En la soledad
(Cinco sonetos)

de Antonio Ros de Olano

I

                  
          ¡Santa Naturaleza!... yo que un día,
	prefiriendo mi daño a mi ventura,
	dejé estos campos de feraz verdura
	por la ciudad donde el placer hastía.
	 
	   Vuelvo a ti arrepentido, amada mía,
	como quien de los brazos de la impura
	vil publicana se desprende y jura
	seguir el bien por la desierta vía.
	 
	   ¿Qué vale cuanto adorna y finge el arte,
	si árboles, flores, pájaros y fuentes
	en ti la eterna juventud reparte,
	 
	   Y son tus pechos los alzados montes,
	tu perfumado aliento los ambientes,
	y tus ojos los anchos horizontes?

II

             
           Más precio en este valle y pobre aldea,
	términos de mi vida peregrina,
	despertar cuando el aura matutina
	las copas de los árboles menea;
	 
	   y, al volver de mi rústica tarea,
	hora, en la tarde, cuando el sol declina,
	mirar desde esta fuente cristalina
	el humo de mi humilde chimenea,
	 
	   que en la rodante máquina lanzado
	cruzar como centella por los montes;
	pasar como relámpago el poblado;
	 
	   robar, en fin, al péndulo un segundo,
	y, en pos de los finitos horizontes,
	sentir la nada al abarcar el mundo.

III

 
           Hay junto a la ventana de mi estancia
	un laurel de la sombra protegido,
	en donde guarda un ruiseñor su nido
	apenas de mi mano a la distancia:
	 
	   y entre el verde follaje y la fragancia,
	celoso, ufano, amante, requerido,
	dice su amor con lánguido quejido
	y dulce y elevada consonancia.
	 
	   Las horas de la noche una tras una
	en sigilosa hilera, huyendo el día,
	siguen el curso a la encantada luna...
	 
	   Y en esta soledad el alma mía
	goza, sin envidiar cosa ninguna,
	de su quieta y feliz melancolía.

IV

 
           ¿Qué fueron al gran Carlos sus hazañas
	en la celda de Yuste recogido?
	Él quiso relegarlas al olvido,
	y ellas emponzoñaban sus entrañas.
	 
	   Suele el que nace humilde en las cabañas
	dejar su techo y olvidar su ejido,
	por el lucro del mar embravecido,
	por el sangriento lauro en las campañas.
	 
	   Mas al recto varón que honró su historia,
	sin codiciar fortuna envilecida,
	ni envidiar de los Césares la gloria,
	 
	   un apartado albergue le convida
	a esperar sin tormento en la memoria
	la breve muerte de su larga vida.


V

            Lamentos de hembra y lloros de nacido;
	duelos de viuda y quejas de casados;
	de la vejez y el hambre los cuidados,
	que cesan cuando espira el afligido...
	 
	   ¡Nacer!... ¡Vivir!... ¡Morir!... Después ¡olvido!...
	¡Los siglos son sepulcros numerados
	de seres mil y mil tan olvidados
	cual si no hubiesen en el mundo sido!
	 
	   Y el corazón es péndulo que advierte,
	con vaivén de dolor, que a la existencia
	sólo enjuga las lágrimas la muerte...
	 
	   ¿A dónde, pues, con bárbara violencia,
	río de la vida, corres a perderte,
	si no es tu mar la Santa Providencia?