Enciclopedia Chilena/Folclore/Alfarería

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Alfarería
Artículo de la Enciclopedia Chilena

Este artículo es parte de la Enciclopedia Chilena, un proyecto realizado por la Biblioteca del Congreso Nacional de Chile entre 1948 y 1971.
Código identificatorio: ECH-2985/1
Título: Alfarería
Categoría: Folclore


Alfarería.

Si bien el tesoro arqueológico de la cerámica precolombina, procedente de las tribus quechuas, atacameñas y diaguitas que poblaban nuestro territorio, no sobrepasa en area de dispersión y en primor de factura a aquel de los países limítrofes, las señales de capacidad creadora y un cierto florecimiento que en él se advierten no parecen habar trascendido a nuestro campo folklórico. No es ese el caso de la alfarería araucana, al perecer bien preservada en tierras australes y manteniéndose un ancestral primitivismo, muchas veces trasmitido al elemento criollo.

En el gran sector norteño le conquista hispánica aniquiló todo intento de mantener la producción; y, ya muy avanzado el coloniaje, se entró a proveer, con moldes hispánicos, el consumo propiamente utilitario. Simples y toscas vasijas y tejas se sobaban y manipulaban en hornos provisorios, positivamente perfeccionados - como lo muestran los tinajas hacia el promedio del siglo XVIII - en los obrejes que los jesuitas instalaban en la Ollería de Santiago (Avenida Portugal).

Es innegable que les tribus promaucaes también modelaban arcilla en las inmediaciones de los yacimientos porque las influencias quechuas y mapuches se advierten en las lozas negras de Quinchamalí, fielmente acatadas por las manualidades criollas de esa región chillaneja.

Nuestras reservas naturales de sustancias plásticas son prácticamente inagotables y comprenden todas las arcillas, gredas y lozas desde el más puro caolín hasta los silicatos hidratados de alúmina más impuros. Cabe nombrar entre los más grandes los yacimientos de Arica, Cobija, San Pedro de Atacama, Almirante Latorre, Punitaqui, San Lorenzo de la Ligua, Limache, Montenegro, Tiltil, Ocoa, Rungue, Doñihue, San Javier de Loncomilla, Linares, Huerta del Maule, Río Claro (Rere) y Constitución que proveen escasamente las lejanas comarcas industriales; y, con la excepción de los alfares de Angol, Lota, Penco, Valdivia (Amargos), el resto de la gran provisión natural de barros útiles ha sido insistentemente desatendido.

Aunque estos últimos hornos de obra fina ya se han prestigiado en el Continente con sus productos de mayólica, loza y porcelana, los focos primordiales de la artesanía del Valle Central no sobrepasan, en general, los tipos elementales, tanto en la morfología como en la decoración. Determinadas piezas de Pomaire o de Quinchamalí pueden reclamar solamente su clasificación en esa parcialidad, folklóricamente pura y algo divergente en tendencia a la alta cerámica, aunque acusando una perfección relativa llena de individualidad e improvisación, al ejemplo de las lozas de Puente del Arzobispo o de Triana en la más pura alcurnia hispánica.

Por su parte las gredas de Puente Alto, de Pomaire, de Santiago (ollltas olorosas de las Monjas) y de Talagante (arcilla pintada) se han sistematizado en una morfología, al parecer incipiente que las unifica dentro de un estilo peculiar de las artes manuales chilenas.

En campo aparte figuran las gredas llamadas "negritas" de Quínchamalí en el Ñuble, plegándose a veces al molde tradicional con la misma indecisión con que estilizan formas zoomorfas y antropomorfas, pero sin conseguir librarse de las influencies da las razas que en tiempos precolombinos dominaban más al sur y más al norte. Patentizan y ennoblecen esta versatilidad algunos ejemplares simplistas como el de un escueto y grácil cerdito que puede servir de alcancía. Este ejemplar típico de brillante y negra pasta, plasmado en greda corriente mezclada con carbón, ostenta, como todas las demás piezas, pequeños sectores levemente ornamentados por filetes incisos repintados al blanco y al rojo en un patrón de filigrana cuyos detalles sustanciales coinciden asombrosamente con los que usan algunas tribus primitivas del interior del Brasil y de la Polinesia. La diminuta alcancía, ya citada puede calificarse como una pieza de museo, contradiciendo la bombástica deformación de los demás modelos. Las loceras que cultivan este estilo, habitan en Quinchamalí, Colliguey, Confluencia y Huechupin, en la confluencia del Ñuble y del Itata. En Aconcagua, Rancagua y Chillán también aparecer trabajos en arcilla negra pero de más burda factura y exorno.

Los alfares a que veníamos aludiendo, de los ríos Mapocho, Maipo y Cachapoal (Rancagua, Santiago, San José de Maipo, San Vicente de Tagua Tagua, Malloco, Talagante, Doñihue, etc.), uniformados dentro de un estilo singular, siguen plagiándose sus deformas alardes y sus intentos de simplificación sin que haya sido posible establecer primacías a imposiciones. Somos nosotros los que nos vemos obligados, empero, a sojuzgarlos todos a la norma monjil que se vino imponiendo desde la alta Colonia en los conventos del Mapocho. Ya se han aludido en otro capitulo a la vulgar receta de la pasta con que las Monjas Clarisas modelan sus "locitas perfumadas". Una pauta simplista distinguió a ésta promoción de artesanía, en la cual, y principalmente Talagante y la Chimba Santiaguina, se empeñaron en repetirse la colección de figurillas y tiestecillos en un verdadero muestrario de realizaciones ingenuas que si no confinan con la caricatura, rehuyen la irrisión y prestigian el infatilismo. Es un tributo obligatorio, en lo que hace a les figulinas, a nuestros tipos populares, a nuestros trajes regionales, dándoles preferencia a los cacharros utilitarios (platillos, alcancías, floreros, etc.). La espesa y brillante pintura aplicada, la crudeza e impropiedad de los colores y los revestimientos de oro falso, contribuyen a dar cierto carácter a los estilizados miembros o los abultados volúmenes, integrando una falaz preceptiva, netamente chilena, funcionalmente criolla, pulcramente tradicional cional y positivamente folklórica.

