían, miraron tan llenos de asombro aquella riqueza destinada a los gusanos, que algunos se olvidaron de descubrirse cuando don Leovigildo, ceñida a su cuello la estola y en la mano el solideo, dio principio a rezar la última oración con que la Religión acaricia por última vez al creyente.

Y terminado que hubo don Leovigildo, acercose a la caja el Zorzales, que parecía próximo a caer desplomado, se arrodilló junto a la muerta, y reclinando su frente casi en la de aquélla, puso en su faz su último beso.

-Vamos, vamos ya -díjole Curro el Madroño.

Joseíto se incorporó, apoyándose en el brazo de su amigo. Uno de los enterradores cogió la tapadera de la caja y esperó.

-¿Se cierra? -preguntó a Joseíto, y con voz trémula, el señor Pepe el de la Florida, a la vez que ponía una mirada francamente codiciosa en el mantón y en los aretes de la difunta,

-Sí, que cierren -dijo con voz sorda el Zorzales.

Hubo un momento de vacilación, de perplejidad, de incertidumbre, pero los enterradores, viendo que no había razón para prolongar aquella indecisión, colocaron la tapa en su sitio y quedó sumida en sombras eternas la bellísima cuanto infortunada compañera del Zorzales.

Y algunos minutos después descendían de la colina José y los que le acompañaban; el sol seguía bañándolo todo con sus raudales de luz esplendorosa; una brisa cálida impregnada de montesinos aromas agitaban mansamente las ramas de los árboles; el campo todo aparecía como vestido de flores; algunas cogujadas asustadizas levantaban azoradas el vuelo, y cerniéndose sobre los riscos, una alondra piaba dulce y querellosamente, como llamando con quejumbrosos halagos de amor a la amada compañera.