Por otra parte, el examen y análisis de un muestrario o exposición de ese repertorio monjil otorga - a través de la candorosa iniciativa de tan prolijas manos - más de una sugestión o enseñanza. Hay para admirar, desde luego las discretas cochuras y los cuidados aderezos que han asegurado, en ese frágil material, ciertos relumbres, determinadas espesuras o estratas propias del arte de la pintura de caballete; como asimismo de las labores pintadas negativamente ("a cera perdida"), de los trabajos incisos o modelados en relieve o raspados ("champ levée"), y de la pintura al fresco, de los colores embutidos ("cloisonnée") y aún estampados o sobreaplicados. Para conseguir todo eso las pacientes artífices no necesitaron recurrir ni al brillo deslumbrante, ni a la transparencia, ni a los reflejos metálicos; y, ni aún a la sutil fineza de las nobles porcelanas para cautivarnos con la aparente levedad en un vaciado que no existió pero que fué conferido con prodigios de mera manualidad y tacto. El resto del hechizo lo asegura la estilización colorística y las buscadas preferencias con rutilantes toques de crudo rojo o amarillo canario, realzados con pesadas aplicaciones de oro mate.

El diseminado cuadro de la producción general en arcilla roja y negra, abarca desde el Choapa hasta el Calle Calle y el Archipiélago; y con una distribución que no logra acercarse e los montes áridos o a los cálidos desiertos norteños. En conjunto es bien rudimentaria la producción de las "grederas" de Granalla y Montenegro (Aconcagua); Quillota y Limache (Valparaíso); Doñihue, Cahuil, y Copequén (Colchagua); Nilahue (Curicó); Linares y Parral (Linares); Cauquenes (Maule); Cuchacucha (Chillán); La Florida y Puchacay (Concepción); Huequén (Malleco); y de Ancud y las islas Cailin y Huafo de Chiloé. Dando variedad a las sustancias plásticas algunas mediocres vasijas de barro blanco y negro se han obtenido en Concepción; ampliándose aún los aprovisionamientos con otras materias primas -esta vez exclusivas- come el "auque" de Parral y la "cancagua" de Chiloé. Blanquizca, petrea y fácilmente plasmable la primera y negruzca, porosa y casi elástica en su dureza la segunda, auguran todo un cúmulo de aplicaciones tanto en el menaje como en el ajuar. El muestrario de auque de los Baños de Catillo (Parral) reúne los objetos de adorno y de utilidad práctica, en cambio las piezas de cancagua abarcan los utensilios y cocinas portátiles. No hay que desatender las multiformes tinajas coloniales, procedentes de la morisma, que nos legaron los "encomenderos", tanto en los tinajones diseminados en las viejas haciendas como en las coquetas y airosas tinajitas que aún lucen en los jardines de Pomaire, señalando una organización artesana que es urgente revivir.

En el trabajo de los barros -especialmente los rojizos- el decantado de la greda la convierte en una paste uniforme, pero algo condimenta con tierras porosas o arenillas de cuarzo, amasándosele metódicamente y manteniéndosele en una mezcla siempre húmeda. Sobre una tabla mojada se procede al moldeado de tiestos y figuras con el auxilio de una "paleta" (palo) para las aristas, un trozo de "cordoban" (cuero de becerro) para las superficies y el costado de un "mate" (calabaza) pera las curvas interiores. Todavía húmedas las piezas se les recubre con "colo" (engobe) como una arcilla más fina y esmaltada, ya roja o blanca; y, por último se procede a frotar y alisar las imperfecciones con negras piedras de río. La cochura es directa usando como combustible la bosta seca de buey y se le da término con una prudente "maduración" en fuego indirecto. En este orden se completan las etapas del "modelar", del "componer", del "cocer" y del "arreglar" con esos retoques finales que exige la ornamentación. El negro colorido se obtiene de la humedecida paja de trigo que "se va en humo" impregnando a fondo la greda.

Establecen el contraste máximo las manipulaciones de las grederas de Pomaire y de Quinchamalí. Las del bajo Mapocho nunca estilizan pero exornan las piezas con bajorelieves; al contrario de las loceras del Ñuble que recurren a la filigrana incisa y pintada y no perdonan la estilización a veces con desbordes de mal gusto y las precipitadas imposiciones extranjeras. Una preceptiva de arte casero que domina todo este atrayente y pintoresco campo folklórico se advierte en los escondrijos de piezas, a medio modelar, en grandes canastos, repletos de hojas verdes que aseguran la humedad.



Bibliografía

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Robonovitch Castro, Rosa. "Las Loceras de Talagante". "El Diario Ilustrado" de 7 de diciembre de 1952. Santiago.


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Robinovitch Castro, Rosa. "Las loceras de Rinconada Florida de Doñihue". "La Nación" de 28 de junio de 1952. Santiago.


Robinovitch Castro, Rosa. "Pomaire, cuna de ceramistas". "La Nación" de 27 de abril de 1952.